2007


IMÁGENES DE LA TRADUCCIÓN Y RELACIONES INTERARTÍSTICAS
Ana Lía Gabrieloni

Centro Interdisciplinario de Estudios Europeos en Humanidades (CIEHUM)
Facultad de Humanidades y Artes
Universidad Nacional de Rosario


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Algunos años antes de pintar el cuadro Homenaje a Cézanne (1910), Maurice Denis le dedicó al precursor del cubismo un texto que el artista, historiador y crítico del arte inglés, Roger Fry, había traducido y publicado en la Burlington Magazine, de la cual era coeditor. El texto culminaba con una frase de Denis sobre la imposibilidad de «traducir» la inolvidable experiencia que suscitaba la visión de una obra de Cézanne: «Toda la magia de las palabras no alcanzaría para traducir, a quien nunca la haya experimentado, la inolvidable impresión que provoca la visión de un buen Cézanne. El encanto de Cézanne no puede describirse [...]».(1) Las alusiones a la insuficiencia del lenguaje para describir una imagen pictórica o mencionar las ideas y sensaciones que ella suscita abundan en los textos modernos de crítica de arte desde Denis Diderot hasta las exploraciones estéticas del impresionismo durante el último tercio del siglo XIX, cuando fue necesario que los escritores-críticos se esforzaran en hallar e inventar nombres y definiciones para acompañar las nuevas formas artísticas, formas que exigían ser reconocidas por el público, pese al asombro y, a veces, hasta la indignación que experimentaba ante las mismas.(2)

En sus Salones, Diderot se propuso compensar por medio de descripciones ecfrásticas la ausencia de reproducciones visuales de las obras que comentaba. Sin embargo, para mencionar un ejemplo, al referirse a los cuadros de Joseph Vernet del salón de 1763, admite que estos trascienden las palabras, ya que exigen ser vistos para ser apreciados por completo.(3) Asimismo, en los «Pensées détachées sur la peinture, la sculpture, l'architecture et la poésie pour servir de suite aux Salons», afirma que algunas de las sensaciones que suscitan las bellas artes quedan al margen del lenguaje.(4) Insuficiencias del mismo orden reaparecen también manera explícita en los encomios que Charles Baudelaire dirigió a los cuadros de Eugène Delacroix.(5) Y, en Le peintre de la vie moderne (1863), Baudelaire llega a decir en relación con el arte de Constantin Guys que «es difícil para la simple pluma traducir un poema semejante, hecho de mil croquis, tan vasto y tan complicado».(6) Para Baudelaire, Guys es un artista que «traduce» sus propias impresiones y el espectador de su obra, por consiguiente, «el traductor de una traducción siempre clara y embriagadora de la vida exterior».(7) Es probable que el uso del término «traducción», en los textos de crítica de arte de Baudelaire, sea un recurso destinado a resolver la muy polémica dualidad de la época entre imitación e imaginación a favor de esta última y sirviera de analogía para la interpretación creativa (ya fuera del artista respecto al modelo o la realidad, o del receptor respecto a la obra) más que para la fidedigna.(8)

De manera parecida a los paralelismos entre artistas y traductores, entre obras plásticas y traducciones, contenidas en las reflexiones anteriores sobre la pintura, hallamos analogías en la dirección inversa en algunas reflexiones sobre la traducción, donde se la compara con la pintura, los cuadros y los colores, o a los traductores con los pintores.

A mediados del siglo XVI, Joachim du Bellay se refiere a las similitudes de la traducción de la grandeza del estilo, la magnificencia de las palabras, la audacia y la variedad de las figuras de la poesía con la pintura de un retrato que aspira a representar, además del cuerpo, el alma.(9) A fines del siglo siguiente, John Dryden acompaña su traducción al inglés de la obra de Charles Alphonse du Fresnoy De arte graphica con un prefacio que está al servicio de las equivalencias entre la poesía y la pintura. En él, Dryden afirma que la expresión y las palabras son en la poesía como los colores en la pintura y que el fin del poeta es alcanzar la perfección de las palabras tal como el del pintor es alcanzar una perfecta combinación de los colores.(10) En la introducción a su versión en inglés de la Ilíada, Alexander Pope (1715) se lamenta de que Dryden no viva para ser el traductor de Homero e inscribe sus reflexiones sobre la traducción en la misma zona de intersección entre palabras e imágenes que había explotado el traductor de Virgilio y Plutarco. Para Pope, la Ilíada es el mejor cuadro que pueda haberse concebido sobre la Antigüedad y Homero, un pintor «cuya expresión es como el color de algunos grandes maestros, que se encuentra esparcido con firmeza y ejecutado con rapidez».(11)

En la secuencia de las reflexiones analógicas entre traducción y pintura destaca, por la recurrencia de las comparaciones, el prólogo con el que Bartolomé Mitre presentó su traducción de la Divina Comedia del Dante, publicada en Buenos Aires en 1891. Mitre sostiene que una buena traducción ha de ser como un cuadro que logra imitar la naturaleza en lo que ésta tiene de vital, procurando «darle el colorido de la vida, ya que no le es posible imprimirle su movimiento». La interpretación «poética y matemática», al mismo tiempo, que subyace a la traducción en verso de un poema, debe componer un cuadro «análogo, si no idéntico» al original, seleccionando en «la paleta de los idiomas» las palabras como el pintor selecciona sus tintas y mezclando los colores según convenga.(12) Más de medio siglo después, será Alejandra Pizarnik quien renovará las equivalencias entre la traducción y la pintura a propósito de Antonin Artaud. Convencida de que la obra de un escritor como Artaud debe ser considerada en relación con su biografía, dado que en una obra semejante «el verbo se hace carne», Pizarnik afirma que «leer en traducción al último Artaud es igual que mirar reproducciones de los cuadros de Van Gogh».(13)

Una extrapolación más extensa de conceptos estéticos al campo conceptual de la traducción permite observar que los dos modelos de traducción implícitos en las comparaciones de estos dos escritores argentinos se corresponden con dos modelos diferentes de representación pictórica. El prefacio de Mitre propone que la traducción es una copia del texto original, cuyo equivalente en la pintura sería la naturaleza. Para Pizarnik, la traducción de ciertos autores se asemeja a las reproducciones de obras de arte logradas por medio de recursos técnicos.

