2012

CUANDO LA TRADUCCIÓN ESTÁ PROHIBIDA: DON CARLOS DE SCHILLER EN LA ESPAÑA DECIMONÓNICA
Ana Isabel Ballesteros Dorado

Departamento de Filología
Universidad CEU San Pablo

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Fecha de recepción: 29 septiembre2012
Fecha de aceptación: 5 diciembre 2012


Ninguna traducción al castellano de Don Carlos se publicó (Prades, 1959; Juretschke, 1967-1968) durante casi ochenta años después de las diferentes versiones para las representaciones de estreno en distintos puntos de Alemania y de su publicación en la revista Thalia, sesenta años más tarde de la versión definitiva. Tampoco tuvo la misma recepción ni el mismo éxito que en otros países (Siguán, 2008; Ortiz de Urbina, 2008). La primera traducción al español conocida, firmada por Eduardo Delius, fue enviada a Juan Eugenio Hartzenbusch el 16 de marzo de 1860 (BN mss/12977/36) (1) y, presumiblemente, no había pasado mucho tiempo desde su elaboración.

España permanecería ajena a la fama europea del drama schilleriano, que acabaría inspirando la versión operística de Verdi en 1867, aunque sin duda los intelectuales españoles, los que sufrieron el exilio durante el absolutismo fernandino, especialmente en Francia, y también los más cultivados que habían permanecido en España, sí sabían de su existencia y contenidos básicos. Cabe recordar que en 1799 en París se publicó una traducción que tuvo cierto reconocimiento debida a Adrien Lezay-Marnezia. Los que sufrieron el exilio en Inglaterra podían leer allí la edición publicada en 1798 por los mismos traductores del drama sobre Fiesco, que seguía, evidentemente, el texto de 1787 y no la versión definitiva; a partir de 1821 pudieron acceder otra adaptada para el teatro inglés por Sabba (cfr. Quérard, 1836, 516).

Era lógico que la obra no conociera una edición en España antes de iniciarse la monarquía constitucional: a los anacronismos y errores históricos del drama se sumaba el que perpetuara la leyenda negra contra la que se rebelaban muchos españoles, y ningún censor político habría admitido, antes de morir Fernando VII, una traducción.

Sin embargo, el que diversos escritores se inspiraran en el drama schilleriano pero siguiera sin estrenarse una traducción después de 1833, seguramente no se debió a la censura, que se dulcificó progresivamente y llegó a admitir dramas en que salía peor parado Felipe II: ciertamente, tras la muerte de Fernando VII y el absolutismo que representaba, pervivía en España tanto una censura política como otra de índole religiosa y permanecieron durante algún tiempo los mismos censores, pero ejercieron sus funciones conforme a una nueva ley sancionada el 4 de enero de 1834 que permitió la representación de obras prohibidas hasta el momento (Ballesteros, 2012). Además, por real orden de julio de 1836 pudieron representarse sin nueva solicitud de permiso, las obras ya impresas (AV Secr. 2-481-11). Tras el motín de La Granja, ocupó el cargo de censor político Tomás de Sancha,(2) que seguramente fue quien admitió el estreno de Felipe II, de José María Díaz y posiblemente también aceptó la representación de Antonio Pérez y Felipe II, escrito por el historiador Muñoz Maldonado, ambos de crítica más acerba contra Felipe II.

Seguramente, el que no se estrenara en español el drama de Schiller se debió a razones de tipo teatral, esto es, a otro tipo de censura, la económica, que hacía que las empresas fueran renuentes a subir a los escenarios piezas que no gustaran al público. Al poco de morir Fernando VII se produjo un cambio significativo en los gustos del público, que había dejado de manifestarse tan aficionado a la ópera, como en los últimos años del reinado fernandino. Bellini había muerto y Rossini se había retirado, así que faltaban óperas nuevas porque las de Donizetti eran insuficientes para rellenar la temporada y Carnicer llegó a afirmar que en aquellos días la ópera llamaba a los espectadores la atención menos incluso que las piezas del teatro antiguo español (AV Secr. 2-481-23; La España, 14 agosto 1837, 2). Sin duda por eso el público empezó a aceptar bien los dramas románticos que contenían fragmentos musicales y, en consecuencia, los escritores se animaron a escribirlos.

Sin embargo, el más sucinto examen de la obra del alemán demuestra una extensión en los parlamentos poco adecuada para el público español, dado desde mucho tiempo atrás a aplaudir recursos escenográficos, efectos visuales, fragmentos musicales, y en cambio a aburrirse escuchando la difícil declamación de largas tiradas de versos densas en razonamientos. Este era uno de los aspectos que se juzgaba determinante para que una compañía o una junta de lectura, dependiendo de la época, aceptara la representación de una obra (Ballesteros, 2012). Por eso sí se aceptaron para la escena otros dramas inspirados en el drama alemán, pero con más acción y plasticidad, que exigían menos concentración y reflexión por parte del público. Un ejemplo lo constituye, precisamente, el Felipe II de José María Díaz.(3)

En la época, los intelectuales inmediatamente comprendieron la vinculación entre el drama del español y la fuente alemana: el articulista del Eco del Comercio dijo en su crítica de este drama que no expondría el argumento de esta composición por ser muy conocida del público, y echó en cara al dramaturgo español el haber seguido la obra del alemán y no haber creado un don Carlos más cercano al transmitido por los historiadores, lo que hubiera resultado más original y novedoso, aunque quizás menos dramático (21 diciembre 1836, 2).

José María Díaz, que pretendía hacer una obra original, no traducida, centró el título en el rey y no en el infante, quizás para impedir cualquier conexión en la imaginación popular con el infante don Carlos, hermano de Fernando VII, protagonista de la Primera Guerra Carlista que se estaba desarrollando en aquellos días. Pero cambiar el título en las adaptaciones ha sido siempre frecuente, por la necesidad de acomodarlo a la cultura en cuya lengua se vierte un original.

