2007

 

LA TRADUCCIÓN DE AMÉRICA
Ana Gargatagli


Departamento de Filología Hispánica
Universidad Autónoma de Barcelona



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1.

Uno de los documentos más curiosos de la (todavía no escrita) historia de la traducción del castellano es el grupo de leyes que figuran en el Título XXVIIII, Libro II, de la «Recopilación de leyes de los Reynos de Indias». Se llaman «De los intérpretes» y son quince disposiciones fechadas entre 1529 y 1630, y firmadas por Carlos V, Felipe II y Felipe III.(1)

Las leyes que emanaban del Consejo Real y Supremo de las Indias reglamentaron de manera exhaustiva (y repetitiva) todo lo que afectaba a la vida americana. Se tratan desde asuntos en apariencia insignificantes como, por ejemplo, que los indios no podían ir a caballo (RI, Ley xxxiij, Libro VI, Título I, 1550, 1570); que los negros no estaban autorizados a usar adornos de oro, ni de ningún tipo (RI, Ley xxviij, Libro VII, Título V, 1571); o que los indígenas no podían echar ciertas hierbas al pulque (RI, Ley xxxvij, Libro VI, Título I, 1529, 1545, 1607, 1673); hasta otros de mayor trascendencia y que determinaron la forma política, jurídica, cultural y administrativa del Imperio español.

Si existen fundadas dudas sobre la utilidad que tuvo este formidable ordenamiento jurídico (piénsese, por ejemplo, que las mismas leyes se repiten año tras año o que, por estar escritas en castellano, no podían ser leídas por los indios, o que, por no estar impresas, tampoco podían ser conocidas por el conjunto de los españoles que vivían en América),(2) hoy tienen un valor incalculable. Las leyes de Indias son una descripción minuciosa de como los reyes y sus consejeros imaginaron América; también sirven para entender cómo fue realmente la sociedad colonial, la que se refleja en todo lo penalizado.

Y aunque esta tensión entre lo que imaginaban unos y realizaban otros; entre lo que se hacía y lo que se decía; entre lo que se podía decir, convenía decir o sencillamente omitir, debe tenerse en cuenta cada vez que se analice cualquier aspecto de la historia de ese continente, es particularmente importante en el campo de la traducción y las lenguas.


2.

Dicho esto, resumiré brevemente el contenido de estas disposiciones: en la primera ley, la de 1529, donde todavía se los llama lenguas, se describe a los intérpretes como ayudantes de gobernadores y de la Justicia, y se establece que no pueden pedir ni recibir de los indios, joyas, ropas, mantenimientos (comida). Se recuerda, dice el texto, que los indios sólo tienen estas obligaciones con sus encomenderos. En 1537, (aquí también se los llama naguatlatos) se establece que los indios que no sepan la lengua castellana podrán hacerse acompañar por un «Christiano amigo suyo» (...) para ver si lo que ellos dicen á lo que se les pregunta y pide, es lo mismo que declaran los Intérpretes». Las diez leyes de 1563 conceden a los intérpretes una jerarquía profesional bien definida: se les fija un sueldo: más de doce preguntas, dos tomines; menos de doce, un tomín; tienen días y horarios de trabajo; se determina que en cada Audiencia debe haber cierto número de intérpretes, los que deben «jurar de forma debida que usarán bien y fielmente, declarando é interpretando el negocio y pleyto, que les fuere cometido, clara y abiertamente, sin encubrir, ni añadir cosa alguna, diciendo simplemente el hecho, delito, ó negocio, y testigos, que se examinaran, sin ser parciales á ninguna de las partes, ni favorecer más á uno, que á otro».

La ley de 1583 recuerda que no se cumple con lo anterior y que «muchos son los daños, é inconvenientes que pueden resultar de que los Intérpretes de la lengua de los Indios no sean de la fidelidad, christiandad y bondad que se requiere, por ser el instrumento por donde se ha de hacer justicia, y los Indios son gobernados, y se enmiendan los agravios que reciben». Problema que cuarenta y siete años más tarde no parece haberse subsanado, pero sí olvidado. Así, dice la última ley de 1630: «Nombran los Gobernadores á sus criados por Intérpretes de los Indios, y de no entender la lengua resultan muchos inconvenientes».