El símil de esta última remite casi con naturalidad a las ideas de Walter Benjamin sobre la obra de arte en la época de su reproducibilidad técnica («incluso en la reproducción mejor acabada falta algo»), aunque quien haya visitado el museo Van Gogh de Amsterdam probablemente coincidirá en que la afirmación de Pizarnik es más problemática de lo que se propone ser y, al mismo tiempo, más condescendiente con la traducción de lo que la escritora hubiera deseado al referirse a los textos de Artaud.(14) Lo digo porque la observación directa de las pinturas de Van Gogh, de aquéllas cuyas reproducciones hayamos contemplado con mucha frecuencia (como el retrato de la habitación del artista, por ejemplo), puede provocar cierta perplejidad cuando se atiende su carácter de obras únicas y originales emplazadas dentro de un museo. Dos factores favorecen esta sensación de perplejidad: la potencia visual con la que se impone la superposición de todas las veces que hemos visto la misma imagen sobre otros soportes y, sobre todo, el hecho de que la mayoría de tales pinturas están enmarcadas y protegidas por un vidrio que impide tener una percepción inmediata, sin esfuerzo de concentración, de la rotunda materialidad de las pinceladas ejecutadas por Van Gogh. Los efectos de la acabada superficie del vidrio que preserva y mantiene intactos esos cuadros, efectos que suscitan algún tipo de confusión —por efímera e instantánea que sea— entre los originales y las reproducciones, podrían compararse con los de las buenas traducciones, que nos hacen olvidar que son la reproducción en otra lengua de un texto original, cuya trascendencia se proponen asegurar (como se pretende asegurar la de la obra de arte con el vidrio protector y el museo en su totalidad).

Por encima de las diferencias literarias e históricas, así como estéticas y biográficas (y, en última instancia, ideológicas), que se desprenden de las semejanzas concebidas por Mitre y Pizarnik, se comprueba que ambos, al igual que el resto de los escritores citados en las páginas anteriores, recurren a una analogía con la pintura para intentar definir ese «algo» que haría que un original no quedara «perdido en la traducción». Para expresarlo en los términos que Paul Valéry utiliza en el prefacio de su versión de Las bucólicas de Virgilio: que la traducción no sea una mera disección anatómica del original.(15) Cuando las analogías se extienden en la dirección inversa, es decir, para definir en qué consiste la «traducción» de un imagen en palabras, tal como ocurre en la crítica de arte y la escritura ecfrástica en general, los objetivos de semejante traducción terminan próximos a los de la pintura: se trata de sustituir un original por medio de una representación verbal o visual, tratando de que la sustitución pase inadvertida. La traducción exacta con palabras de una imagen, de manera que la descripción se convierta en su doble verbal, remite al concepto de enargeia, un topos que está en los orígenes de la escritura ecfrástica, la cual, a su vez, está situada en el centro de la historia del arte, del mismo modo que la traducción interlingüística lo está en el centro de la historia de la literatura.

Los diversos textos y autores que acabamos de mencionar pueden parecer auspiciosos para pensar comparativamente la écfrasis y la traducción en términos históricos. Y es posible también que la teoría de la écfrasis —sus modelos de análisis e interpretación— pueda beneficiarse de algunas orientaciones procedentes del estudio teórico y crítico de la traducción. Sobre todo, quizá, para salir del restringido y altamente especializado campo donde se le presta especial consideración: el de los estudios clásicos tanto de literatura como de arte, así como los estudios de literatura comparada (James A. W. Heffernan lo señala con una elocuente imagen: «en la jaula de grillos del discurso crítico contemporáneo, la écfrasis es un espécimen antiguo y, no obstante, sorprendentemente desconocido».)(16) La traducción, en cambio, cuenta con una acervo de investigaciones que parecen haberse abierto desde la lingüística hacia los estudios culturales, antropológicos, etcétera. Sin embargo, frente a los beneficios que representa para el estudio de la écfrasis situarla en una perspectiva comparativa con respecto a la traducción, no me queda muy claro si los beneficios podrían ser los mismos en la dirección opuesta. En todo caso, la comparación por analogía y su complementario, la comparación por diferencia, debería otorgarnos una mayor comprensión de cada una de estas prácticas desde perspectivas menos transitadas, como la desarrollada por Ernst-Peter Schneck (1999) en un trabajo que publicó en el número especial de Word & Image dedicado a la écfrasis.

Schneck propone desplazar la definición de écfrasis que se considera canónica en la modernidad («la descripción de una obra de arte visual») por la de «traducción» de ciertas propiedades y efectos desde un medio (en términos generales, el visual) a otro (el verbal), es decir, por la «traducción de un modo de experiencia a otro modo de experiencia».(17) Al hacerlo, intenta extender el alcance de la écfrasis al territorio de las prácticas culturales (territorio en el que se ha inscrito desde hace tiempo la traducción), mucho más allá del límite al que parece confinarla el estudio de las relaciones específicas entre la literatura y la pintura propias de la tradición del ut pictura poesis.

En el interior de dicha tradición se entreteje la historia de las sucesivas interpretaciones de la écfrasis, en la que la aportada por Schneck, como las precedentes, tiene consecuencias desde el doble punto de vista de la consideración de la écfrasis como concepto crítico y la comprensión de su naturaleza y su práctica.(18) Una muy breve síntesis de tales interpretaciones debe partir obviamente de la cultura helenística, cuando el término griego, ekphrasis, correspondía a una descripción de una escena o un objeto, con el fin de hacer evidente con palabras aquello que estaba ausente. En torno a la época de las Eikones de Filostrato, hacia el siglo II d. C., parece haberse ya instalado un uso más restringido del concepto, asociado con la descripción de obras de arte. Hacia mediados del siglo XX, el vasto pasado retórico de esta figura—en el que ocupa un lugar prominente la descripción del escudo de Aquiles en la Ilíada (XVIII, 478-607)— sufre una profunda reinterpretación con la teoría de Leo Spizter (1955), en la cual la écfrasis adquiere el carácter de género literario.(19) Algunos años más tarde, Murray Krieger (1967) la eleva a un «principio general de la poética».(20) Los trabajos de los últimos años, entre los que cabe mencionar Ekphrasis. The Illusion of the Natural Sign del mismo Krieger (1992), Museum of Words: the Poetics of Ekphrasis from Homer to Ashbery de James W. A. Heffernan (1993), «L'illusion d'ekphrasis» de Michel Riffaterre (1994); «Ekphrasis and the Other» de W. J. T. Mitchell (en el conocido libro Picture Theory: Essays on Visual and Verbal Representation, 1994), así como las compilaciones de varios autores, entre las que se pueden citar Icons-Texts-Iconotexts. Essays on Ekphrasis and Intermediality, editado por Peter Wagner (1996), Reading Images and Seeing Words, editado por Alan English y Rosalind Silvester (2004), y On Verbal / Visual Representation, editado por Martin Heusser y Michèle Hannoosh (2005), han confirmado este trayecto interpretativo de la écfrasis desde la retórica a la teoría poética y el sistema de los géneros.

