Arrinconado en ediciones que tienen (todavía) prólogo y efigie de Franco, en papel malo, en volúmenes intonsos si se encuentran en una biblioteca, Menéndez Pelayo parece el anverso de lo que fue: un pensador brillante, un escritor irónico capaz de provocar auténticas carcajadas, un poeta que leía la poesía como lee un poeta quitando la impenetrable hojarasca hasta encontrar un verso bueno sin importarle quién lo hubiera escrito, ni cuándo, ni dónde.
Las dos epifanías, la risa y la belleza, forman parte de una lectura que no comparte su ideología tremendista, porque esa escenografía encubridora —que el propio texto o las notas al pie de página (tal es uno de los máximos encantos) denodadamente desmienten— es un exceso retórico que puede dejarse de lado. El relato de la verdadera y riquísima cultura de España hace palidecer las magnos triunfos imperiales, los tristes fastos del poder sin gloria, los jinetes de bronce cabalgando hacia la nada.
Quizá por ser americana, por ser del lugar donde el colonialismo no pudo ocultar su verdadera cara, por la conciencia compartida de que cierto pensamiento hispánico, hispanizante y ahora panhispánico buscó y sigue buscando allende los mares el botín barato de algún tipo de expolio —el oro, la plata, el «negocio del español»—, la honestidad intelectual de Menéndez Pelayo me resulta intensamente conmovedora. Su defensa de la heterodoxia de esta nación de naciones —la pluralidad lingüística y cultural— se opone a las telarañas que tiñen a cierta España de oscuridad, de siempre renovado oscurantismo, de injusticia, avaricia y terror.
Formó parte del pensamiento desacralizador de Menéndez Pelayo situar a la traducción en el centro de la escena literaria porque esta forma de escritura es lo contrario del ensimismamiento que proclaman las teorías del natural «genio de la raza» o del Santiago y cierra España. No se traduce para vencer; se traduce para conocer y esta curiosidad minuciosa es lo que registra la biblioteca de versiones mayores, menores, minúsculas, que libro a libro, construyó el inmenso talento retórico del llamado «polígrafo santanderino».
Siendo todavía un adolescente, empezó a anotar textos trasladados por autores españoles que, en su peculiar definición del gentilicio, incluía a portugueses, americanos, judíos expatriados y diversas lenguas: castellano, catalán, gallego. De esas investigaciones resultaron las siguientes obras: Horacio en España (1877), Traductores de las Églogas y Geórgicas de Virgilio (1879), Traductores españoles de la Eneida (1879), Bibliografía hispano-latina clásica: códices, ediciones, comentarios, traducciones, estudios críticos, influencia de cada uno de los clásicos latinos en la literatura española (1902) y la Biblioteca de traductores españoles (1952-1953) editado de forma póstuma. En Historia de los heterodoxos españoles (1880-1882), Historia de las ideas estéticas en España (1883-91), Antología de la poesía hispanoamericana (1893) y Orígenes de la novela (1905, 1907, 1910) también aparecen noticias y comentarios sobre versiones o, incluso, traslados fragmentarios de su propia mano.
Entre las traducciones que llevan su firma se publicaron en vida las Obras completas de Marco Tulio Cicerón (1879-1901), Dramas de Guillermo Shakespeare (1881), Odas, epístolas y tragedias (1883) y el Diálogo sobre las justas causas de la guerra de Juan Ginés de Sepúlveda (1892). Odas, epístolas y tragedias, con prólogo de Juan Valera, contiene los traslados juveniles, realizados hacia 1875, de poetas griegos, latinos y europeos, como André Chénier, Lord Byron, Ugo Foscolo, Francisco Manuel do Nascimento (conocido como Filinto) y Joaquín Rubió. Los cuatro dramas de Shakespeare iban a formar parte de unas obras completas que nunca llegaron a editarse. Menéndez Pelayo tradujo y prologó Macbeth, Otelo, Romeo y Julieta y El mercader de Venecia.
No existe en sus obras o en sus versiones una teoría de la traducción ni tampoco reflexiones que vayan más allá de la valoración de cada traducción en particular. Pensar que la traducción sea algo separado de lo literario o que se deba guardar fidelidad al original es una concepción moderna. Para Menéndez Pelayo traducir era simplemente otro modo de escribir y no parecía ver razones para juzgar el resultado con parámetros que no fueran estéticos. La perduración de las palabras dependen de la belleza y sus juicios no transigen jamás con los convenciones al uso: lo bueno se diferencia de lo malo y, como comprueba el regocijado lector, no se equivoca nunca.
Marcelino Menéndez Pelayo fue un nacionalista católico tan efusivo como para que la posteridad rencorosa que gobernó España durante largos decenios lo convirtiera en mentor involuntario y en ideólogo. Fue un investigador descuidado porque citaba muchas veces de memoria, se equivocaba, exageraba y multiplicaba. Fue un célibe de vida disipada, como se decía entonces, detalle que sus biógrafos más diligentes omiten como si llevar una existencia de santo varón fuera el correlato necesario de las inteligencias poderosas. Todo esto carece de importancia para el verdadero lector de sus obras. No se lo lee con la distancia que reclama el ensayo o la reconstrucción histórica ni con la reverencia que parece deberse al personaje. El lector se olvida de todo eso porque lo que tiene delante repite una y otra vez el misterio, la anomalía delirante y apasionada, la profundidad abismal y oscura de las más extraordinaria de las obras literarias.
Anna Gargatagli