3.

¿Qué dicen estas leyes? En primer lugar, nos informan que a comienzos del siglo XVI se utilizaba la voz intérprete para designar al mediador entre personas de distintas lenguas. Pero esto no es ninguna novedad. Joan Corominas registra su aparición en 1490;(3) aparece en el Diálogo de la lengua de Juan de Valdés (1536) referida a los intermediarios entre españoles, fenicios, griegos;(4) y era bastante frecuente entre los traductores de la época para describir su oficio; la usaron: Alfonso de Cartagena, Juan de Mena, Pedro González de Mendoza, Carlos, príncipe de Viana, Alonso Fernández de Madrid, Diego Gracián, Pedro Simón Abril.(5)

Pero, ¿qué significaba realmente? De hecho, en este período, ninguno de los vocablos que se utilizaron para describir esta actividad tenía valor semántico propio. Peter Russell sugiere que «no se observa ninguna distinción funcional entre interpretar, arromançar, romançar, traducir, trasladar, transponer, vulgarizar, transferir».(6) Y aunque el corpus de reflexiones sobre la traducción (las contenidas en los prólogos de las versiones publicadas en el siglo XV Y XVI) confirman su opinión, también sugieren que interpretación, interpretador, intérprete, estaban todavía muy ligados a la acepción que les había dado san Jerónimo en el 365 d. C., y que reproduce Alfonso de Madrigal «el Tostado» hacia 1440: «dos son las maneras de traducir. Una es palabra a palabra, et llámase interpretación».(7)

Es decir, podemos conjeturar que: 1) el término y sus derivados estaban asociados a un modo de traducir: el literal, con todos los equívocos que esto supone; 2) que también significaba cualquier tipo de traducción (lo que observa Russell); 3) que además servía para designar al mediodor oral. Pero esta vaguedad semántica no es sólo propia del castellano; también vemos que Lutero llama Dolmetschen (intérprete) a todos los aspectos del oficio del traductor.(8)

Por otra parte, tampoco estaban muy delimitadas las funciones del iintérprete «oral». Gianfranco Folena señala que interpres -etis (del léxico latino jurídico-económico: mediador, árbitro de precios) se convirtió en las llenguas neolatinas en el tecnicismo para designar al traductor «oral» profesional, y sustituyó a los derivados del término árabe turguman: mediador entre musulmanes y cristianos.(9)

Sabemos que la forma castellana trujamán (1300) adquirió, como en francés (de donde nos vino trucheman, siglo XIV) un significado peyorativo (recordemos que para Pascal un truchement era un correveidile cuyos traslados no son desinteresados),(10) pero ignoramos cuándo los intérpretes dejaron de ser mediadores entre personas de distinta lengua y se convirtieron en los «profesionales» de que nos habla Folena. En cualquier caso, para España, estos documentos que estamos analizando son un valioso antecedente.


4.

Llama la atención (antes de pasar a otras cuestiones) que a estos traductores se los denomine lenguas y naguatlatos. El segundo de estos vocablos no fue un término general sino específico de los que traducían del náhualt; lengua, en cambio, fue muy usual. Aparece con profusión en las Crónicas de Indias, y es probable que se tratase de un neologismo acuñado por los españoles al intentar relacionarse con los habitantes del lugar. De hecho, Gonzalo Fernández de Oviedo llamaba lenguas a algunos pobladores de América Central. Tratándose de un texto jurídico no podemos pensar que sean notas de color local, pero se nos escapa el interés de la precisión semántica. Siendo «intérprete», un término muy corriente en España sólo podemos pensar, como en numerosos otros casos, que el legislador deseaba fundar una realidad paralela, una nomenclatura especial como la que se aplica al reino animal o vegetal, es decir, a lo no humano. Y esto nos lleva a preguntarnos, no qué dicen estos textos, sino cómo debemos leerlos. Es decir, ¿cómo leyes, cómo invención de una realidad o cómo traducción del pensamiento español en América? Pero, suponiendo que nos inclinemos por la última posibilidad: ¿qué pensamientos eran estos?