Díaz también aminoró la extensión de los parlamentos y simplificó la trama, en lo que fue alabado por Larra: «una acción sencilla y un argumento fácil y desembarazado de episodios prueban buen gusto y juicio exacto» (20 diciembre 1836, 2). Porque, hasta qué punto la obra de Schiller era inadecuada para el público español, según lo señalado anteriormente, se manifiesta en esta crítica de Larra, quien todavía en el drama español encontraba excesivamente largas las intervenciones de los personajes, pese a la reducción dicha: «Pero si no hay episodios que embaracen la acción, haylos en los diálogos; superabundancias verdaderas en que el autor ha creído deber ostentar el estudio que de la época ha hecho». Sin ellas, el drama habría parecido más lleno de vida (cfr. 20 diciembre 1836, 2).

El parecido más destacable se encuentra en cierto paralelismo dramático, básicamente esquematizado en cuatro momentos clave: una primera entrevista entre don Carlos y la reina, otra entre don Carlos y Felipe II, una tercera entre el monarca y su mujer, y el encuentro final entre el príncipe e Isabel de Valois, en que son descubiertos y llega el desenlace.(4)

La primera entrevista entre don Carlos y la reina a solas, que en Don Carlos se desarrolla en los jardines de Aranjuez y en el primer acto, en la obra española pasa a situarse en la capilla del palacio en el tercer cuadro. Si en la obra del alemán servía para expresar a través de la reina el concepto de la dignidad y de lo sublime, en la obra del español ideas similares se ofrecen en la consideración, como modelo humano, de santa Isabel de Portugal, con cuyo destino Isabel de Valois se identifica. La reina es quien señala a su hijastro en los dos dramas qué papel le corresponde desempeñar, cómo debe desviar hacia su pueblo el afecto inspirado por ella. De este modo, la pretensión política de don Carlos no se presenta sino como una consecuencia del ánimo por complacer a la reina y, por lo tanto, resulta de carácter subordinado.

El hecho de que en la obra de José María Díaz el rey inmediatamente tenga conocimiento de esta entrevista y el que los cortesanos despierten sus celos va a teñir su posterior encuentro con don Carlos. En cambio, en la obra de Schiller el encuentro se produce sin que por el momento el monarca sepa de la relación existente entre su esposa y su hijo, y las razones esgrimidas para no conceder a don Carlos su petición parecen de índole exclusivamente política.

Sin embargo, el contenido de la escena entre el rey y la reina en ambos casos se produce bajo el efecto de los celos del rey. En el drama de Schiller, sucede después de habérsele entregado el medallón y las cartas encontrados en un cofre de la reina. En este caso la reina acude a él para hacerle saber cómo su cofre ha sido forzado, mientras que en la obra de José María Díaz la reina solicita a su marido una audiencia para apoyar la decisión del príncipe de marcharse de Madrid.

De la última de las cuatro escenas, en la que son descubiertos juntos el príncipe y la reina, destacó el redactor del Eco del Comercio ser exactamente igual a la de Schiller (21 diciembre 1836, 4). Su ejecución, «embrollada», había impedido a los espectadores comprender que se trataba del final, y por eso nadie había aplaudido, aunque tampoco se habían oído chicheos (21 diciembre 1836, 2). Larra estimó esta última escena por ser «delicadísima» en su sentir, aunque respecto a su ejecución pensó lo mismo que el otro crítico (Larra, 20 diciembre 1836, 2).

Sin embargo, quizás el haberle parecido este final de Díaz igual que el del Don Carlos se debió a lo «embrollado» de la interpretación, o a que el texto al que había tenido acceso el crítico de la obra original no era la última versión de Schiller. Porque en esta el príncipe, después de todo el desarrollo dramático, demuestra haber madurado, haber alcanzado lo «sublime» de la teoría schilleriana, tal y como le había indicado su madrastra en el primer encuentro, y se dispone a salvar al pueblo oprimido, lo que significa enfrentarse oficialmente a su padre. Es Isabel de Valois entonces, aquella alma «bella», la que se siente inferior a él, incapaz de alzarse hasta su grandeza masculina. Él la abraza pero sin ceder a sus sentimientos, pues se impone otra obligación más grave que permanecer al lado de la que ama. En ese momento se interpone entre ellos el rey, la reina se desmaya, lo que asusta a don Carlos por creerla muerta, y el monarca encomienda al inquisidor general, de acuerdo con lo pactado, el desenlace,  esto es, la muerte del infante.

José María Díaz, en cambio, concibió que en aquella escena el príncipe solicitara a la reina unas palabras de amor antes de separarse para siempre de ella, e Isabel, que previamente había pensado que solo podría declararle su amor ante un peligro inminente de muerte, creía llegada esta situación cuando aparecía de repente el rey acompañado por los soldados y por un verdugo:

ISABEL: Dios eterno. Están allí...
Carlos, Carlos, yo te adoro.
(Cae arrodillada junto a don Carlos)
CARLOS: Gracias a Dios que existí,
derrama, hermosa tu lloro,
y haz que caiga sobre mí.
FELIPE II: Don Ruy Gómez, allí están...
Ya no soy padre, soy rey.
RUY GÓMEZ: ¡Grande ha sido su desmán!
FELIPE II: Sobre ellos caiga la ley...
¡Dios los salve! (5)
RUY GÓMEZ: Morirán.
(Se adelanta con el verdugo hacia los príncipes y al desenvainar aquel el cuchillo, cae el telón) (ms. Tea 1-32-12A, cuad. 6, 9d).