Podemos pensar que la noción de traducción ha ofrecido una suerte de punto fijo teórico a las errantes interpretaciones y aplicaciones de la écfrasis, una residencia provista con espejos, así como múltiples puertas, corredores y pasadizos constituidos por los innumerables «vasos comunicantes» entre la traducción y la totalidad de nuestra cultura. La inabarcable extensión de este último fenómeno —el de las intervenciones de la traducción en innumerables aspectos de nuestra cultura— hace que sea imposible recorrer exhaustivamente en este trabajo la historia de los usos analógicos, metafóricos y otros de la noción de traducción a lo largo de la tradición del ut pictura poesis. Sin embargo, cabe constatar que, cuando la analogía histórica entre las palabras y los cuadros, la escritura y la pintura, se consuma definitivamente durante el siglo XIX, Théophile Gautier y Joris-Karl Huysmans recurren al concepto de «transposición» entre las diferentes artes, mientras que Baudelaire concibe su teoría estética centrada en la imaginación sobre la base de los conceptos de «traducción» y «traducir», ya sea desde la vida a la poesía y la pintura o desde un cuadro a la prosa de arte. Baudelaire aplica el concepto a las producciones visuales o verbales creativas, aquellas que alcanzan una existencia propia, independiente del modelo (si es un cuadro) o del cuadro (si es un texto), en tanto que rompen las ataduras referenciales tradicionales. Recordemos que estas ideas lo llevan a proponer que un soneto o una elegía serían la mejor crítica de un cuadro.(21) No se trata de cualquier soneto o elegía, sino de poemas ecfrásticos, donde —vale aclararlo— la relación entre «traducción» y pintura no responde a la que planteaba Mitre, sino Pizarnik: la «traducción» con palabras de un cuadro perseguiría la ilusión de toda traducción interlingüística, que es desplazar el original.

Esta coincidencia nos situaría, no obstante, frente a una diferencia sustancial entre traducción y écfrasis. Una buena traducción no otorga al texto original el tributo que la écfrasis paga a la obra que refiere a cambio de ocupar su lugar: la écfrasis, según Michael Riffaterre, siempre es una versión en superlativo de la imagen original y, por lo tanto, difiere de la traducción entendida como equivalente.(22) Con todo, algunos teóricos han sostenido una posición distinta: cabe recordar el programa de estética comparada entre las artes de Étienne Souriau. Souriau, desprovisto de los salvoconductos que la semiología contemporánea otorgaría para atravesar las fronteras entre los diferentes lenguajes artísticos, lo formuló con la premisa de que las correspondencias interartísticas son «muy semejantes a una traducción».(23) Claus Clüver ha coincidido en tiempos recientes con este último y argumenta a favor de la transferencia de significados entre dos obras pertenecientes a sistemas sígnicos distintos, dado que la traducción intersemiótica depende tanto de la «interpretación» como la traducción interlingüística.(24)

En cualquier caso, desde una perspectiva comparativa, las posibles vinculaciones entre écfrasis y traducción exigen considerar los cruces entre las historias que dan cuenta de su respectiva existencia: la del arte y la de la literatura. ¿En qué puede consistir concebirlas a partir de tales prácticas de escritura? Sin duda, uno de los elementos que se reconocen en ambas historias es lo que podríamos definir como «tradición de la sospecha». Me refiero a la tradicional costumbre de sospechar del texto traducido y del texto ecfrástico, de poner en duda su fiabilidad o su correspondencia, que ha llevado a los más entendidos, los más meticulosos o los más desconfíados a la búsqueda del texto original o a la necesidad de restaurar la visión de la imagen ausente. Esta tradición está presente en el ámbito de la traducción al menos desde que el Aretino criticó severamente en el siglo XVI la versión latina entonces al uso de la Ética a Nicómaco de Aristóteles y tiene algunos episodios paradójicos en el ámbito de la écfrasis, como la abundancia de representaciones imaginarias del escudo de Aquiles desde fines del siglo XVII hasta principios del siglo XX, un auténtico tour de force sobre la consistencia visual de la famosa descripción del escudo del canto XVIII de la Ilíada.

En un artículo anterior, «Écfrasis, traducción, transposición», he abordado las posiciones encontradas de dos escritoras modernas con respecto a dicha tradición de la sospecha.(25) Más allá de las distancias temporales, Mme. de Staël (1766-1817) y Virginia Woolf (1882-1937) tuvieron en común su inclinación por atravesar las fronteras del mapa cultural de una parte de Occidente —Francia, Alemania, Inglaterra, Rusia—, actitud que las condujo a reflexionar sobre los límites que las diferentes lenguas imponen a la circulación y la recepción de los textos y sus posibles lecturas. Ambas, asimismo, estuvieron en el centro de grupos con una gran influencia en la circulación de ideas y prácticas estéticas en la Europa de su tiempo: el grupo de Coppet y el círculo de Bloomsbury.

