2015

El abate Marchena (1768-1821): un caso particular de traducción y censura
Melanie Montes



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Recibido: 20 octubre 2015
Aceptado: 18 diciembre 2015


En ocasiones existen personajes históricos que se erigen como testigos privilegiados, y aun actores, en épocas especialmente convulsas. Figuras de difícil catalogación, que aparecen y desaparecen del caudal histórico, olvidados o recordados según la coyuntura social y política del momento. Es el caso de José Marchena, el abate Marchena, testigo y actor de una época especialmente importante para la historia de España. Periodista, funcionario josefino, escritor y traductor de obras francesas, Marchena fue un liberal que a finales del siglo XVIII apoyó la causa liberal en una España convulsa, invadida por los ejércitos napoleónicos, que todavía manifestaba una lucha entre las fuerzas reaccionarias y los intentos de modernización que provenían, en gran medida, de las revoluciones liberales que empezaban a sucederse en Europa. Las páginas que siguen representan un pequeño repaso de la vida de este traductor: desde el contexto histórico hasta los apuntes biográficos, todo ello explicará la elección de sus traducciones, su sistema de trabajo y, cómo no, su carácter revolucionario.

Biografía

José Marchena, conocido como el abate Marchena, título equívoco que fomentó él mismo, nació en Utrera (Sevilla) en 1768. Estudió leyes en Madrid y Salamanca, ciudades donde entró en contacto con la filosofía y la literatura francesas, con los libros que, aunque prohibidos, circulaban por los ambientes ilustrados de la época. En esos años de formación se convirtió en un notable latinista, lengua en la que escribió y de la que tradujo de forma memorable. También estudió entonces griego y hebreo clásicos y, más tarde, francés, italiano e inglés,(1) bagaje lingüístico excepcional acompañado de un castellano que vivió de espaldas a las transgresiones de la época, cuando el idioma fue distorsionado voluntaria e históricamente por el francés.

Por razones a veces aumentadas por la leyenda huyó de España y llegó a Bayona en 1792, acompañado de su juventud y de la fama de ser perseguido por la Inquisición. Una de las personas que conoció en el país de exilio, un monsieur Reynón, dejó de él el siguiente retrato: «Su estatura no pasaba de cuatro pies y ocho pulgadas. Tenía el rostro picado de viruelas y las narices larguísimas. Era muy suelto de cuerpo y de lengua. Hablaba y escribía bastante bien el francés. Le vimos por primera vez cuando llegó a San Juan de Luz en 1792, entusiasmado hasta el delirio con la idea de vivir en el país de la libertad y de embriagarse con ella».(2)

Una vez en París, Marchena se unió a la causa revolucionaria y se relacionó con Jacques Pierre Brissot, impulsor del partido de los girondinos (Díaz Plaja 1986, 67), representantes liberales y burgueses de una Revolución que los acabaría devorando y a los jacobinos que les sucedieron. Como republicano, federalista, laico y seguidor de los girondinos fue encarcelado en 1793, de la que se libró por la muerte de Robespierre. Estuvo otra vez en la cárcel en 1797, fue expulsado a Suiza donde encontró fugaz refugio en los salones de Madame de Staël y volvió a Francia amparado por el derecho de ser ciudadano francés.

Nombrado oficial del Estado Mayor en el ejército del Rin, aprendió alemán y ocupó sus ocios en fraguar una de las supercherías literarias que más fama tuvo entre la erudición alemana (un fragmento en prosa latina que completaba las lagunas del Satyricon de Petronio), pero tiempo después la invasión napoleónica supuso otro giro en su vida y se acabó convirtiendo en el director de La Gazeta de Madrid entre 1808 y 1812. Los vaivenes políticos que se experimentaron en esta época siguieron afectando a la carrera de nuestro abate, hasta el punto de que la involución política en Francia le forzó a abandonar el activismo y centrarse de nuevo en sus actividades culturales. De manera que se volcó en la edición de textos y en la traducción: «No se aleja del todo de la política. Los autores que escoge para verter en castellano son los que le interesan como portavoces de una causa liberal y laica que está en su línea de pensamiento y además, en los prólogos que anteceden a las obras traducidas, pondrá mucho de su cosecha personal llevando el agua francesa al molino preciso de la situación española» (Díaz Plaja 1986, 222).

Como recurso de su miseria después de la caída de la administración de José Bonaparte, y como forma de propaganda, Marchena llevó a cabo para editores franceses la traducción de varios libros de los que por antonomasia se llamaban prohibidos, piedras angulares de la escuela enciclopédica, según refiere Menéndez Pelayo: «Vulgarizó, pues, las Cartas Persianas, de Montesquieu; el Emilio y la Nueva Eloísa, de Rousseau; los Cuentos y novelas, de Voltaire (Cándido, Micromegas, Zadig, El Ingenuo); el Manual de los Inquisidores, del abate Morellet (extracto infiel del Directorium Inquisitorum, de Eymerich); el Compendio del origen de todos los cultos, de Dupuis (libro tan ruidoso entonces como olvidado hoy, en que se explican todas las religiones por la astronomía y el símbolo zodiacal); las Ruinas de Palmira, de Volney; cierto Tratado de la libertad religiosa, de un Mr. Benoist, y alguna obra histórica, como la titulada Europa después del Congreso de Aquisgram, por el abate De Pradt. [...] Marchena inundó literalmente a España de engendros volterianos, y a pesar de todas las trabas puestas a su circulación por el Gobierno absoluto de Fernando VII, estos libros, introducidos de contrabando por la frontera francesa, llevaron por todas partes su maléfica influencia contagiando a gran parte de la juventud, especialmente a los estudiantes, entre quienes corrían con profusión, como sabemos por testimonios dignos de fe, respecto de Alcalá, Salamanca y Sevilla. Por desgracia, algunas de estas versiones estaban escritas con tal primor y arte y en tan pura lengua castellana, que hacían mucho más temible y peligroso el veneno. Otras eran atropelladas y de pane lucrando, hechas por el abate para salir del día, con rapidez de menesteroso y sin intención literaria. De aquí enormes desigualdades de estilo, según el humor del intérprete y según la mayor o menor largueza de los libreros que hacían trabajar a Marchena a destajo».(3)