De toda la riqueza de elementos temáticos presentes en la obra de Schiller, José María Díaz seleccionó solo uno, el de la pasión romántica entre Isabel de Valois y don Carlos, y para mostrarla reunió los recursos que en aquellos momentos el público aplaudía más en el teatro, y baste enumerarlos rápidamente: la acción sucede en un tipo de espacio propio del Romanticismo (el campo de San Isidro, una capilla, los aposentos del príncipe, el panteón de los príncipes en El Escorial). Estos espacios se relacionan con una trama cada vez más opresiva para los protagonistas y cada vez más encauzada hacia la muerte; se intriga al público en el primer acto respecto a la identidad de un personaje que aparece embozado y que se acaba reconociendo como el rey; se aprovecha el recurso de la música para caracterizar al personaje romántico de don Carlos, que canta como cantaba el protagonista de El trovador, personaje que arrebataba al público de entonces; se le atribuyen los fragmentos más claramente poéticos de un drama que ostenta ritmos distintos, al alternarse, según el carácter de la escena, la prosa con el verso en diferentes formas métricas y la música. Además, el tipo de pasión amorosa entre la reina y el príncipe es imposible de satisfacer en la vida terrena y desencadena la muerte de ambos.

Por lo que respecta al tratamiento de la figura de Felipe II, de acuerdo con un recurso ya visto en innumerables obras anteriores a esta –entre las que figuraban las primeras del Romanticismo español, como eran La conjuración de Venecia y Don Álvaro o La fuerza del sino, a los personajes populares se confía una presentación de los protagonistas que sirve de pauta al espectador para encajar en ella el resto del drama. Esa supone una gran diferencia entre los dos dramas, pues el dramaturgo español prefiere introducir a los protagonistas a través de otros personajes que hablan de ellos, mientras que el alemán presenta a don Carlos ante el espectador ya en la primera escena, cuyo contenido esencial, el manifestar la pasión del príncipe hacia su madrastra y la melancolía que su frustración le genera, se traslada en la obra del español a la escena VII del primer cuadro.

Ciertamente, en este drama se reconoce la huella de Schiller, pero también existen aspectos originales y cierta distancia del original en todos los niveles. Esto no era infrecuente en las adaptaciones, más que traducciones, del siglo XIX, como han demostrado cuantos las han estudiado (v. gr. Lafarga, 1999, 2002).

José María Díaz pareció interesado en sortear y mejorar el texto de Schiller por lo que al aspecto histórico se refiere, e introdujo en las primeras escenas datos bien documentados sobre el carácter y la formación de Felipe II, como así mismo sobre su hijo don Carlos. El escritor alemán no se había documentado demasiado en fuentes históricas, sino básicamente en la novela de Saint-Réal, en el trabajo de Brantôme, en la The History of Reign of Philip the Second, King of Spain, de Robert Watson, y en la Historia general de España de Juan Ferreras (Storz, 1964; Acosta, 1996, 63-67). Porque en realidad, Schiller se había acercado a Felipe II para probar  ideas que iban a constituirse en paradigmáticas del Romanticismo y para ejemplificar sus propias teorías estéticas y psicológicas. Así configuró, además de un grupo de personajes históricos y una trama de veracidad problemática (Wertheim, 1967; Vazsonyi, 1991), una amalgama de modelos románticos que se convertirían en paradigmáticos. Cambiando nombres y títulos, presentaba el triángulo amoroso que se explotaría en todo el periodo romántico: una figura poderosa de edad madura, astuta y cruel en alguna medida que arrebata al joven héroe romántico, idealista y tierno, el objeto de su veneración, una mujer por la que experimenta un amor pretendidamente eterno (Schäublin, 1973).

Otra dimensión de la obra era la rivalidad entre padre e hijo, que servía como prototipo de ese enfrentamiento generacional característico de muchas épocas, enfrentamiento, por tanto, de carácter universal. A través de esas relaciones entre padre e hijo, se reflejaban imágenes de representación mutuas: el hombre maduro despectivo con el joven, al que ve inexperto e incapaz. El joven, que se siente ofendido y despreciado, relegado a un plano secundario, subsidiario, durante un periodo de tiempo demasiado largo. El joven ansioso por ser considerado de madurez suficiente para dominar, para decidir. Estas facetas fueron las que resaltó José María Díaz en su Felipe II.

El acto I, que se desarrolla en un lugar abierto, popular, y de ahí la acción pasa, en el segundo, en un espacio cerrado y también típicamente romántico, el de la capilla de palacio, donde tiene lugar preferente una talla de santa Isabel de Portugal. En el cuadro tercero volverán a encontrarse don Carlos y la reina después de que el público haya sabido que ella corresponde al príncipe. Felipe II ya ha sido enterado del encuentro de su hijo con la reina en la ermita y de cómo han llorado al separarse, pero a propósito de esta escena Ruy Gómez de Silva se encarga de encender más los celos del rey, al contarle al rey lo sucedido, algunas palabras sueltas oídas y añadir algunos indicios no verbales que se suman a los anteriores, como la postura y el volumen susurrante de la voz (BHMM, ms. Tea 1-32-12A, cuad. 2, 7d-8a).

En estas escenas se observa que el Felipe II de José María Díaz, ante todo, como marido es un ser vulgar, posesivo; como rey, también vulgar y celoso de su poder, que reacciona con ira ante la perspectiva de que su hijo intente cualquier aproximación a Isabel de Valois o pueda pensar en subir al trono estando él vivo. Por eso no escucha a don Carlos cuando le pide ponerse al frente de los Países Bajos: prefiere tenerle cerca para poder espiar cada uno de sus pasos y castigarlos inmediatamente.

Ahora bien, lo endeble del personaje se aprecia cuando no es capaz de responder con argumentos de peso al príncipe para negarle lo que solicita. Demuestra cobardía y debilidad política cuando se escuda en las decisiones de su consejo, como si careciera del poder soberano (BHMM, ms. Tea 1-32-12A, cuad. 4, 7a). Igualmente, cuando, en vez de afrontar directamente los asuntos en la confrontación verbal, los presenta de modo indirecto, velados bajo la apariencia de ajenos (BHMM, ms. Tea 1-32-12A, cuad. 4, 6c-6d). Sin duda, debió de ser esta una de las razones para que el drama no permaneciera en los repertorios. Lejos de ostentar la fuerza indiscutible de un monarca al que muchos temían, es un rey de tan escasa visión que subordina todo a sus sentimientos.