Las entusiastas reflexiones de Mme. de Staël en «De l’esprit des traductions» (publicado un año antes de su muerte en la revista milanesa Biblioteca italiana) son el reflejo de un tiempo tan cautivado por los autores de la Antigüedad clásica como por las versiones de clásicos y modernos en lengua vernácula, en las que se traslucen tanto el protonacionalismo como las aspiraciones cosmopolitas de los primeros románticos. En este contexto —el de una época donde nace un caudal de traducciones sin precedentes al tiempo que emergen las visiones «nacionales» y «universales» de la literatura, no necesariamente contrapuestas—, no debe sorprendernos que la autora de Corinne ou l’Italie afirme que las traducciones de poetas extranjeros son un medio eficaz para preservar la propia literatura de la decadencia en la que la precipitan los «giros banales» sobre lo mismo.(26) Staël propugna así atravesar las fronteras territoriales, que muchos consideraban subyacentes a las fronteras interartísticas que el Lacoonte de G. E. Lessing había exaltado algunos años antes.(27) El cosmopolitismo estético que defendía no era muy distinto del que defendían los demás miembros del grupo de Coppet (Constant, Sismondi, Bonstetten...), todos traductores, entre los que se encontraba el filólogo y crítico literario August Schlegel, autor de celebradas versiones al alemán de obras de Shakespeare y Calderón.(28) Sin embargo, el «espíritu de la traducción» no soplaba a principios del siglo XIX en la misma dirección que el de las transposiciones interartísticas.

Por otra parte, el «espíritu de la traducción» tampoco alcanzaría a conmover a Virginia Woolf en un contexto muy distinto. ¿Puede que las casi dos décadas que Roger Fry (1866-1934) dedicó a la traducción de Stéphane Mallarmé al inglés influyeran para que su gran amiga y biógrafa póstuma se enrolara en la mencionada tradición de la sospecha? En una época que estaba lejos del optimismo decimonónico —basado en la creencia de que cada texto o cada imagen se prestaba transparente a su transposición, traducción o explicación— y en la cual arreciaban las indescifrables poéticas simbolistas y de la abstracción pictórica, Woolf escribe «On Not Knowing Greek» (1933) con el convencimiento de que todo un tiempo histórico, con toda su cultura, puede permanecer oculto al lector tras un renglón de traducción. El lector común de Woolf (el que no sabe griego antiguo) se pregunta una y otra vez si lo que está leyendo es lo que se escribió originalmente. Para saberlo, sugiere la autora, sería necesario, en primer lugar, disipar la espesa y húmeda niebla de Inglaterra con el fin de concebir el cálido sol que brilla en Grecia. Sin embargo, dado que ello es imposible, el lector debe conformarse apenas con una imagen de la realidad y no con la realidad misma. Woolf no fue la primera en enunciar semejantes resquemores: habían estado presentes, por ejemplo, en el pintor Eugène Delacroix, quien expresó su desconfianza hacia la traducción de poemas pertenecientes a otra época, ya que el obstáculo para dar una idea exacta de los mismos —sostenía el artista— no reside en la diversidad de las lenguas sino en el tiempo (esto es, el Zeitgeist) que separa al traductor del autor.(29) Más recientemente, el escritor inglés Charles Tomlinson retoma este problema clásico concerniente a la traducción (cuyo equivalente en relación con la écfrasis es otro problema no menos clásico: el de la representación) y lo enmarca en lo que llama la «confrontación» del escritor-traductor con su propio tiempo [his given moment] y el desafío que presenta, en consecuencia, un texto original: «la transmisión de una civilización».(30)

Si trasladamos las opiniones de Mme. de Staël y Virginia Woolf al plano que nos interesa, el de las articulaciones entre las historias de la literatura y la pintura a partir de sus expresiones por medio de la traducción y la écfrasis, y las consideramos en el seno de la tradición del ut pictura poesis, comprobaremos que el grado de confianza o desconfianza en ambas hacia las transposiciones entre las imágenes y las palabras es independiente de la confianza o desconfianza hacia la traducción interligüística. Por un lado, es evidente que no existe un correlato entre el interés de Mme. de Staël por atravesar las barreras idiomáticas y culturales, y la preceptiva estética todavía dominante en su época (compartida por Lessing, Diderot, Joshua Reynolds o Edmund Burke), que alentaba a una clara definición de los límites (y lenguajes) respectivos de las artes; por el otro, también lo es el recelo de Woolf hacia las transposiciones textuales entre diferentes lenguas en medio del entusiasmo con el que el círculo de Bloomsbury y las vanguardias europeas se entregaban a los intercambios interartísticos.(31) Estas asimetrías, y otras muchas que podrían mencionarse en la historia de la literatura y el arte europeos desde fines del siglo XVIII a mediados del siglo XX, pueden darnos la impresión de que todo intento de un abordaje comparativo de la traducción y la écfrasis resultará infructuoso.

Con todo, un recorrido atento por algunos textos puede depararnos sorpresas. Si se analiza el grupo de Coppet, por ejemplo, cabe reseñar que Schlegel, en un diálogo sobre la pintura publicado en la revista Atheneum en 1799, fue uno de los primeros en formular un programa antilessingiano que defendía el libre cambio entre las artes.
(32) Asimismo, la propia posición de Mme. de Staël respecto a la teorizaciones estéticas dominantes sobre las artes a principios del siglo XIX apuntaba hacia la búsqueda de un principio unificador más que hacia el establecimiento de diferencias. En los escritos de De l'Allemagne (1813), reconoce el mérito de Lessing al razonar en el Laooconte sobre los «temas que corresponden a la poesía y la pintura», pero considera que la figura auténticamente revolucionaria en el campo de la estética es Winckelmann, puesto que, a su juicio, «la poética de todas las artes [de los griegos] se reúne bajo un mismo punto de vista en los escritos de Winckelmann, y todas ganan»; y añade que, gracias a él, «hemos comprendido mejor la poesía por la escultura, la escultura por la poesía, y se nos ha conducido a través de las artes de los griegos hasta su filosofía».(33) En otras palabras, los románticos del grupo de Coppet, un influyente núcleo de traductores, parecen haber sido bastante más flexibles sobre las relaciones interartísticas que algunos de sus contemporáneos, en paralelo con su flexibilidad y cosmpolitismo sobre las relaciones entre las distintas literaturas nacionales.