Aquí se pide a los intérpretes: «fidelidad», «claridad», «imparcialidad», se los describe como dotados de un «saber autónomo», lo que les da una «función social» y «profesional» , desvinculada por completo de la actividad literaria. Son trabajadores free lance con horarios, días de trabajo, con especialidades: económicas, penales, etcétera. Y esto no es nada; se está aludiendo a lenguas que eran «modernas» en ese momento, contemporáneas, vivas. Se está hablando, si se permite la hipérbole, de las aproximadamente 1000 lenguas agrupadas en 133 familias lingüísticas que había en América cuando llegó Cristóbal Colón.(11) En resumen, alguien, en el siglo XVI, era capaz de imaginar a los intérpretes del siglo XX.

Pero nuestro optimismo se corrige de inmediato si recordamos que a estos intérpretes o lenguas o nahuatlatos se les pide además «christiandad y bondad», virtudes ajenas a los conocimientos lingüísticos y, lo que es más interesante, se dice que el mal desempeño de sus funciones traerá aparejado castigos variados, costosos y duraderos. Así leemos al final de todas las leyes y ordenanzas: «le castiguen con todo rigor», «volverán lo que se llevaren (...) y perdimiento de oficio»; «pagarán el daño, interés y costas á la parte»; «pena de medio peso», «pena de tres pesos por la primera vez, por la segunda la pena doblada, la tercera pena doblada, pierdan los oficios», «pena de volver lo que así se llevaren y contrataren, con las setenas y de privación perpetua de sus oficios», «pena de que (...) pierda sus bienes para nuestra Cámara y Fisco, y sea desterrado de la tierra».(12) Y si a esto le sumamos lo que estas leyes penalizan: recibir dádivas, regalos, hacer interpretaciones sesgadas o interesadas, o que ya en 1583 no tienen «fidelidad, christiandad y bondad», y que en 1630 hacen de traductores los criados de los gobernadores, aun no sabiendo las lenguas, parece que estos intérpretes no son hijos del pensamiento del Humanismo sino del de la Inquisición, y de sus graves secuelas: ignorancia, delación, corrupción y degradación moral.

Y también parece que este código no es un conjunto de reflexiones modernas sobre el arte de la traducción (lo triste es que podría haberlo sido) sino un espacio social imaginario, bastante sórdido, en el que los intérpretes, despojados de las gratificaciones que puede producir esta actividad, reciben sobornos y castigos, y ocupan alternativamente el lugar de la víctima y del victimario. Y, sin embargo, esto es lo extraordinariamente paradójico, son «el instrumento por donde se ha de hacer justicia, y los Indios son gobernados, y se enmiendan los agravios que reciben».

Justicia y gobierno, cuya legitimidad y efectividad no podemos cuestionar aquí, pero que tuvo que hacerse en lenguas ajenas a jueces, gobernados y gobernantes. Las autoridades: gobernadores, presidentes de Audiencia, oidores, no hablaban ni entendían las lenguas amerindias (lo prueba el simple hecho de que usaran intérpretes o lo que dice la ley de 1537) y, por otra parte, los colonizados, salvo excepciones, no hablaban ni entendían el castellano.


5.