Cuando Isabel de Valois solicite a Felipe II que deje marchar a su hijo, sí sabrá el rey poner de excusa sus temores respecto a las auténticas pretensiones políticas del príncipe: tiene noticias de que favorece la rebelión de los Países Bajos y teme que, yendo allí, cree mayor confusión. Además, le adelanta cómo le ha acusado de delitos demasiado graves, y debe quedarse para cuando las leyes le reclamen (BHMM, ms. Tea 1-32-12A, cuad. 4, 8a). Pero, pobre también en resortes retóricos, emplea la misma simulación que con su hijo para sondear la posible infidelidad de la reina, y se atreve a ofenderla y a amenazarla, sin escuchar sus argumentos (BHMM, ms. Tea 1-32-12A, cuad. 4, 8b-9c).

La desobediencia del príncipe y la petición de ayuda a distintos nobles para su viaje proporciona a Felipe II ocasión para prenderle, detener a cuantos se ponen en contacto con él y encerrarle en sus aposentos. En el consejo que se celebra en el último acto, el rey hará gala de una hipocresía ausente en el modelo schilleriano. En el texto primitivo, el rey se atrevía a invocar a Dios y a proclamar que el consejo se encontraba reunido solo ante Él, lo que parecía imponer una exigencia de justicia que estaba muy lejos de procurar, en un claro atentado contra el segundo mandamiento (BHMM, ms. Tea 1-32-12A, cuad. 6, 3a). Seguramente fue el censor eclesiástico el que determinó eliminar aquel pasaje, tachado en el manuscrito, para dejar solo el siguiente, en que Felipe II subraya la ingratitud de su hijo para con él, con unas afirmaciones que incluso los historiadores más partidarios del monarca no podrían sino poner en duda.(6)

Llegado el momento de observar a solas al rey, José María Díaz presenta a un Felipe II que parece contestar al drama de Schiller: el espectador asistirá a su concepción de la ley («¿No sabes quién es el rey? / ¿Ignoras tú que la ley es su capricho, cuitado?), a la perspectiva desde la cual mira a los súbditos (¿...y si el pueblo amotinado / a su príncipe defiende, / y en su delirio pretende / darle libertad, osado? / Eso no me da cuidado: / ¿Qué es el pueblo para mí / que rey de España nací?»), a otras posibles consecuencias adversas de su decisión: «cuidado con matallo, que es el más alto vasallo que hay en mi reino [...] ¿Y esta razón bastará / para que viva?», a su egocentrismo: «Antes que nadie soy yo». Así se ve cómo no turba al rey la posibilidad de que se cumpla la escena de Don Carlos en que el pueblo se amotinaba al enterarse de la prisión del príncipe.

Igualmente, el espectador observa su proyecto de acabar también con la reina: «¿Y la reina no es culpada? / ¿Solo Carlos lo será? / También ella le amará, / también será castigada. / ¿Y si la Francia insultada / con esta resolución / arma hueste? El león / que ha medio siglo la humilla / ese león de Castilla / hará trizas su pendón».

Tampoco teme al papa: «Somos amigos los dos / y es tan grande su bondad / que es su ley mi voluntad / pues recuerda que una vez / cierto español su altivez / domó en su propia ciudad?» (BHMM, ms. Tea 1-32-12A, cuad. 6b-8b).

El Felipe II de Schiller, descrito por él mismo (cfr. Kerry, 157, 165), ofrece mayor riqueza y algunas contradicciones que lo humanizan: en su obra se advierte, junto con su afán de dominio, una inseguridad en lo sentimental, provocada  por la conciencia de su vejez —pues, entre otros anacronismos, se le atribuyen sesenta años, frente a los cuarenta y dos que le corresponden por la fecha en que suceden los hechos—; junto con esta inseguridad sentimental, como cede su autoridad a la Inquisición, aunque sea para valerse luego de ella en la ejecución de sus deseos. Al mismo tiempo, sufre por su soledad, por las dificultades de llegar a la verdad entre toda la corte de interesados que le rodea.

El Felipe II de José María Díaz también es consciente del poder de la maledicencia y de los intentos manipuladores de quienes le rodean, por eso procura enterarse por sí mismo de la realidad y se emboza para asistir sin ser conocido al campo de San Isidro en el primer cuadro. Como el Felipe II de Schiller, sufre por verse traicionado, pero menos impetuoso que el monarca descrito por el alemán, en ningún momento descarga su furia en acciones airadas, sino que se esconde en la máscara de la hipocresía y deja siempre a otros cumplir sus designios. Schiller además subraya su violencia en la escena con la reina al descargarla sobre la infanta inocente, a la que llega a empujar, y el desmayo de la reina, en que se lastima, lo ve como un castigo para él por las habladurías que suscitará.

Por otro lado, entre los motivos de permanecer solo tres noches en cartel, el mismo tiempo que otras piezas que pasaban sin pena ni gloria, se debió a la ejecución, juzgada «mala» por el articulista del Eco del Comercio. La mala interpretación de los actores secundarios solía ser tema habitual de crítica. Además, José María Díaz había ideado un drama con una enorme muchedumbre de comparsas: situar la acción en el campo de San Isidro en el primer cuadro exigía un gran tráfico de gentes de todas las condiciones. También la corte requería numerosos nobles de los distintos séquitos, que debían presentarse en escena no solo dignamente vestidos, sino perfectamente preparados y organizados, y el número de ensayos no solía ser el suficiente. En cualquier caso, fuera o no la interpretación el motivo para no haber obtenido mucho éxito, no hay noticias de que el drama se repusiera en Madrid. Años después, Díaz cometió la empresa de recrear nuevamente la figura de Felipe II, pero sin emular a Schiller, en Últimas horas de un rey. Autor y personaje habrían entonces madurado y la perspectiva sería diferente.