En lo que concierne al círculo de Bloomsbury, resulta extraordinariamente interesante el caso de Roger Fry. La triple condición de este crítico e historiador del arte, artista y traductor lo convierte en un objeto de estudio privilegiado para insistir en una perspectiva comparativa entre traducción y écfrasis poética. Admirador de la temprana pintura italiana y la del diecinueve francés, fue quien introdujo en Inglaterra la pintura de los posimpresionistas (término que él mismo acuñó) por medio de dos polémicas exposiciones que organizó en la primera década del siglo pasado.(34) Asimismo, fue el traductor de la poesía de Mallarmé, de quien cabe recordar que, a su vez, había traducido al francés no sólo los versos de E. A. Poe, sino también la diatriba del pintor James Mc Neill Whistler (1885) en contra de John Ruskin, «The Ten O’Clock Lecture».

La introducción con la que Fry acompañó sus versiones al inglés de Mallarmé, publicadas en 1921, formula una teoría poética que toma prestados algunos principios de la pintura, pero que está al servicio de afirmar la traducibilidad del máximo exponente del simbolismo francés en literatura. La traducción y la pintura se invocan en este texto para fundamentar qué es lo esencial de un texto poético: el «efecto vibratorio» entre las «auras» de las palabras, que conforman «secuencias de imágenes verbales complejas» y tiene el poder de permanecer en la mente una vez finalizada la lectura del poema. Fry encuentra que el efecto acumulativo de las «auras» —el «efecto vibratorio» determinado por las asociaciones entre las palabras, su resonancia— es asombroso en el caso de la poesía mallarmeana. Tratándose de palabras que designan objetos comunes, señala Fry, uno de los mayores logros de Mallarmé es haber conferido a las mismas una vibración poética extraordinaria.(36)

Advertimos de inmediato que tales ideas sobre las «vibraciones» entre las palabras que componen un espacio poético derivan de la teoría de los colores, teoría que explica cómo el grado de proximidad entre complementarios determina su «expansión» o «contracción», según los términos que el mismo Fry utiliza para establecer una analogía tácita entre las «auras» alfabéticas y las cromáticas a lo largo de la introducción a la que nos referimos. En relación con la capacidad de Mallarmé para agotar las posibilidades poéticas de los objetos más triviales o cotidianos (es decir, para agotar las asociaciones —«vibraciones»— entre las palabras que designan objetos semejantes), Fry propone una comparación con los cuadros que representan naturalezas muertas o bodegones, donde los elementos más simples también pueden adquirir una apariencia exquisita y un valor estético. Esta comparación adquiere un profundo carácter histórico si se analiza en el marco de la tradición del ut pictura poesis, puesto que sería una reafirmación de uno de los fenómenos que puso término a la dictadura de la literatura sobre la pintura que caracterizó dicha tradición hasta el siglo XVIII.(37) Al establecer una analogía entre la sofisticada poesía de Mallarmé y el género de la naturaleza muerta, el teórico del formalismo renueva el gesto de aquellos artistas decimonónicos que habían dejado de lado la correspondencia clásica y «edificante» entre la literatura y el género histórico en pintura, en la que dicha dictadura apoyó su permanencia durante tantos siglos. Por lo que acabamos de señalar, no resulta sorprendente leer en otro texto de Fry —«The Double Nature of Poetry» (1933)— su negativa a reconocer algún tipo de originalidad en la frase de Horacio ut pictura poesis erit, «ni siquiera dos mil años atrás».(38) Cabe aclarar, asimismo, que el carácter pictórico de la comparación se fortalece cuando Fry advierte que la transmutación de lo común en poesía es posible gracias al proceso de análisis poético de Mallarmé, un análisis que, adelantándose a los cubistas, consistiría en «hacer trizas» un tema para reconstruirlo luego «de acuerdo con las relaciones que obedecen la pura necesidad poética y no las relaciones de la experiencia».(39)

Lo puro en poesía —como en el resto de las artes, según la teoría estética de Fry, donde la abstracción encuentra una formulación concreta— es la forma expresiva, evocativa, forma que Clive Bell, otro crítico de arte y miembro del grupo de Bloomsbury, describía como «significativa».(40) La forma expresiva, el efecto vibratorio que crean las asociaciones lexicas de un poema, sería la esencia de la poesía y su núcleo traducible, como más tarde explicaría asimismo Hugh Kenner sobre los logros de Ezra Pound en este sentido: un traductor que no traduce palabras «sigue siendo fiel a la secuencia de imágenes, a los ritmos, así como los efectos producidos por estos últimos y los tonos originales del poeta».(41) Kenner suma una nueva intervención de una analogía con la pintura en las reflexiones sobre el problema de la traducción para explicar que un traductor como Pound, al crear «una nueva forma, similar al original en cuanto al efecto», «lo que escribe es un poema propio siguiendo los contornos del poema que tiene frente a él».(42) La analogía nos remite mucho más atrás que el Benjamin en quien nos hizo pensar Pizarnik al proponer el encuentro entre Artaud y Van Gogh vía la traducción. Plinio el Viejo, en su obra Historia Natural (XXXV, 15), recogió la leyenda del origen de la pintura que algunos atribuían a la joven corintia Dibutade, que intentó retener al amado que partía de viaje dibujando el contorno de su sombra sobre una pared. Pero, quizá, la imagen más más próxima a la traducción que puede encontrarse en esta historia es la acción del padre de Dibutade, un alfarero, que rellena con arcilla el contorno dibujado por ella y crea una escultura, doble exacto del joven ausente. En el poema ecfrástico reconocemos la misma intención, la de restaurar una presencia, en este caso un objeto de arte.