A finales de 1820,el abate volvió a Madrid después de pasar por Sevilla, cansado ya de una vida llena de decepciones. En enero de 1821, murió en su casa, acompañado por uno de los pocos amigos que le quedaban, MacCrohon, quien le defendería sin miramientos hasta las últimas consecuencias.

Molière, comedia y crítica antes de la erudición

Marchena encontró en Molière un ejemplo de buena comedia y un modelo a las críticas contra la injusticia social y por ello puso tanto empeño y dedicación en la traducción de sus obas.

Sin embargo, a pesar de la admiración que sentía por el francés y del mimo con el que interpretó los textos, lo cierto es que el original sufrió bastantes modificaciones en su traducción al castellano. Fuera de lo que podría denominarse «esqueleto» del texto, el traductor hizo y deshizo lo que fue necesario para adaptar el Tartuffe a las costumbres españolas, siempre con la máxima de no estropear el fondo ni el contenido.

Para empezar, convirtió el alejandrino francés original (dodecasílabos) en octosílabos, metro más común y sustancialmente cómodo para un texto en castellano. Como hace notar Rafael Ruiz Álvarez en su artículo «El hipócrita de Molière en la traducción de José Marchena (1811)», Marchena es más preciso que Molière en cuanto a la entrada y salida de personajes (hecho que marca la separación de las escenas) y por ello añade una escena «con lo que su primer acto posee seis, en lugar de las cinco que posee el original».(4)

Son tres los aspectos que Marchena modifica de manera clara: nombres, costumbres y localizaciones. En el primer ámbito, se aprecia una clara nacionalización de los apelativos: Tartuffe pasa a llamarse don Fidel; Orgon pasa a ser don Simplicio; Mariane se convierte en doña Pepita; doña Tecla nace de madame Pernelle; Cléante es bautizado como don Pablo; y, por último, doña Elvira recibe el trasfondo de Elmire.

Además de los nombres, Marchena cambia el París del siglo XVII por el Madrid del XIX, con todo lo que eso implica (por ejemplo, el tratamiento entre personajes, que pasa del «vous» a «tú»). Cambia también multitud de expresiones: «c’est tout justement la cour du rei Pétaud» (acto I, escena I, verso 10) se convierte en «esta casa es un infierno» (acto I, escena I); «solo don Fidel le peta a usted, y no sé...» (I, I, v. 62) proviene del francés «votre Monsieur Tartuffe est bien hereux, sans doute...» (I, I, v. 42); «ce n’est rien» (I, II, v. 179) pasa a ser «esto es friolera» (I, II, v. 268). Y así con otros cientos de casos.

En línea con su propósito de rebajar el estilo preciosista de Molière (algo que se ve, como ya se ha comentado, en los nombres, los espacios, etcétera), el lenguaje también se ve afectado por ese objetivo, sobre todo en la práctica de hacer más familiar el texto. Por poner algunos ejemplos: «mon Dieu! De quelle humeur, Dorine, tu te rends!» (II, III, v. 619) se traduce como «¡Qué condición de vinagre / tienes!» (II, III, v. 315); Marchena dice «Juana, por Dios» (II, III, v. 392) cuando Molière escribió «Dorine, de grâce» (II, III, v. 669); o, por último, «oui, plus qu’on ne peut dire» (IV, V, v. 1502) pasa a ser simplemente «fatal» (IV, V, v. 489).

Por otro lado, en 1812 aparece en español otra de las obras de Molière: L’École des femmes fue publicada en 1662 y traducida como La escuela de las mujeres por Marchena. Se trata de la historia de Arnolphe, hombre obsesionado con el engaño marital, que busca una dama bella e ingenua con la que casarse, y ve en Agnès un modelo de perfección femenina. Sin embargo, Alain se interpone en sus planes de conquista, por lo que Arnolphe se ve obligado a pedir ayuda a sus criados y a su amigo Horace, quienes, lejos de echarle una mano, le crean más dudas sobre su concepto del amor. Agnès, por su parte, termina demostrando que no es la mujer tonta y naif que Arnolphe esperaba, por lo que el protagonista acaba solo, enfadado y herido de orgullo.

Antes de entrar en materia, resultaría verdaderamente interesante pararse un momento a analizar el breve prólogo que el traductor añadió a la obra. En él explica que tiene la intención de ir «publicando las otras comedias de Molière», empresa de la que no se tiene constancia, pero que justifica en tanto que podrá ofrecer al público «en el idioma patrio el más perfecto dechado de la buena comedia». Del mismo modo, defiende sus traducciones (junto con las comedias de Moratín) como método para que los extranjeros que quieran aprender español encuentren un libro que «les enseñe la habla castellana sin resabios de idiotismos o afrancesados o tudescos, y en todo caso bárbaros». De estas palabras se pueden extraer dos ideas principales: una, que Marchena procura evitar los galicismos a toda costa; y dos, que considera su manera de traducir tan limpia y asequible que resulta idónea para aquellos que conocen poco el castellano.