Hubo otro escritor que se inspiraría en el drama de Schiller, sin traducirlo, Pedro Calvo Asensio, que blandía un programa político progresista. Aún no había fundado La Iberia, ni participaba en la política más que a través de la prensa, pero tenía claros sus principios, entre los que se encontraba la defensa de la patria, de la religión y de la monarquía (vid. Ojeda, 2001). Estos necesariamente repercutieron en su adaptación del drama schilleriano, cuyo título ya orientaba sobre la perspectiva adoptada.

Felipe el Prudente se estrenó dentro del llamado Decenio Moderado. Seguía existiendo la censura, como queda indicado tanto en el manuscrito conservado como en la primera edición, donde reza haber recibido el permiso del gobernador político el 6 de marzo de 1853 después de pasar por el censor de turno. Sin duda, seguían siendo razones históricas y teatrales las que dificultaban ver una traducción en escena y Calvo Asensio también procuró mejorar ambas.

La influencia del drama de Schiller en el de Pedro Calvo Asensio se manifiesta, como en la obra de José María Díaz, en algunos momentos clave del dramaturgo alemán, que el español rehace con matices diferentes. Si José María Díaz se había centrado en el tema de la pasión amorosa romántica, Calvo Asensio se centró en la rivalidad entre padre e hijo, rivalidad que podría entenderse también como enfrentamiento generacional y, al mismo tiempo, como enfrentamiento entre dos concepciones diversas del poder, de la autoridad y de la sumisión y obediencia debidas. De modo más claro que en la obra alemana, esta rivalidad, absolutamente desigual, se ofrece visualmente a través de un enfrentamiento escénico y después se ratificará a través del juego lúdico y de los códigos verbales (cfr. Ballesteros, 2003, 92-93, 114).

Una de las dimensiones de Don Carlos, fácilmente asumible por los liberales españoles del siglo XIX, se relacionaba con lo político, en sentido amplio: una concepción de las relaciones humanas de tipo jerárquico, según la cual la mayoría ha de obedecer y a uno a solo, el elegido de Dios, le corresponde mandar y gobernar. Tal concepción era la representada por Felipe II. De otra parte, Schiller ofrecía una concepción de las relaciones entre la monarquía y el pueblo en las que cupiera un espacio de libertad individual, concepción representada por don Carlos y compartida por su madrastra Isabel de Valois (Bohnen, 1980; Böckmann, 1982).

Igual que en el drama de Schiller, el hecho de que antes que la perspectiva de Felipe II se muestre la de don Carlos en Felipe el prudente, sirve para predisponer al espectador a favor del joven. Más aún cuando el drama se abre con un diálogo entre los dos consejeros más cercanos al rey, escena en que queda clara su ambición y su inquina hacia el príncipe. Como en la obra de Schiller y en la de José María Díaz, la maledicencia de los cortesanos suscita la desconfianza del rey hacia su hijo y hacia su mujer. En el drama de Calvo Asensio, además, las desavenencias entre Felipe II y su primogénito parecen también consecuencia de una serie de malentendidos en sus relaciones personales, y malentendidos procedentes, a su vez, de la diferencia de caracteres y la divergencia en la forma de pensar de uno y otro, así como en las expectativas frustradas de cada uno de los personajes respecto al otro.

Pero en el drama de Calvo Asensio, los monólogos del rey permiten al público y al lector captar su interioridad y su humanidad, lo que confiere al personaje mayor verosimilitud que el del escritor alemán. Por eso, el público puede apreciar desde el principio las razones de la falta de entendimiento entre padre e hijo y el origen del drama.

Ya se ha dicho que el público conoce desde el principio los móviles del príncipe, lo que le permite interpretar en el sentido correcto sus posteriores gestos ambiguos. Entre ellos se encuentra el momento en que un desesperado príncipe saca una daga para suicidarse y tanto el rey como el duque de Alba lo juzgan un atentado parricida (1853, 74). También, la imprudencia con que —deslumbrado por el brillo del metal— acepta una corona que de modo plástico le regalan los rebeldes flamencos, cuando, en realidad, su intención ingenua es ganárselos para luego entregarle a su padre un reino apaciguado y demostrarle así su afecto filial. Pero, como es lógico, Felipe II, que ha recibido el oportuno aviso y asiste a la escena, entiende la aceptación de la corona como manifestación de una ambición traidora y desmesurada. Del mismo modo, el público entenderá la intención del príncipe de marcharse a la guerra para huir del amor sentido hacia su madrastra y así guardar la lealtad debida al rey al tiempo que le sirve con las armas. Felipe II, en cambio, teme que la destreza adquirida le sirva en el futuro para volverse contra su padre y rey.

Calvo Asensio, más de acuerdo con la historia que sus predecesores, no pinta a un Felipe II anciano, pues contaba treinta y dos años en 1559, sino enfermo. Este escritor quiso aprovechar una situación típicamente romántica y situó el inicio de su drama en 1559, nueve años antes que el momento en que se desarrolla el drama schilleriano: así podía presentar la decepción del príncipe Carlos cuando, creyendo estar a punto de contraer matrimonio con la princesa Isabel de Valois, su padre le comunicaba la resolución de desposarse él mismo con ella, con lo que la esperanza del joven se hundía para siempre. Además, ese amor hacia la infanta había nacido en la infancia de ambos (BN ms. 14181/1, cuad. 1, 10r.), alentado por el emperador Carlos V y luego obstaculizado por nuevas rivalidades entre Francia y España. En la exposición del asunto por parte de don Carlos y en la respuesta escrita que recibe de su antigua prometida, el amor entre ambos parecía haberse desarrollado a lo largo de varios años, durante los cuales ambos habían pasado de ser niños a ser jóvenes. Al situarlo en aquel año, anterior al matrimonio, podía presentar en escena el momento en que don Carlos recibe un medallón como respuesta de Isabel a una carta suya y a su envío de otro medallón, lo que justifica el que luego, como en la obra de Schiller, medallón y cartas sean encontrados en el cofre de la reina (BN ms. 14181/1, 1853, cuad. 1, 15v.).