Si la écfrasis, tal como lo explica breve y claramente Heffernan, representa con palabras lo que debe ser en sí mismo representación de alguna cosa, la traducción de este tipo de poema implica dos órdenes de restitución: la de la experiencia inmediata del texto original y, con ella, la de la imagen plástica que el mismo aspira a reproducir, sobre todo de sus efectos.(43) Kenner reconoce que la traducción de poesía es una tarea poética, aunque distingue dos puntos de partida diferentes para el poeta y el traductor. Propone que la tarea del primero comienza al ver, mientras que la del segundo comienza al leer.(44) El traductor de un poema ecfrástico, por lo que acabo de señalar más arriba, ha de estar dispuesto, desde el principio, tanto a leer como a ver. Para mencionar un ejemplo, el símil que abre el poema «Cézanne at Aix» de Charles Tomlinson: «And the mountain: each day / Immobile like fruit. [...]», será para nuestro traductor el resultado de una elección azarosa del poeta, mas no la doble evocación de los motivos (paisaje y bodegón) que sellan las series pictóricas del artista, anticipatorias de la descomposición del espacio del cubismo. Asimismo, la referencia vicaria a «la montaña» en el poema corre el riesgo de quedar alterada —a través de la secuencia anafórica de pronombres en tercera persona singular— hasta los últimos versos, ya que la presencia de esta montaña sin pose —«nor distracted (as the sitter) / By his own pose, [...]»— «no se presenta» —«[...] does not present itself»— a menos que dicho traductor reconozca el valor iconológico de la montaña Sainte-Victoire y el proceso figurativo hacia la abstracción (contrario a la representación mimética, de ahí que no se presente) en el conjunto de la obra de Cézanne a partir de 1870.

E. H. Gombrich relata que, cuando Adolph Goldschmidt inició un seminario sobre historia del arte con la proyección de la diapositiva de un paisaje holandés y la pregunta: «¿Qué ven?», uno de sus alumnos dijo: «Veo una horizontal, cruzada por dos verticales», y Goldschmidt le respondió: «La verdad es que yo veo mucho más que eso».(45) Un traductor de un poema ecfrástico, lector atento del texto y cauto observador de la imagen allí enmarcada, también debería ser capaz de «ver mucho más» que las palabras que tiene frente a los ojos. El poeta despliega su visión irrepetible de la imagen más allá de las palabras, contra cuya insuficiencia surge la écfrasis. Pound no deja de recordarlo a quienes sólo perciben líneas, formas y colores en el cuadro de Italo Brass que es objeto de transposición en sus versos, y les dice: «Sin embargo, yo veo más».(46)