Al igual que ocurría con El hipócrita, en la traducción cambia el estilo del lenguaje, los nombres y la localización. Justo al inicio de la obra, Molière indica que «la scènce est dans une place de ville», a lo que Marchena explica que ocurre «la escena en Madrid plazuela de las Comendadoras de Santiago». Así, mientras que el francés deja un escenario indeterminado, Marchena sitúa el conjunto en Madrid. Como muestra, un botón: cuando Arnolphe dice «Fort bien: est-il au monde une ville aussi, / Ou l’on ait des maris si patients qu’ici?» (I, I, v. 21-22) en castellano aparece, en boca de don Liborio, «¿Quién, sin ser Job, aguantara / la paciencia y el sufrimiento / de tanto marido que anda / por Madrid?» (I, I, v. 32-33). Podemos suponer que el traductor sopesó las opciones que tenía y decidió que un texto como este debía evitar a toda costa esa incertidumbre de espacios. Es decir, por su estilo cómico, era mejor definir la localización, ya que de ello podría sacar mucho más partido.

Por su lado, a continuación se establece la relación entre los nombres de los personajes en francés y sus homólogos españoles entre paréntesis: Arnolhpe, autrement M. de la Souche (don Liborio, o el vizconde del Atochal); Agnès, jeune fille innocente, élevée par Arnolphe (doña Isabelita, hija de don Enrique); Horace, amant d’Agnès (don Leandro, amante de doña Isabelita, hijo de don Pablo); Chrysalde, ami d’Arnolphe (don Antonio, amigo de don Liborio); Enrique, beau-frère de Chrysalde (don Enrique, cuñado de don Antonio y padre de doña Isabelita); Oronte, père d’Horace et grand ami d’Arnolphe (don Pablo, padre de don Leandro y amigo de don Liberio); Alain, paysan, valet d’Arnolphe (Cosme, villano, criado de don Liborio); Georgette, paysanne, servante d’Arnolphe (Blasa, villana, criada de don Liborio). En el texto de Marchena, aparece en la relación de personajes un escribano, que Molière no especifica en su edición de 1662, aunque aparece de igual modo en el acto IV, escena II.

En cuanto a la distribución de escenas, Marchena opta por ceñirse estrictamente a la regla de la entrada y salida de personajes para ordenar la estructura. Así, la escena III del acto I se corresponde en el original con los versos 226-230. A partir de ahí, siguen las escenas IV española y III francesa. Lo mismo ocurre con el monólogo de don Liborio entre 386 y 398, que para Marchena constituye una escena aparte (la V) mientras que Molière considera todo continuación de la misma. Es el mismo caso también del último monólogo de don Liborio, por lo que el primer acto de la traducción cuenta con 7 escenas y el del original con 4.

En el acto II, Marchena añade una escena más (la VI) al cambiarse el escenario (don Liborio y doña Isabelita salen de paseo) y en los dos siguientes actos no se produce ninguna modificación. Sin embargo, en el acto V, Marchena separa la última escena del original en el momento en que sale don Liborio y crea una décima escena para finalizar la obra con don Enrique, don Pablo, don Antonio, doña Isabelita y don Leandro.

A continuación, se expondrán algunos ejemplos de esa nacionalización que llevó a cabo Marchena a la hora de traducir el texto: en el acto II, escena II, Arnolphe afirma: «Paix. Venez çà tous deux: / passez là, passez là. Venez là, venez dis-je» (v. 388); en la traducción, don Liborio dice así: «Silencio. Ven aquí. / Anda acá tú. ¿Qué, estáis sordos? / Con viveza, o juro a Dios...» (v. 28). En la escena V del mismo acto ocurre algo similar cuando Arnolphe exclama «Ah, sorcière maudite, empoisanneuse d’âmes» (v. 535) y en castellano aparece como «Vieja, que Lucifer propio / trajo a mi casa, el infierno / te pague tu piadoso / mensaje» (v. 258). Como se puede comprobar, Marchena resulta mucho más directo, casi violento, y deja con ello el estilo más comedido de Molière.

Sin embargo, en otras ocasiones Marchena procura no modificar demasiado el original. Uno de los momentos con más carga sexual de La escuela de las mujeres se desarrolla en la escena V del acto I:

ARNOLPHE: [...] Ne vous faisait-it point aussi quelques caresses?
AGNÈS: Oh, tant; il me prenait et les mains et les bras,
Et de me les baiser il n’était jamais las.
ARNOLPHE: Ne vous a-t-il point pris, Agnès, quelque autre chose?
(La voyant interdite.)
AGNÈS: Hé, il m’a...
ARNOLPHE: Quoi?
AGNÈS: Pris...
ARNOLPHE: Euh!
AGNÈS: Le...
(v. 570-573)

Versos que en castellano aparecen de la siguiente manera:

DON LIBORIO: [...] ¿Te hacía
Algún cariño amoroso?
DOÑA ISABELITA: No es nada; se le bañaban
En tierno llanto los ojos,
Y me cogía las manos,
Y me las besaba, loco
De gozo.
DON LIBORIO: ¿Y no te cogió
Más que la mano ese mozo?
DOÑA ISABELITA: Me...
DON LIBORIO: ¿Qué?
DOÑA ISABELITA: Cogió...
DON LIBORIO: Adelante
DOÑA ISABELITA: El...
(V. 320-323)

Se trata sin duda de una conversación con una fuerte carga sexual, que Marchena resuelve con gran tino, sin modificar un ápice el original. Parece razonable pensar que el traductor vio en esta escena una de las más auténticas de la obra, por lo que mantuvo el lenguaje, el tono y la esencia de la misma.