Las primeras características con que aparece definido en el primer acto de la obra pueden estimarse positivas: se le atribuyen una gran fortaleza de ánimo y una encomiable resistencia al dolor, asombrosa para todos (BN ms. 14181/1, cuad. 1, 4r., 9v.). Junto con este rasgo, aparece otra característica que también puede juzgarse positiva en el rey, como era no ceder ante la enfermedad y mantenerse activo en los negocios del reino: «...ninguna / señal indica en su aspecto / la mejora prematura / de su salud, y ahora mismo / su postración disimula / burlando la fiebre intensa / que le aniquila y abruma, / y en los negocios de Estado / su mente fijar procura» (BN ms. 14181/1: cuad. 1, 10r.).

Corresponderá al príncipe el primer cuestionamiento respecto a otro rasgo del monarca, la obediencia ciega que exige su padre a todos y que se aprecia desde el principio de la obra, pero especialmente en las escenas en que encomienda al duque de Alba el gobierno de los Países Bajos (BN ms. 14181/1: 58v-61r.).

Para los cortesanos del drama schilleriano don Carlos suponía una amenaza en caso de convertirse en rey porque «pensaba» por sí mismo. Pedro Calvo Asensio no llega tan lejos como aquellos cortesanos, que le atribuían la intención de convertirse en protestante, porque en España eso hubiera convertido al personaje en antihéroe, pero este nuevo don Carlos, pese a su juventud e inexperiencia, no será capaz de acatar sin pensar, como el duque de Alba, cualquier orden de su padre, y esa será una de las mayores causas del conflicto, porque para don Carlos el cariño no implica sumisión, mientras que su padre no entenderá y por tanto, no creerá en la existencia del primero, por la falta de la segunda.

Por otra parte, la dificultad del príncipe para entender las intenciones de su padre le demuestra a este su incapacidad para cuestiones de gobierno (BN ms. 14181/1, 31). Juzga cruel la decisión del rey y, cuando se atreve a suplicarle que no se case con Isabel de Valois, demostrará carecer de la entereza bastante para aceptar una posición política por el dolor sentimental que le produce, y él mismo, con su confesión de amar a la princesa, dará nuevos motivos a su padre para despreciarle y dirigirle.

En cuanto a las relaciones que mantiene con la reina Felipe II, se da cuenta en la obra en dos únicas escenas, como en el drama de Schiller, si bien la primera de ellas es de muy distinto signo. Felipe II en el drama de Schiller la encontraba sola en los jardines de Aranjuez y se extrañaba de aquella ruptura de la etiqueta palaciega por sospechosa. En el drama de Pedro Calvo Asensio, por el contrario, Isabel de Valois acude a Felipe II para desahogarse de la soledad en que vive, de la distancia entre la severidad de la corte española frente a la de sus padres. La divergencia en el afecto que cada uno dispensa al otro se advierte en el recibimiento del rey cuando el hujier la anuncia: «Llegad, daréis solaz al pensamiento», y la réplica de ella, «Escaso es el contento / que prestar puede una alma dolorida». Las quejas de Isabel de Valois podrían, a los ojos del espectador, por contigüidad con escenas anteriores, verse como una consecuencia del rigor y la austeridad que el rey tiene por virtudes propias, aparte de su empeño por conocer hasta lo más recóndito de la intimidad de sus súbditos.

De acuerdo con los moldes románticos, la reina se quejará también de sentirse encarcelada con símiles típicos de la época, aparte de verse abandonada por los negocios de Estado y las ocupaciones del rey. Todas estas quejas, aunque no más que «desahogos» de la joven, justifican la crítica publicada en El Clamor Público, cuando denostaba el carácter de la reina.

Por lo que respecta a la otra escena entre ambos esposos, guarda cierto paralelismo con la de Don Carlos, por cuanto se produce cuando el rey duda de la virtud de su mujer, aunque en la obra de Schiller suplicaba al monarca justicia porque le habían robado el contenido del cofre donde guardaba las cartas y el medallón del príncipe. En la obra de 1853, la reina acude a pedir clemencia para don Carlos una vez sabida su detención, y encuentra un marido suspicaz ante sus motivaciones. Ella, orgullosa, juzgará rebajarse el dar algún tipo de explicación ante las acusaciones de su marido, mientras que Felipe II, sin ira, sin la violencia del personaje schilleriano, la herirá con su desconfianza y, como en el caso de don Carlos, con una torcida y suspicaz interpretación de sus gestos. Los defectos que la propia reina reconoce en don Carlos impiden creerla enamorada de él ni parecen pruebas suficientes (BN ms. 14181/1, 101-106r.).
 
La siguiente entrevista del príncipe con Felipe II se produce una vez que el joven ha hablado con la reina y ha recibido de ella, de modo paralelo a como ocurre en el drama de Schiller, tanto la negativa a una relación diferente a la de madrastra e hijastro, como la indicación de que debe mirar más allá de sus propios sentimientos y darse a su patria. El príncipe vuelve a demostrar, frente a la prudencia de su padre, exceso de precipitación; frente a los principios racionales de Felipe II, los emocionales y sentimentales, así que toma la decisión de partir a Flandes con independencia de la opinión paterna. El rey, que supo defender la postura de su hijo cuando se excusó de asistir a la audiencia con los flamencos, le afea a solas esta conducta, y encuentra en ella un argumento para negarle su petición de ir a Flandes al mando de las tropas. Pero el propio príncipe le proporcionará más argumentos, al ser él mismo quien reconozca su incapacidad para los estudios y su falta de previsión y conocimientos para arrostrar lo que ambiciona lograr (BN ms. 14181/1, 64v-68v.). Su ingenuidad con los flamencos convencerá a su padre para estimarle «rebelde como vasallo, / y como monarca inepto» (BN ms. 14181/1, 85r.-86r.).