Referencias bibliográficas

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NOTAS

(1) «Cézanne II», The Burlington Magazine for Connoisseurs, 16: 83 (Feb. 1910), 275-280, 280.
(2) Asimismo, leemos el siguiente comentario que el pintor Roger de Piles, traductor de otro pintor, Charles Alphonse du Fresnoy, escribió en 1668 sobre el connoisseur, cuando aún no existía la figura del crítico de arte: «[...] lo que dice Quintiliano. No existen palabras para expresar las cosas increíbles, algunas de ellas son demasiado importantes y elevadas para que el discurso de los hombres pueda abarcarlas. De allí que los connoisseurs, cuando admiran un bello cuadro, parecen quedarse inmóviles; y, cuando vuelven en sí, que hubieran perdido el uso del lenguaje», L'art de peinture de Charles Alphonse du Fresnoy Traduit an François avec des remarques, París, Nicolas l'Anglois, 1668, § 61, 76.
(3) «¡Lo que no haría para resucitar, por un momento, a los pintores de Grecia y de Roma, tanto de la antigua como de la nueva, y escuchar lo que dirían sobre las obras de Vernet! Casi no es posible hablar de ellas, hay que verlas.» «Salon de 1763», Œuvres complètes, París, Le Club Français du Livre, 1971, vol. V, 438.
(4) «Creo que tenemos más ideas que palabras. ¡Cuántas que son las cosas que sentimos y que no son nombradas! De tales cosas, las hay sin nombre en la moral, sin nombre en la poesía, sin nombre en las bellas artes [...] Casi nada se retiene sin el socorro de las palabras, y las palabras casi nunca alcanzan para contar con precisión lo que se siente.», ibíd., vol. XII, 337.
(5) «Es imposible expresar con la prosa toda la gozosa calma que [el cuadro] respira y la profunda armonía que nada en esta atmósfera.», «Salon de 1846», Écrits sur l'art, París, Librairie Générale Française, 1992, 95. En una nota al editor de «L'œuvre et la vie d'Eugène Delacroix», Baudelaire (1863) vuelve a insistir en la incapacidad del lenguaje para representar imágenes en contraste con la habilidad de un artista como Delacroix para traducir los relatos de la historia y la literatura a imágenes plásticas. Así, Baudelaire invierte los términos de la rivalidad implícita en la tradición del ut pictura poesis a favor de la superioridad de la pintura sobre la literatura, posición a favor de la cual Delacroix se pronuncia numerosas veces en las notas de su diario: «Bien sea porque la literatura no es mi elemento, bien porque todavía no la haya convertido en tal, mi espíritu no se exalta tan rápidamente al mirar este papel lleno de pequeñas manchas negras como ante la vista de mi cuadro o solamente de mi paleta» (21 de julio de 1851); «ante una sinfonía o una pintura que deba describirse con palabras, se dará con facilidad una idea general en la que el lector comprenderá lo que pueda, pero no se habrá dado realmente ninguna idea exacta de esa sinfonía o esa pintura (20 de mayo de 1853); «Confieso mi predilección por las artes silenciosas, por esas cosas mudas de las que Poussin decía que hacía profesión. La palabra es indiscreta; viene a buscaros, solicita la atención y estimula a la vez la discusión. La pintura y la escultura parecen más serias: hay que ir hacia ellas» (23 de septiembre de 1854), El puente de la visión. Antología de los diarios, traducción de M. Dolores Vaillagou, Madrid, Tecnos, 1997, 26, 39 y 63. Baudelaire, op. cit., 1992, 340.
(6) «Le peintre de la vie moderne», ibíd., 390.
(7) Ibíd., 384-5.
(8) Véase Sara Pappas, «Managing Imitation: Translation and Baudelaire's Art Criticism», Nineteenth-Century French Studies, 33 : 3-4 (primavera-verano 2005), 320-341.
(9) «§VI. Des mauvais traducteurs et de ne traduire pas les poètes», Défense et illustration de la langue française, París, Garnier, 1937. Esta comparación remite a la de Giovanni Paolo Lomazzo (también del siglo XVI, 1585) en Trattato dell'arte della pitura, scultura, ed architettura: «la poesía es como la sombra de la pintura, y la sombra no puede estar sin su cuerpo», citado en William G. Howard, «Ut Pictura Poesis», PMLA, 24: 1 (1909), 40-123, 62.
(10) «A Parallel, of Poetry and Painting», en Wallace Maurer y George Guffey (eds.), The Works of John Dryden, Berkeley, Los Ángeles, etc., University of California Press, 1989, XX, 71.
(11) The Iliad of Homer, translated by Mr. Pope, Londres, W. Bowyer for Bernard Lintott, 1715, vol. I, §20, 136; §12, 78; §13, 83.
(12) Prefacio de La Divina Comedia, Buenos Aires, Losada, 1940.
(13) «El verbo encarnado. Pólogo a "Textos de Antonin Artaud"», en Cristina Piña (ed.), Obras completas, Cali, Corregidor, 1994, 428.
(14) «La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica», Discursos interrumpidos I, traducción de Jesús Aguirre, Madrid, Taurus, 1989, 20.
(15) «Variations sur les Bucoliques», Œuvres, París, Gallimard, 1957, vol. I, 207-281.
(16) «Ekphrasis and Representation», New Literary History, 22: 2 (primavera 1991), 297-316, 299.
(17) «Pictorial desires and textual anxieties: modes of ekphrastic discourse in nineteenth-century American culture», Word & Image, 15: 1 (enero-marzo 1999), 54-62, 54.
(18) Ruth Webb demuestra que dichas interpretaciones «impulsan la transición del término écfrasis desde sus sombríos orígenes al glamoros mundo de la teoría crítica», lo que constituye «un capítulo significativo de la historia de las ideas», «Ekphrasis ancient and modern: the invention of a genre», Word & Image, 15: 1, (enero-marzo 1999), 7-18, 10.
(19) Spitzer, Leo, «"Ode on a Grecian Urn", or Content vs. Metagrammar», Comparative Literature, 7: 3 (verano, 1955), 203-255. Webb propone que Spitzer (junto con Jean Hagstrum) dio comienzo al «interminable proceso de revisión y refinamiento» del término écfrasis que, hasta entonces, parecía existir sólo para los filólogos junto con otros términos retóricos griegos. Ibid., 10.
(20) «La dimensión ecfrástica de la literatura se revela a sí misma cada vez que el poema incluye los elementos 'fijos' de la forma plástica que, por lo general, se atribuyen a las artes espaciales. Al hacerlo, el poema evidencia tanto su necesidad formal como su propia poética y ejecuta así algo que va más allá del uso vagamente metafórico del lenguaje espacial para describir —y, en consecuencia, detener— sus movimientos», Murray Krieger, «The Ekphrastic Principle and the Still Movement of Poetry; or Laoköon Revisited», The Play and Place of Criticism, Baltimore, John Hopkins Press, 1967, 124 y 107. Heffernan destaca el «impulso narrativo» que persiste en la écfrasis desde Homero hasta la literatura contemporánea, por lo que critica «la necesidad formal» de «congelar el tiempo en el espacio» con la que Krieger la asocia. Véase «Ekphrasis and Representation», New Literary History, 22: 2 (1991), 297-316, 301.
(21) En el Salon de 1846, «À quoi bon la critique?», op. cit., 1992, 74. La aversión de Baudelaire hacia la fotografía está relacionada con su desprecio hacia la reproducción exacta del modelo, al pintor que «cada vez más, debe inclinarse a pintar no lo que sueña, sino lo que ve», «Salon de 1859. Le public moderne et la photographie», ibíd., 251 y ss.
(22) Según Riffaterre, por medio de la extracción del sentido «hacia afuera de la imagen», la écfrasis literaria reemplaza a esta última —constituida en su «pretexto» más que su objeto— y se convierte en su «versión más eficaz, su superlativo» por medio del «efecto del elogio». «L'illusion d'ekphrasis», Giselle Mathieu-Castellani (comp.), La pensée de l'image. Signification et figuration dans le texte et dans la peinture, Vincennes, Presses Universitaires de Vincennes, 1994, 215-220.
(23) «Las distintas artes se parecen a lenguas distintas donde la imitación exige traducción», Étienne Souriau, La correspondance des arts. Élements d'une esthétique comparée, París, Flammarion, 16 y ss.