Sin embargo, en ocasiones Marchena peca de sencillez y pasa por alto algunos aspectos. En la primera escena del acto I, Molière escribió para Chrysalde «Una femme stupide est donc votre marotte?» (v. 103) y Marchena lo tradujo por «¿Es usted aficionado / a las simples?» (V. 159). Este es un ejemplo claro de que la simpleza a veces implica una pérdida de matices. La marotte es el bastón que llevaban los locos en la Francia del siglo XVI y en sentido figurado se usaba para referirse a la pasión violenta, a algo que enloquece.(5) Se observa en esta frase, pues, que el traductor no consiguió trasladar todo lo que el verso francés tenía que decir, por lo que quizás debería haber buscado otra solución más satisfactoria.

En definitiva, puede afirmarse que Marchena acertó a la hora de elegir estas dos obras de Molière y las tradujo con muy buen gusto. A pesar de las modificaciones, lo cierto es que el original no pierde nada en el contenido; de hecho, gana en comprensión para el público español. Dice Menéndez Pelayo al respecto de las traducciones que «Marchena puso en ellas todo lo que podía poner un hombre que no había nacido poeta cómico: su mucha y buena literatura, su profundo conocimiento de las lenguas francesa y castellana».(6) Sabiendo lo que pensaba Menéndez Pelayo sobre Marchena, estas palabras significan mucho más que un elogio.

Rousseau, educación y sentimiento

Al final de su vida, Marchena tuvo la oportunidad de traducir varias obras de Rousseau (Emilio o de la educación, Julia o la nueva Heloísa, El contrato social y, por último, Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad de condiciones entre los hombres). A pesar de que estos dos últimos libros tendrían mucho que aportar a un trabajo como este, resulta más acertado centrar la atención en los otros dos textos por tu carácter literario.

El primer libro que traduce en esa Europa posnapoleónica de la que hablábamos en el apartado biográfico es Émile, ou De l’éducation, incluido en el Index Librorum Prohibitorum en el 1762 y traducido por Marchena en 1817 en Burdeos. La traducción editada se pasa de contrabando a la península y una de las copias acaba en manos de un teólogo que la examina a requerimiento del inquisidor Castañedo, tras ser interceptada en Murcia (Díaz-Plaja, 1986, 223). El teólogo certifica con agudeza, tras contrastar la traducción con el original de Rousseau, en una edición de 1788 (recordemos que el original es de 1762), que la traducción de Marchena tiene pequeñas variaciones «que en nada varían la substancia» (1986, 223). La fábula de Lafontaine que Rousseau utiliza en su prólogo es cambiada por una fábula de Samaniego, y los cambios de algunas palabras en su paso del francés al español no tienen sino el objetivo, según el teólogo examinador, que adecuar la obra al talante y la situación política española (1986, 223).

No sorprende la elección del Emilio, un tratado novelado sobre la educación práctica, sentimental y moral de un joven, quien es guiado por su tutor hacia la edad adulta. Lo distintivo de la obra, a decir de algunos autores expertos en su contenido, es su concepción abierta de lo que debe ser una sociedad. La educación no es en manos de Rousseau un bien reservado a una clase social determinada, sino un beneficio extensible a más capas sociales. En ese sentido es una concreción de algunas de las ideas liberales de Locke (autor que tampoco se llevó bien con la Inquisición, como hemos visto) y una defensa a ultranza de la existencia de una sociedad corrupta capaz de liquidar los buenos instintos que toda persona lleva consigo al nacer. No sorprende, pues, la reacción adversa en Europa frente al libro, incluso en lugares más acostumbrados a estas ideas liberales como París o Ginebra.

En España el libro gozó de repercusión. El editor genovés François Grasset, que se encontraba en viaje por España en los tiempos de la prohibición del Émile por el Santo Oficio, le escribió a Rousseau:

No sonreiréis, mi honorable compatriota, al saber que he visto quemar en Madrid en la iglesia principal de los dominicos un domingo a la salida de la misa mayor, en presencia de gran número de imbéciles, vuestro Emilio en figura de un libro en 4º; esto precisamente indujo a muchos señores españoles y a los embajadores de las Cortes extranjeras a procurárselo a cualquier precio y a hacerlo venir por la posta (Defourneaux 1973, 204).

El Émile inspiró una obra aparecida en Madrid, y editada con licencia real en 1786, del ex jesuita Montengón. Se trata del Eusebio. Era un tratado de educación hecho a imagen y semejanza del Émile. Al año siguiente la Inquisición ordena la requisa del libro y abre un procedimiento que finalizará en 1798 con su prohibición por edicto. Entre los motivos de la prohibición se comentaba, según uno de los censores, que «el autor aparta de su alumno Eusebio toda idea de religión con mayor afectación que el impío Rousseau en su detestable Emilio, a quien imita» (1973, 205). Sobre la calidad de la traducción hará notar El Censor en una reseña a la tercera edición de la obra:

No hallamos ni con mucho más en esta traducción el valor que quiso darla el señor Marchena pero sabemos, que deseoso de hacerla bien, tuvo la poco común docilidad de sujetarla a la corrección de varios sabios españoles, los cuales le ayudaron a que correspondiese en lo posible al mérito del original. (7)

La versión del Emilio de Marchena es una de las últimas obras sometidas a censura por la Inquisición española. El representante de Murcia se interesó por la fidelidad de la versión y en el dictamen de los calificadores (fechado el 2 de julio de 1819) se afirma que «dicha traducción corresponde fiel y literalmente con su original a excepción de algunas pequeñas diferencias», y los cambios introducidos, a juicio de la Inquisición no disminuyen «la malignidad de la obra, parece que la aumentan, si cabe, procurando adaptarla en todo a la nación española para lograr en ella mayor séquito» (Fuentes 1989, 269).