En un nuevo monólogo de Felipe II vuelve a distanciarse el personaje del de Schiller: el fragmento sirve para demostrar la sed de gloria de este monarca, el sometimiento de sus sentimientos a su voluntad y el dolor que le ocasiona la rebeldía de su hijo. No la ira, sino el dolor, es su reacción ante los sucesos (BN ms. 14181/1, 89v-90v.).

En el cuarto acto, cuando el consejo, reunido, determina la muerte del príncipe por el atentado contra su padre, este se siente desfallecer, hasta el punto de que se le cae de las manos la sentencia de muerte: «¡Pesa tanto este papel! / [...] Si hubo razón / para imponerle tal pena, / su padre no le condena» (BN ms. 14181/1, 98v.-99r.). El bufón Velasquillo aprovecha entonces para remover los celos del monarca, pues en el registro del cuarto del príncipe efectuado por orden del rey, ha encontrado el retrato de la reina, regalado por ella al joven en época anterior al matrimonio con el padre. Este, sin embargo, no imagina que pudiera ser esta la razón para que su hijo lo tuviera, y duda de la fidelidad de su esposa. Su anterior decisión de perdonar al hijo parece titubear, y finalmente ceder y enconarse en la posición contraria cuando la reina pide clemencia. Con todo, a solas resuelve romper el papel de la sentencia.

Solo queda el último acto, donde el drama acaba de apartarse del de Schiller tanto en el perdón al hijo como en no apoyarse en la Inquisición para condenarle: se observará que vence en el rey la voz del padre piadoso a cualquier otro sentimiento o incluso a lo que él entiende como sentido de la justicia y el deber: «Hijo, faltaste al padre; / vasallo, ofendiste al rey; / cristiano, has escarnecido / tu religión y tu fe. / Para ti no ha habido lazos, / dique, ni valla ni ley / que en tu loco desenfreno / no hayan hollado tus pies. / Yo, olvidando mis deberes, / escarneciendo la ley, / obedeciendo al instinto / de padre, acabo de ser / injusto para salvarte» (BN ms. 14181/1, 102). Había decretado su salida de España y espera de él el arrepentimiento, e incluso le ofrece la corona para cuando él falte, en caso de enmendarse (BN ms. 14181/1, 103.)... pero es tarde, románticamente tarde.

Este Felipe II, pues, aparece descargado de todas las muertes arbitrarias que pesan sobre él en los dramas anteriores. Aquí no mata a ningún marqués de Poza. La muerte por veneno, que algunos maldicientes decían que había procurado a su hijo, mediante de una sustancia que actuaba lentamente, es la muerte elegida para el príncipe, pero no es el rey quien la decide, sino el bufón que le odiaba y que sabe cómo inducirle al suicidio para no tener que soportar la supuesta muerte infame. Para el crítico de El Clamor Público, al autor le había ofuscado el deseo de sincerar a Felipe II del terrible cargo que le habían hecho diversos críticos extranjeros al atribuirle el asesinato de su propio hijo, acusación, añadía, que no carecía de verosimilitud (12-IV-1853, 3).

En el desenlace, una vez comprobada la maldad de Velasquillo, la muerte de su hijo, la malquerencia sufrida por la corte, de la que Lerma se hace eco ante el cadáver, Felipe II adquiere una dimensión más severa, según anuncia a todos, a los que obliga a arrodillarse ante el infante, en un gesto autoritario que también le caracteriza y del que no se desdice en todo el drama.

Por lo que respecta al príncipe, en este quinto acto, como en el de Schiller, se observa una evolución positiva, pues en la primera escena parece vivir su encierro con entereza y con una dignidad propias de los grandes personajes del poeta alemán: «Parte, Lerma, y no suspires: / ¿tendré acaso que ser yo / quien te consuele en tus penas / olvidando mi dolor?» (BN ms. 14181/1, 92). Más aún, esgrime el mismo argumento que la María Estuardo de Schiller, y se niega a defenderse ante el Consejo porque: «Para sentenciar a un príncipe / sangre del emperador, / solo un tribunal de reyes / puede ser el juzgador. / Condénenme si les place, / pero un príncipe español / antes recibe mil muertes / que admitir la humillación» (BN ms. 14181/1, 93).

Pero aún se advierte cómo su cortedad mental es mayor que la astucia de sus enemigos, y el bufón Velasquillo consigue arteramente que se tome un veneno para evitar una muerte más afrentosa.

Si Pedro Calvo Asensio había elegido para el primer acto una situación típicamente romántica, repite el recurso en el desenlace, cuando, ya víctima del veneno y por lo tanto demasiado tarde, llega su padre con el perdón. El crítico del periódico El Enano decía que el desenlace se separaba de la historia, lo que indica la idea que el público culto español tenía del modo de producirse la muerte de don Carlos.

El crítico de El Clamor Público, al estrenarse la obra, dijo que el argumento del drama se fundaba en el conocido, aunque diversamente juzgado, suceso trágico del príncipe don Carlos, y empezó por señalar que su principal defecto era la falta de interés de su protagonista, cuyas pasiones no se granjeaban las simpatías del público, por carecer «de esa elevación, de esa vida que distingue a las producciones notables» (en El Clamor Público, 5 abril 1853, 3). En su sentir, faltaba movimiento a la acción era lánguida, había entradas y salidas injustificadas y un bufón al que se encomendaba una parte importante de la trama le parecía del peor gusto. Con todo, reconocía varias situaciones interesantes en los últimos actos. En cambio, el crítico de El Enano entendía que el drama estaba conducido con interés e inteligencia y que en él podían verse escenas de bastante efecto, aunque el género del drama le parecía «demasiado sentimental y triste» (5 abril 1853, 2).

En el periódico La Ilustración se aseguraba que la obra había tenido gran éxito. También el crítico de El Enano se hizo eco de cómo con sus aplausos el público había llamado al autor a escena la noche del estreno, aunque no pudo hacerlo por no encontrarse presente. El drama se representó siete noches seguidas, del 1 de abril al 8 del mismo mes solo tenemos noticia de que se repusiera un año después de muerto su autor, en el teatro Novedades, los días 3 y 4 de mayo de 1864, como cierre de la temporada del teatro, que no abriría sus puertas hasta la temporada invernal.