(24) Véase «On Intersemiotic Transposition», Wendy Steiner (ed.), Poetics Today, «Art and Literature I», 10: 1 (primavera 1989), 55-90, 61, 83-4.
(25) El trabajo forma parte de una compilación de varias autoras: Versiones y cuestiones en torno a la traducción literaria, Rosario, Gótica, 2006.
(26) Œuvres complètes, París, Institut de France, 1871, vol. II, p. 294. El famoso caso de las traducciones apócrifas de James Macpherson (1762) pone de manifiesto que la traducción tenía incluso el poder en el último tercio del siglo XVIII de canonizar poetas inexistentes, como fue el caso del supuesto bardo gaélico Ossian.
(27) Véanse «La diversidad de las artes. El lugar del "'Laocoonte" en la vida y obra de G. E. Lessing (1729-1781)», Tributos. Versión cultural de nuestras tradiciones, México, FCE, 1993, 34; W. J. T. Mitchell, Iconology. Image, Text, Ideology, Chicago y Londres, University of Chicago Press, 1986, 105.
(28) Véase Jane Elisabeth Wilhelm, «La traduction, principe de perfectibilité, chez Mme. de Staël», Meta, vol. 49, n. 3, septiembre 2004.
(29) The Second Common Reader, Londres, Hogarth Press, 1933, 56. El empeño de Woolf en aprender ruso con S. S. Kotelianky cuando estaba próxima a cumplir cuarenta años no sólo nos transmite su deseo de traducir a novelistas a los que admiraba, como Tólstoi y Dostoievski, y difundir su obra desde la editorial Hogarth Press, sino también de experimentar la lengua y la cultura rusas en los textos originales.
(30) Estrasburgo, 1º de septiembre de 1859, op. cit., 1987, 115-116.
(31) Prefacio de The Oxford Book of Verse in English Translation, Oxford, Oxford University Press, 1980, xiii-xiv.
(32) Véanse sobre esto último, Diane F. Gillespie, The Sisters' Arts: The Writing and Painting of Virginia Woolf and Vanessa Bell, Syracuse: Syracuse University Press, 1988; D. F. Gillespie (ed.), The Multiple Muses of Virginia Woolf, Columbia, University of Missouri Press, 1993; y D. F. Gillespie y Leslie K. Hankins (eds.), Virginia Woolf and the Arts: Selected Papers from the Sixth Annual Conference on Virginia Woolf, Nueva York, Pace University Press, 1997.
(33) En el ensayo «Lessing et Winckelmann», Staël evalúa su importancia respectiva en relación con la cultura alemana. Véase De l'Allemagne, chap. VI, en Ouvres complètes, Paris, Institute de France, 1871
(34) Las exposiciones tuvieron lugar en las Grafton Galleries de Londres en 1910 y 1912. Véase Post-Impressionists in England. The Critical Reception, J. B. Bullen (ed.), Londres y Nueva York, Routledge, 1988.
(35) Debe recordarse, junto con Whistler, a Édouard Manet, cuyas litografías ilustraron la publicación de «Le corbeau» de Poe traducido por Mallarmé (1875) y a quien se debe uno de los retratos más célebres del poeta francés, en otro de los tantos episodios de las relaciones entre la literatura, la pintura y la traducción nacidos de las relaciones entre escritores y artistas en el siglo XIX.
(36) «An Early Introduction», en Christopher Reed (ed.), A Roger Fry Reader, Chicago y Londres, University of Chicago Press, 1996, 297-302.
(37) Aún hoy, el texto de Rensselaer W. Lee, «Ut pictura poesis: The Humanistic Theory of Painting», The Art Bulletin, 22:4 (diciembre 1940), 197-269, constituye un inmejorable comienzo para estudiar la evolución de la tradición de las relaciones interartísticas. Asimismo, se sugiere consultar nuestro trabajo en formato digital: «Interpretaciones teóricas y poéticas sobre la relación entre literatura y pintura: breve esbozo histórico del Renacimiento a la Modernidad», publicado en el dossier dedicado a las relaciones entre la poesía y la pintura del primer número de la revista sobre traducción y literatura Saltana, http://www.saltana.org/1/docar/0010.html [consultado el 16 de noviembre de 2006], para acceder a una elaboración actual y bibliografía especializada sobre el mismo tema. Otras publicaciones digitales concernientes al problema de las relaciones entre palabras e imágenes para tener en cuenta son: IMAGE[&]NARRATIVE, http://www.imageandnarrative.be/index.htm [consultado el 16 de noviembre de 2006]; Textimage. Revue d’étude du dialogue texte-image, http://www.revue-textimage.com/intro1.htm [consultado el 16 de noviembre de 2006] (primer número en curso de edición).
(38) Op. cit., 1996, 383.
(39) Ibíd., 303.
(40) Para Bell, la «forma significativa» es una cualidad estética esencial, sin la cual una obra de arte no podría existir, y consiste en una combinación determinada de líneas y colores, de ciertas formas y relaciones de formas, de tal modo que provoca emociones estéticas «en quienes puedan experimentarlas», Art, Nueva York, Stokes, 1913, 6-12. Cf. Fry en «Retrospect»: «la forma de una obra de arte [es] su cualidad más esencial [...] el resultado directo de la aprehensión de cierta emoción de la vida real del artista [...]; el observador que contempla la forma debe, inevitablemente, emprender el viaje en la dirección contraria por el mismo camino que tomó el artista y sentir la emoción original [...]; la forma y la emoción [...] se transmiten como si estuvieran unidas de maner inextrincable en el todo estético», Vision and Design, Londres, Penguin, 1937, 237.
(41) Ezra Pound, «Introduction by Hugh Kenner», The Translations of Ezra Pound, Londres, Faber & Faber, 1970, 12.
(42) Ibíd., 11.
(43) «Cuando comprendemos que la écfrasis utiliza un medio de representación para representar otro, comprobamos de inmediato lo que hace que la écfrasis sea distinguible y une a toda la literatura ecfrástica desde Homero hasta Ashbery». Heffernan, op. cit., 1991, 300. Que la écfrasis no persigue la descripción de los detalles visuales de los objetos artísticos que refiere, sino la reproducción de sus efectos en los lectores-observadores, es una hipótesis común a la mayoría de los estudios sobre el tema. Me interesa destacar el de Ruth Webb, «The Aesthetics of Sacred Space: Narrative, Metaphor, and Motion in Ekphraseis of Church Buildings», cuyo planteo inicial es el mismo que el de este trabajo: las limitaciones del lenguaje verbal frente a las imágenes visuales significativas, debido a su valor estético o simbólico. Pese a que Webb se concentra en dos textos ecfrásticos de los siglos X y XII sobre templos de la entonces Constantinopla (Santa Sofía y la iglesia de los Santos Apóstoles), el análisis que lleva a cabo de las estrategias retóricas y poéticas clásicas es de gran utilidad para interpretar la aspiración de los textos ecfrásticos modernos a transmitir efectos similares de los de las imágenes que refieren: «la descripción del espacio en el tiempo y la alusión a lo invisible de manera que exprese lo visible [...] con el fin de liberar la significación que quedaba oculta [en los objetos referidos]», Dumbarton Oaks Papers, 53 (1999), 59-74, 74.
(44) Kenner aclara que se trataría de «leer como si se estuviera viendo», no «ver» en el sentido literal del término, tal como propongo aquí. Op. cit., 1970, 10.
(45) Goldschmidt sucedió a Heinrich Wölfflin en dicho seminario y el relato se encuentra en E. H. Gombrich, «Relativismo en la apreciación del arte», Temas de nuestro tiempo, Madrid, Debate, 61.
(46) «Some see but color and commanding sway / Of shore line, bridge line, or how are composed / The white of sheep clouds ere the wolf of storm / That lurks behind the hills / shall snap wind's leash / And hurl tumultuous on the peace before. / But I see more. / Some as I say / See but the hues that gainst more hues laugh gay / And weave bright lyric of such interplay / As Monet claims is all the soul of art. / But I see more.» («"For Italico Brass", Poems from the San Trovaso Notebook», Collected Early Poems, Nueva York, New Directions, 1976, vv. 13-18.

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