Como ocurre con Julia, el traductor se mantiene muy cerca del texto original. Los nombres de los personajes, por ejemplo, se dejan prácticamente igual (Émile > Emilio, Sophie > Sofía, Jean-Jacques > Juan Jacobo) y lo mismo ocurre con las localizaciones de la obra (a excepción, por decir algo, de la alusión en el libro III a Montmorency, que se convierte en la versión castellana en el Pardo).

Sin embargo, Marchena sí introdujo algunos cambios —o más bien licencias—, aunque no afectan de modo alguno al contenido de la obra. Por ejemplo, en el diálogo del libro IV entre «l’inspire» y «le raisonneur», Marchena decide traducirlo como «el inspirado» y «el argumentista», que bien podría haber sido, simplemente, «razonador». En la misma línea, el libro V contiene un diálogo en el que «la bonne» habla sobre la niña a la que cuida. En la versión castellana aparece como «la maestra», cuando «bonne» significa, de manera literal, sirvienta. Se entiende que es este personaje quien enseña a la niña, aunque no por eso recibe la denominación de profesora en el original. Quizás Marchena tuvo la intención de dignificar a esa señora, o solo decidió extender el significado del término.

En otros casos, se pierden matices. En el libro V, Rousseau escribe: «Sophie, morne, pâle, l’œil éteint, le regard sombre, reste en repos, ne dit rien, ne pleure point, ne voit personne, pas même Emile» (p. 388); a lo que Marchena traduce: «Sofía, mustia, amarilla, amortecidos los ojos, turbio el mirar, no habla nada, no llora, no ve a nadie, ni a Emilio tampoco» (p. 600). Parece que Marchena pasa por alto ese «reste en repos», puede que por su sentido mortuorio, pero lo cierto es que se deja en el tintero mucha información (además de esos «morne, pâle» que podrían haberse interpretado mejor). Lo mismo ocurre en el libro IV, cuando al final el narrador habla sobre «gens à coffres-forts», que se traduce al castellano de manera simple como «hombres con millones»: significa lo mismo, pero en el fondo no es lo mismo.

Por último, puede destacarse uno de los ejemplos en los que Marchena intenta ayudar al lector a entender algunas de las frases del francés. En el libro III, aparece la pregunta «comment n’ont-ils pas honte d’empiéter sur ceux qu’elles font?» (p. 340). La versión que nos llega dice lo siguiente: «¿cómo no tienen éstos vergüenza de introducirse, los que son de la jurisdicción del sexo?» (p. 244). Ante lo críptico de la frase, el traductor decide explicar algo más sobre la misma.

Por otro lado, Julia o la nueva Heloísa cuenta la historia de Julie d’Etange, una joven de familia noble que cede a la pasión que siente por su profesor, llamado Saint-Preux. Sin embargo, la diferencia entre las clases sociales a las que pertenecen les obliga a mantener su relación en secreto, hasta que Saint-Preux decide marcharse y deben continuar su historia a través de cartas. Así, el relato se centra en la historia entre estos dos jóvenes y las etapas que viven a lo largo de los años. Esta obra es un dechado de pasión y sentimiento, pero también una denuncia de la desigualdad social y una defensa de la razón sobre las convenciones sociales. Se trata, pues, de una de las primeras muestras de individualismo romántico y amor por la naturaleza, ideas que seguramente ayudaron al abate a decidirse por este texto, quien, por cierto, fue el primero que tradujo esta obra de Rousseau. Fue publicada en 1821, en Bayona (aunque rondaba ya en 1814 una versión anónima), ya que en España hubiese sido impensable debido a que se encontraba en el Index Librorum Prohibitorum desde 1806.

En cuanto al nivel textual, puede observarse que Marchena mantuvo todo lo que le fue posible la naturaleza de la obra. Ya desde el título (Julia, o la nueva Heloísa: carta de dos amantes habitantes de una pequeña ciudad, a la falda de los Alpes) se ve esa intención, en tanto que deja —casi— íntegro el nombre de la protagonista (del francés Héloise pasa a Heloísa, mientras que las versiones posteriores prefirieron castellanizar del todo el nombre y quitarle la hache inicial) y también el lugar en que sucede la acción, cosa que no sucede, por ejemplo, cuando traduce el Tartuffe. Lo mismo ocurre con los otros nombres y localizaciones: Clarens y Ginebra siguen siendo los escenarios de la acción y, en cuanto a los apelativos, Saint-Preux se convierte en San Preux, Claire en Clara y Milord Édouard en Milord Eduardo. Se ve así que Marchena modificó lo mínimo para adaptarlo a su lengua, pero sin duda mantuvo el color original.

Como en toda traducción de aquella época, existen algunas omisiones que pueden deberse más a descuidos que a intenciones. Como hace saber Baquero Escudero (2002: 395), en las cartas VI y XI faltan algunas frases, aunque considera de igual modo que fue más un despiste que un propósito. En la misma línea, aparecen algunos fallos de traducción, tales como «ces sortes de livres me fut permise qu’à des gens honnêtes mais sensibles» por «este género de libros se permitiera solo à hombres de bien poco sensibles» (carta XXI, parte I); o «après le détail qu’elle vous fait» por «después de la enumeración que le ha hecho a V.» (carta I, parte V).