¿Quiere decir esto que en América no se cumplió la frase de Lorenzo Valla: «La lengua es el instrumento del Imperio»,(13) que fue desde siempre el punto de partida de la expansión de las lenguas por el mundo? Por cierto, no. Cuando «Antonio de Nebrija, en 1492, regaló su gramática castellana a la reina Isabel y ésta le preguntó que para qué podía servirle este libro si ya sabía el español, Nebrija contestó precisamente con la frase de Valla: —Señora, la lengua es el instrumento del Imperio».(14) Y no solo esto, también podemos conjeturar que son muy tempranas (de este mismo período) algunas ideas que con el correr del tiempo se convirtieron en la ideología de la hispanidad de España y América: la extensión, considerada como un mérito, y la pureza (que contradice lo anterior) entendida como «limpieza de sangre» verbal, como ideal último y perdurable. Así leemos, en 1526, que Alonso Fernández de Madrid, el traductor del Inchiridum Militis Christiani de Erasmo de Rotterdam, ya utiliza la difusión del castellano de América para justificar su versión (una osadía en aquellos tiempos).(15) Y también vemos cómo Juan de Valdés en El diálogo de la lengua repudia el Vocabulario latino-español, español-latino de 1492, porque «aunque Librixa (Nebrija) era muy docto en la lengua latina, que esto nadie se lo puede quitar, (...) no se puede negar que era andaluz y no castellano».(16)

Y aunque estas hipótesis sobre la ideología del castellano todavía hay que estudiarlas más a fondo, tenemos bastantes documentos que prueban que «en interés de la realpolitik a los súbditos de la monarquía universal española había que animarlos a hablar español».(17)

Así, a partir de 1516, se suceden recomendaciones, sugerencias, ruegos de que se enseñe a leer y escribir en castellano. En 1550, la primera ley general sobre este problema (RI, ley xviij, Libro VI, Título I) ordena que los sacristanes (como en España) enseñen esta lengua a los niños indios, porque en sus idiomas no se pueden explicar «los Misterios de nuestra Fe Católica sin cometer grandes disonancias ó imperfecciones».

Pero las órdenes de la Corona ( por razones que veremos de inmediato) no fueron obedecidas. Ni en ese momento, ni más tarde. Así después de muchos debates y no pocos conflictos entre misioneros y juristas, llegamos a 1770, en que una Real Cédula de Carlos III convierte en «ilegales» a las lenguas amerindias: «para que de una vez se llegue a conseguir que se extingan los diferentes idiomas de que se usa en los mismos dominios, y sólo se hable en castellano».(18)

Ahora bien, estos ideales lingüísticos contradecían por completo la política oficial de la Iglesia Católica que promovía la evangelización de los nativos (en América y otros dominios) en sus propias lenguas. Postulado básico al que la corona española tuvo que someterse, porque lo único que legitimaba la conquista de América era la misión evangelizadora.

Leídas y releídas las bulas papales de Alejandro VI, único título de propiedad de que dispusieron los Reyes Católicos y sus sucesores sobre aquel enorme continente, los teólogos y juristas, después de unos setenta años de debate, sólo se pusieron de acuerdo en un punto: allí había herejes.(19) Convertirlos a la fe cristiana era el deber que el «Vice-dios»(20) en la tierra les había impuesto a estos monarcas «universales» y campeones de la fe.

Pero esto, aunque fundamental para entender el problema básico, no explica por qué no se hicieron más esfuerzos «oficiales» para difundir el castellano. En realidad, no se podía. Los sacristanes, indios o mestizos, no estaban capacitados para enseñar castellano a muchos millones de personas, y los misioneros no querían. Aunque algunos sostenían que los indios no tenían condiciones para aprender una lengua europea, la gran mayoría no deseaba que sus protegidos (de verdad lo eran) se corrompieran con el contacto con los españoles. Dejando de lado las misiones jesuíticas, verdaderas fortificaciones militares donde no podían entrar los europeos, hubo muchos intentos de crear sociedades apartadas de los laicos(21) que daban muy malos ejemplos, cuando no —como era manifiesto— explotaban cruelmente a los indios.(22)