Todavía en estas fechas las obras de éxito mediano apenas alcanzaban las cinco representaciones seguidas, aunque solían reponerse y no fue el caso de esta obra, que solo se repitió al año siguiente de morirse su autor, quizás a propósito de lo comentada que fue su figura por esas fechas. Hay que tener en cuenta que en este momento del siglo XIX había en Madrid abiertos al menos ocho teatros comerciales, frente a los dos únicos principales de quince años antes, y el público se repartía más entre ellos.

El día 12 de abril, El Clamor Público insertó en sus páginas una extensa crítica de la obra, contra la que arremetía casi exclusivamente desde el punto de vista histórico, pero no por eso desde un punto de vista imparcial. Redactada la crítica, indudablemente, por un detractor de Felipe II, juzgaba que en la obra se le presentaba como un «monarca rígido, pero dotado hasta cierto punto de un corazón generoso, que sabía hermanar las necesidades de la política con los deberes de la religión». En el caso de los tres personajes históricos protagonistas, no encontró lo que buscaba, y quizás por eso no pudo reconocer la verosimilitud impresa en aquellos seres. En el infante don Carlos no encontraba ni el reflejo de aquellos historiadores que lo encontraban lleno de nobles prendas, ni el de aquellos otros que lo habían pintado como díscolo y aun degenerado.

Schiller se dejó a un lado. Se juzgó la obra como si se tratara de un ensayo histórico, pero este hecho indica hasta qué punto importaba en los espectadores encontrar en los dramas reflejados los hechos históricos tal y como popularmente se conocían, y sirve también para entender que fuera este mismo público, y no solo una censura gubernamental la que dificultara ofrecer una traducción o adaptación del drama alemán.


NOTAS

(1) Manuscrito conservado en la Biblioteca Nacional de España (Madrid). A partir de aquí BN léase como Biblioteca Nacional.
(2) Tomás de Sancha y González de Castro (Madrid, 1805-Madrid, 1858). Tras estudiar Filosofía en el colegio de Doña María de Aragón, se doctoró en Leyes por la Universidad de Alcalá. Abogado de los Reales Consejos y del Colegio de Madrid, el 9 de diciembre de 1836 fue nombrado oficial de la Biblioteca Nacional, donde permaneció veintidós años. También fue bibliotecario y miembro numerario de la Real Academia de la Historia desde 1847 (Durán, 1872, 16-17).
(3) Los manuscritos que debieron de emplearse para el estreno se conservan en la Biblioteca Histórica Municipal de Madrid (a partir de ahora, BHMM). Seguramente el designado como ms. Tea 1-32-12A, sea el texto primitivo que se envió para ser censurado, dadas las correcciones que se advierten en él y que se asemejan a las de otros manuscritos censurados de la época. Está formado por seis cuadernillos, uno por cada uno de los cuadros del drama, de doce pliegos el primero, ocho el segundo, el cuarto y el quinto, diez pliegos el tercero y nueve el cuarto. En la cubierta del primero, se leen las iniciales de José García Luna, así como en el tercio inferior las del apuntador José López y la fecha de 1836. Se indica también que el coro que canta este drama es de Luis onceno, drama muy del gusto de la época. En la tercera cara del primer pliego aparece el reparto del estreno. El ms. Tea 1-32-12B, debió de ser empleado por el apuntador del foro Ramón de Salazar, cuyas iniciales aparecen en la cubierta del primer cuadernillo. Carece de reparto pero contiene las indicaciones escénicas y lúdicas pertinentes. Las modificaciones y enmiendas del texto coinciden con las del ms. Tea 1-32-12A. En cuanto al ms. Tea 1-32-12C, asignado seguramente al primer apuntador José Nicolau, dado que sus iniciales se leen en las cubiertas, parece una copia en limpio de los anteriores, aunque también en él se modifica el desenlace, como en los otros.
(4) El Eco del Comercio señaló las dos escenas entre don Carlos y la reina como bien versificadas y como lo más hermoso y destacable del drama, aunque el último diálogo no estaba tan bien colocado y por eso no había causado el mismo efecto en el público (21 diciembre 1836, 2).
(5) En los tres manuscritos se tacha la intervención primitiva del rey, «Dios perdona», para sustituirse por esta otra. El que la corrección se efectúe también en el ejemplar que parece una copia en limpio de los otros y que pasara a la edición, podría indicar que no fue obra del censor, sino de los ensayos o de la voluntad del autor.
(6) Interpretación distinta a la ofrecida aquí es la de González Subías (2004, 239), con cuyo estudio difieren también otros puntos del presente trabajo.

 

MANUSCRITOS Y EDICIONES DE OBRAS TEATRALES CITADAS EN TORNO A FELIPE II

CALVO ASENSIO, Pedro, Felipe el prudente, BN ms. 14181/1.
–– Felipe el Prudente, Madrid, Imprenta de C. González, 1853.
DÍAZ, José María, Felipe II, BHMM mss. Tea 1-32-12A, B y C.
–– Felipe II, Madrid, Burgos, 1837.
–– Últimas horas de un rey, Madrid, Imprenta S. Omaña,  1849.
SCHILLER, Friedrich, Don Carlos, Prince Royal of Spain, Londres, W. Miller, 1798.
–– Don Carlos, infante de España, trad. Eduardo Delius, BN mss/12977/36.

 

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–– «Teatros», La España, 45 (14 de agosto de 1837), 1-2
–– «Revista de teatros», La Ilustración, 214, (2 de abril de 1853), 134.
–– «Felipe el Prudente en el Teatro del Príncipe», El Enano, 110, (5 de abril de 1853), 2.
–– «Sección literaria. Revista de teatros», El Clamor Público, 2679 (12 de abril de 1853), 3.
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