Marchena no olvida su máxima de no nacionalizar el contenido de algunos textos. Como se ha comentado antes, mantiene los lugares originales del texto francés, no cambia la historia «al gusto español» ni modifica aspectos que podrían resultar chocantes en la España de aquella época (por ejemplo, los pasajes en que se critica duramente la fe cristiana, algo normal si entendemos la ideología de Marchena). Aunque en las traducciones de Molière sí existe esa nacionalización, cabe señalar que se trata de dos géneros diferentes (teatro y epístola). Intenta el traductor, pues, mantener esa ilusión de realidad (Baquero, 2002: 397) de las misivas, que en las representaciones teatrales era mucho menos común, probablemente por su carácter visiblemente ficticio y porque resultaba más sencillo de llevar a escena si se ceñía a una imagen más cercana a lo que el público conocía.

Para continuar con esa simulación de realidad, Marchena recurre a mecanismos que otros autores de obras epistolares usaron: la adición de notas al pie de página. Con ellas Marchena (que traduce las existentes e incorpora las suyas propias) se muestra como compilador de los textos, como si hubieran llegado a sus manos por casualidad y se hubiese propuesto clasificarlas y publicarlas sin modificar. Al final, todos estos aspectos casi obligan a la Julia de Rousseau, por lo que puede considerarse que en este casi resultaba muy importante «crear» lo menos posible.

A lo sumo, las obras de Rousseau ofrecieron a Marchena reflexiones sobre la religión, la naturaleza, la sociedad, el amor, las convenciones sociales y el sistema de enseñanza. Se oponía el francés a los antiguos sistemas autoritarios y defendía que los niños debían crecer con la máxima de la educación natural, en la que ellos eran parte activa del proceso. Del mismo modo, sus textos sirven como reflexión moral sobre el poder de la pasión contra la sinrazón de la virtud. Con toda esta filosofía y trasfondo, el de Utrera encontró en Rousseau una vía de difusión de ideas que para él eran muy necesarias en España, por lo que sus traducciones eran casi obligatorias para la sociedad que él ansiaba en su país.

Montesquieu, cartas para la moral

Fue nuestra primera idea quitar aquellas [cartas] que aluden a sucesos del tiempo, y estilos que ya han variado; pero en breve reconocimos que perdería de su valor la obra (1818: 321).

Con estas palabras abre (o cierra, en función de la edición que tengamos entre manos) Marchena su traducción de las Lettres persanes, y dice al lector que no es quien para editar, retocar o recortar el texto y dejarlo sin su «vivísimo retrato» de la historia de su siglo. Ese fragmento y su continuación serán tema de debate y análisis cada vez que se intente entender el estilo de este traductor, ya que en pocas palabras dice mucho sobre su manera de entender la traducción.

Las Lettres persanes (Cartas persianas para Marchena y actualmente más conocidas como Cartas persas) están compuestas por un conjunto de epístolas en las que se relata el viaje que Usbek y Rica realizan a Francia. El motivo por el que Usbek abandona Persia se encuentra en su idea de moralidad, que le ha provocado problemas con personas importantes en su país. Por su lado, Rica sigue a su amigo en busca de una realidad distinta. Cuando ambos llegan a Francia, descubren que la vida y la gente pueden ser diferentes: más amable, más sociable, más libre. A pesar de que también existen aspectos mejorables, los amigos acaban afirmando que esa sociedad es mejor que la de Persia, ya que para ellos resulta preferible la monarquía al despotismo.

Aunque salga mejor parado el sistema francés, lo cierto es que muchos de los problemas a los que se aduce en el texto en referencia al pueblo persa se perciben también en Francia, por lo que Montesquieu no crea una división maniquea y puede así criticar aquellos aspectos que considera negativos en ambas partes. De esto se puede deducir que el autor tuvo la intención de sacar a relucir los trapos sucios de todos los tipos de despotismo (a saber, la religión, la política y la vida doméstica). Del mismo modo, en cuanto al aspecto femenino, puede verse en el tema de la reivindicación personal el visto bueno de Marchena, ya que con las mujeres de Usbek puede apreciarse la reacción contra los intereses religiosos que garantizan la superioridad del hombre. El suicidio de la esposa favorita de Usbek debe verse, más que como una muestra del poco valor de las mujeres, como la metáfora de que la virtud religiosa no puede gobernar las pasiones.

En el prólogo a las Lettres persanes Marchena hace una bonita descripción de lo que entiende por oficio de traductor: habla de su dignidad como creador, de su importancia para la expansión de la buena literatura. Hace referencia también, claro está, al texto de Montesquieu, sin dejar el tono irónico, que se hace patente cuando se dirige al Santo Oficio afirmando sentir un «entrañable cariño». Y sigue en la misma línea mostrando su poco afecto hacia la Inquisición cuando afirma que «la ignorancia de los inquisidores es cosa tan antiguamente conocida en España que casi desde su institución el dicho estudia para inquisidor se ha aplicado a los más zotes de cuantos cursan las públicas aulas» (1990: 140).

En cuanto al nivel textual, sucede algo similar a la traducción de Julia. Marchena procura no modificar en gran medida los lugares, los nombres y el contenido de la historia, para mantener así esa atmósfera verosímil que tanto necesita la epístola. Esto es, no ocurre lo mismo que con las obras de Molière: no nacionaliza el contenido de la obra, ya que el género al que pertenece obliga al traductor a mantener los rasgos originales en pos de la verosimilitud. Así, Marchena ni siquiera nacionalizó el nombre de los personajes. Tan convencido estaba de la necesidad de preservar inalterado el texto que dejó a Usbek, Zachi, Rica, Roxana y Nesir como los escribió Montesquieu (a excepción de alguna modificación fonética).