Y esto da forma al eterno doble discurso sobre América (una cosa es evangelizar herejes, otra muy distinta es apropiarse de sus bienes, tierras y de ellos mismos como fuerza de trabajo), también es el origen del doble juego que se hizo con los idiomas: se mantuvieron las lenguas americanas para la evangelización o para ciertos contactos orales, pero la cultura escrita: leyes, documentos, estudios universitarios, libros, se hicieron siempre en latín o castellano. Y esta última lengua, que terminó por expandirse por la propia dinámica de la colonización, produjo «otra» cultura española que, cuando la Madre Patria y sus hijas —ya independientes— repartieron sus bienes, por razones que no resultan muy claras, fue generosamente adjudicada a América. (Por las limitaciones de este trabajo no puedo describir esa cultura transplantada al Nuevo Mundo, pero es necesario apuntar que su desarrollo fue muy desigual y exclusivamente urbano. No pueden compararse los niveles de educación de algunas ciudades, con las amplias zonas rurales, cuyos habitantes, al final del período colonial, eran analfabetos, como tampoco pueden extenderse las riquezas de México o Lima (donde casualmente vivieron las grandes civilizaciones precolombinas) con, por ejemplo, las del Río de la Plata. En ese extenso espacio austral (Argentina, Uruguay, Paraguay y parte de Bolivia) se publicaron —en los tres siglos coloniales—cuatro libros: tres en latín y una traducción del francés.(23)


6.

Ahora bien, volviendo al tratamiento que tuvieron las lenguas y las culturas que había en América cuando llegó Colón, debemos decir que no nos consta de que hubiera habido por parte de las autoridades españolas (reyes, consejeros de Indias, virreyes, gobernadores, etcétera) ningún interés por respetarlas (fuera del ámbito que delimitamos). Por el contrario, existen numerosas pruebas de que se obstaculizaban las tareas evangelizadores (y lingüísticas) de los misioneros, y lo que aún es más grave, que textos y traducciones de incalculable valor histórico, antropológico y literario, se perdieron, se olvidaron o nunca fueron impresos.

Dicho todo esto, estamos obligados a pensar que el problema de las lenguas y la traducción en América se entendió de modos muy diversos. Pero hubo, si se puede llamar así, dos grandes respuestas a la diversidad y a la rareza de las lenguas americanas. La primera (y que en cierto modo continúa hasta el presente y por eso la veremos al final) fue la de la sociedad civil: conquistadores, colonizadores, autoridades (incluso eclesiásticas). La segunda, más efímera, fue la de los misioneros: franciscanos, dominicos, agustinos, jerónimos, mercedarios y jesuitas que llegaron a América (como comunidades religiosas) entre 1502 y 1566.

Estos religiosos, al principio, empezaron a enseñar el catecismo por señas, con dibujos, cuadros o métodos aún más expresivos, como los gatos y perros que Jacobo de Testera (el gran defensor de los indios ante Carlos V) hizo arder en un horno ante los ojos aterrorizados de sus potenciales feligreses.(24) Y también la confesión, en esos primeros tiempos, se hizo mediante intérpretes. Pero esto, a todas luces, no era coherente con las normas de la Iglesia. Ni la confesión podía admitirse sin intimidad, ni los sacramentos podían impartirse sin nociones básicas de lo que la religión católica considera las verdades de la fe. Esto impulsó a los religiosos a estudiar a fondo las lenguas del lugar, con paciencia conmovedora y con un rigor encomiable.(25) Así, después de muchos esfuerzos, estuvieron en condiciones de escribir «artes» (gramáticas) y «vocabularios» (diccionarios) de unas cincuenta de ellas y también de traducir textos doctrinarios: breviarios, misales, diurnarios, horas, entonatorios, procesionarios, que fueron (se han conservado muy pocos) los únicos libros a los que tuvieron acceso los indígenas, y por esto su único contacto escrito con la cultura y la civilización europeas.