Sin embargo, resulta evidente que algún fallo/modificación hizo Marchena. Por ejemplo, en la carta LXXII cambia a Ibben por Usbek, y en la carta LXVIII traduce «fui a comer a casa de un golilla» donde el original decía «dîner chez un homme de robe», manera mucho más formal para hablar sobre un magistrado que la denominación que usa Marchena. Por otro lado, se permite el traductor el lujo de añadir notas al pie explicando conceptos que no quedan muy claros en el original francés: por ejemplo, anota que «general portugués en la India» hace referencia a Juan de Castro, que Luis XIV murió en 1715 o que el siglo XVIII en España estuvo lleno de miseria y superstición. Por último, huelga añadir que existen algunos problemas de ordenación: algunas de las cartas están colocadas en lugares diferentes al original, por lo que a partir de un punto resulta imposible establecer una relación natural (por ejemplo, las cartas LXXIV, LXXIX o LXXX de la versión francesa no se corresponden con sus homólogas castellanas).

A nivel de traducción, poca cosa más se puede decir del trabajo de Marchena en relación a este texto. A lo sumo, en esta obra se discuten temas de moral, filosofía y política a través de la historia de los personajes. Ni que decir tiene que Montesquieu utiliza su texto para realizar, entre otras cosas, una defensa del liberalismo y una crítica de los usos y costumbres de la época que le valieron la persecución. Las cartas que se escriben Uzbek y Rica sirven para exponer lo que el escritor consideraba males de época en una Francia todavía gobernada por el absolutismo. Montesquieu satiriza lo que considera el fracaso del gobierno y de la aristocracia, mostrando un relativismo y una ausencia de credo en lo absoluto que le emparenta con los posteriores desarrollos filosóficos de la época enciclopedista (McKenna 1982, 23).

En la obra critica el catolicismo, el gobierno del Papa y las religiones en general, apelando al humanitarismo y la tolerancia como valores universales. Dicho esto, resulta fácil entender el interés que Marchena mostró en el autor y, concretamente, en esta obra.

Voltaire, relatos de humanidad

Voltaire escribió veintiséis relatos en los que, a través de la burla mordaz, dio cuenta de sus intereses filosóficos. En estos textos, el lector puede encontrar desde historias sobre los malos gobernantes hasta reflexiones acerca de la felicidad. A pesar de lo que se comentaba sobre este escritor francés en su época (que era doctrinario, que resultaba muy obvio en sus explicaciones), lo cierto es que goza de una prosa sencilla, siempre con un matiz mordaz. Evidentemente, Marchena no pasó por alto ese contenido satírico y burlón de los textos y en 1819 publicó en Burdeos su traducción, que, como dice Fuentes, «pasa por ser un dechado de su mejor prosa castellana» (1989: 270).

Voltaire es un narrador agudo, que cuenta una historia ejemplar en cada uno de sus pedazos de literatura, algo que sin duda atrajo a Marchena. Sin embargo, a pesar de que todos los cuentos son igualmente importantes y a falta de más espacio, a continuación se realizará la comparativa de un único texto, Candide, ou l’Optimisme, que puede representar el modelo de traducción de todos los demás.

Este relato es una mezcla de Rabelais, Lazarillo y Cervantes. La historia narra cómo Cándido encuentra y hace el amor con la bella Cunegunda al principio de la trama, pero al final de la misma vuelven a reunirse y ella tiene un aspecto feo y desagradable.

Lo cierto es que Marchena se mantiene bastante cerca del texto original. En cuanto a los nombres de los personajes, la única licencia que se permite el traductor es adaptar algunos apelativos (por destacar tres ejemplos, Pangloss se traduce como Panglós, Jacques se convierte en Jacobo y frère Giroflée pasa a ser fray Hilarión). En relación a los títulos de los capítulos, en la traducción hay dos cambios: en primer lugar, el capítulo VI francés acaba con la frase «et comment Candide fut fessé» y el español dice «y de los doscientos azotes que pegaron a Cándido», cuando en el texto original no se explicita en ningún momento la cantidad de golpes; en segundo lugar, el capítulo X expone «et de leur embarquement» y la traducción expone «y de cómo se embarcaron para América», si bien es cierto que en este caso sí se especifica en el relato el destino de los personajes.

Por otro lado, si nos fijamos en el texto, podremos observar que Marchena apenas cambia nada. Sí es cierto que, respecto del original, modifica la puntuación: en algunos fragmentos recompone la estructura de los párrafos o elimina los signos de diálogo (en el capítulo IV, por ejemplo, relata la conversación entre Cándido y Pangloss en lugar de dejarla como el diálogo que marcaba el original). Por lo demás, Marchena hizo un trabajo limpio, fiel y correcto: no se encuentran omisiones, descuidos, ampliaciones o nacionalizaciones, ni siquiera galicismos olvidados. No es de extrañar, pues, que Menéndez Pelayo considerara su versión «fácil y castiza y donosa [...] que casi compite en gracia y limpieza de estilo con los cuentos originales».

Por último, llama la atención una breve frase del capítulo XI: en el original, la vieja exclama al final del fragmento «o che sciagura d’essere senza coglioni!», a lo que Marchena escribe «oh che sciagura d’essere senza cogl…». Marchena, tan políticamente incorrecto en ocasiones, tuvo la amabilidad de dejar a medias una palabra malsonante. Sin duda no le tenía miedo a la censura (¿qué hubiese cambiado ya?), por lo que resulta curiosa su elección. Quizás no quiso «estropear» lo limpio de su traducción con semejante palabrota, quién sabe...

Antes de cerrar este apartado, resultaría oportuno traer aquí una cuestión que apunta Ramírez Gómez en su artículo sobre traductores dieciochistas. A pesar de lo que señala, no parece comparable la modificación que se hizo de las Novelas con, por ejemplo, la que se dio con los textos de Molière. Cuando dice que «Amador de Castro cauteloso pero certero, dota el texto de un denso aparato crítico surtido de comentarios varios, reseñas de olvidos y añadiduras del traductor» (1999, 61), sugiere más bien pequeños detalles que grandes cambios. Con las páginas de este trabajo se ha intentado hacer una comparación entre los originales y las obras en castellano de Marchena y, tras analizar todos los escritos, no sería inexacto afirmar que donde menos se ve la nacionalización marchenista es precisamente en Voltaire, más allá de las nimiedades que ya se han comentado.

Conclusión

Después de todas estas páginas, una cosa debe de quedar clara: Marchena fue un verdadero personaje. Su vida estuvo llena de viajes, altibajos y reivindicaciones. Sirvió a reyes intrusos y visitó la cárcel en varias ocasiones. No es de extrañar, pues, que muchos de sus compañeros de profesión —y de andanzas— se hicieran eco de su existencia, tanto para alabarlo como para enumerar sus maldades.

Gracias a sus trabajos, se puede deducir que estilísticamente estuvo siempre en contra del galicismo y a favor de la pertinencia. Es decir, apreciaba su idioma natal y por ello no quería que se “ensuciara” con extranjerismos innecesarios, pero tuvo presente en todo momento que las ideas que le interesaban venían de más allá de los Pirineos. Por eso eligió a los autores que más le convencían; aquellos que, además de ofrecer buena literatura, regalaran a sus lectores lecciones de filosofía, política y ética.

Marchena tenía un sistema de trabajo para cada uno de sus textos. Una vez escogidos, seguía un simple criterio: en función del género, modificaba más o menos los originales. A grandes rasgos, puede afirmarse que la comedia era objeto de gran adaptación y la epístola no; Molière acaba sufriendo varios cambios (personajes, localizaciones, tono, etc.), mientras que Rousseau y Montesquieu no (y lo mismo ocurre con Voltaire, a pesar de que sus Novelas pertenezcan al género narrativo). Esto responde a la concepción que el abate tenía sobre la literatura: para él resultaba más pertinente adaptar al estilo español una comedia, ya que el público al que iba dirigido comprendería mejor el texto cuanto más cerca estuviera de su realidad; por el contrario, mantener la verosimilitud era algo primordial en los libros donde predominaba el relato, con el objetivo de no alterar su atmósfera original. Y con esto no quiere afirmase que fuera irregular en sus traducciones, sino que cada una requería —en su opinión— de un trato diferente.

A lo sumo, no resulta exagerado afirmar que el abate fue una figura muy importante en el ámbito de la traducción dieciochesca y decimonónica. Dice Menéndez Pelayo que “como recurso de su miseria, a la vez que como medio de propaganda, emprendió Marchena, para editores franceses, la traducción de varios libros de los que por antonomasia se llamaban prohibidos, piedras angulares de la escuela enciclopedista” (1946: 97). Su trabajo fue un reflejo de su pensamiento y su pensamiento le ayudó en su trabajo. Sin duda el devenir de su vida forjó ese carácter reivindicativo, burlón y canalla, que estuvo reflejado en todas y cada una de las obras que tradujo. Ofreció a sus contemporáneos versiones de textos clave para entender la época y lo hizo siempre de una manera profesional y comprometida. En todo momento se mantuvo fiel a sus vocaciones y por ello se merece el respeto y la admiración de lo que siempre fue: uno de los grandes intelectuales de su tiempo.


NOTAS

(1) Marcelino Menéndez Pelayo menciona que: «Del inglés tradujo, en 1802, la Ojeada, del Dr. Clarke, sobre la fuerza, opulencia y población de la Gran Bretaña, añadiendo, por apéndice, la importante correspondencia inédita de David Hume y el Dr. Tucker. Del italiano una obra muy extensa e importante, que hizo época en los estudios orientales, el Viaje a la India, del carmelita descalzo Pr. Paulino de San Bartolomé, misionero apostólico en la costa del Malabar y uno de los que revelaron a Europa la existencia y los misterios de la lengua sánscrita y de la religiones del Extremo Oriente», Estudios y discursos de crítica histórica y literaria, vol. IV, Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1944, pp. 161-162.

(22) Stephen Greenblatt recuerda que Giordano Bruno profesaba ideas sobre el universo y el cosmos muy similares a las que encontró en el poema de Lucrecio. Por exponerlas murió en la hoguera en 1600. Maquiavelo y Marsilio Ficino también se interesaron por el poema, pero ocultaron haber trabajado con el texto. Recordemos que De rerum natura (De la naturaleza de las cosas) permaneció oculto y perdido durante un milenio y que sus ideas chocaban frontalmente con las ideas religiosas del momento en el que reapareció. T. Lucrecio Caro: De rerum natura, Introducción, Barcelona, Acantilado, p. 127.

(3) Esta etapa ha sido estudiada en un artículo de Georges Demerson, «Marchena à Perpignan», Bulletin Hispanique, LIX, 3 (1957), 284-303.

(4) Marchena añade una tercera escena en el primer acto.

(5) Parece que en castellano marotte no tiene traducción literal. Se encuentra una referencia en el Nouveau Dictionnaire de Sobrino, françois, espagnol et latin (1775) que dice así: «MAROTTE, s. f. Muñeca sobre un palo, que los locos trahen en la mano para darle a conocer». También se define como «tema de locos».

(6) Op. cit., p. 174.

(7) En El Censor, 80 (9 de febrero de 1822). Citado en Francisco Fuentes (1989, 268).


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