Pero no vaya a pensarse que por su escaso número y su estricto contenido religioso, estas obras tenían fácil y rápida divulgación. En absoluto. En América no sólo estaban prohibidos los libros de ficción («las historias profanas, fabulosas y fingidas», RI, Ley iiij, Libro I, Título XXIII) sino que el celo inquisitorial llegó a hurgar en lo más hondo de los textos religiosos y también en los vocabularios. Ciertamente, después de 1559, cuando la Inquisición en España prohibió las Sagradas Escrituras en vulgar y bastantes obras más, muchos de estos manuales (que contenían pasajes de la Biblia a algunas lenguas ya desaparecidas) se destruyeron. Pero la censura no se detuvo allí, ya convertida en pesadilla, exigió cada vez más controles «filológicos» para ver si lo que se decía en náhualt, tarasco u otomí respondía a las «verdades de la fe». Así, el Concilio Primero Mexicano de 1555, para evitar confusiones de los indios y «por errores de traducción, mandó que se recogieran todos los sermonarios en lenguas de los indios que en sus manos anduviesen, con la esperanza de darles más tarde otros nuevos, ajustados a sus alcances, y (que) fuera de esto, cada ejemplar que se entregara a un indio debía llevar la firma del sacerdote que se lo ponía en sus manos».(26) Y las Leyes de Indias de 1574, 1575 y 1584 (RI, Libro I, Título XXIIII) extreman estas medidas.

Pero si todo esto resulta curioso, la inclusión de gramáticas y diccionarios es en extremo sorprendente. ¿Qué horrores para la fe cristiana podían contener? Y curiosamente lo mismo que se preguntaban esos sagaces inquisidores es lo que hoy podría preguntarse un antropólogo o un traductor modernos conocedores de lo que realmente fueron las culturas amerindias. ¿Cómo decir en esas lenguas los conceptos de la fe católica? ¿Cómo explicar a los mexicas,por ejemplo, la idea de una deidad excluyente, asexuada e inmutable que (contrariamente a lo que se pensó) también tenían un dios superior y único: Huitzilópochtli, pero que era definido en estos términos : «dador de la vida», «el que se está inventando a sí mismo», «el Señor y la Señora de la dualidad»? ¿Cómo explicar la idea de un dios excluyente en Mesoamérica, donde se respetaban los dioses de los pueblos que sometían y a los que les habían dedicado inclusive un templo: el Coateocalli, casa de distintos dioses?(27)

Sabemos muy poco de estas respuestas.(28) Y el material que se conservó todavía está por analizarse. Conocemos que algunos intérpretes adoptaron palabras castellanas o latinas para los términos más difíciles y que otros optaron por traducirlas con resultados, en algunos casos, inusitados. Así los tupinamba terminaron por advertir a los misioneros que Tupan, el vocablo que habían adoptado para Dios, era, para ellos, un genio de rango inferior, no ese ser excelso del que hablaban los religiosos. O también conocemos la equivocada recomendación de Juan de Zumárraga, obispo de México entre 1528 y 1548, de que los traductores no usaran la palabra papa sino pontífice o pontifex para que los indios no confundieron al santo padre con los sacerdotes paganos; precaución innecesaria, porque los mexicas (de ellos se trataba) nunca habían llamado papa a sus sacerdotes.(29)


7.

Ahora bien, si todo lo reseñado, aunque perdido, mutilado, destruido y olvidado, puede ser calificado de grandiosa experiencia de traducción, hubo algo aún más importante. Se trata de las traducciones que algunos religiosos hicieron no de obras europeas, sino de textos de las desaparecidas culturas americanas, sobre todo de Mesoamérica. Son trabajos del siglo XVI y tienen hoy, para los americanistas, el mismo valor que la piedra de la Rosetta.(30) Como los templos, los monumentos, los códices y los libros fueron destruidos en casi su totalidad, el difícil trabajo de reconstrucción del pasado americano tuvo que hacerse a partir de cero, pero se vio muy favorecido por el hallazgo, en bibliotecas europeas o colecciones privadas, de códices o documentos que no sólo contenían la historia prehispana y la de la Conquista (relatada por los vencidos) sino también traducciones y anotaciones marginales que permitieron decodificar y entender otros documentos.

El arte de interpretar códices pictográficos, de escritura jeroglífica y prefonética (como la que utilizaban los mayas y los aztecas) se estudiaba, antes de la llegada de los españoles, en escuelas especiales: los calmécac. Después de la Conquista, estos centros de estudio desaparecieron y con ellos la posibilidad de descifrar esos valiosos materiales. Sin embargo, y esto es lo que nos interesa, algunos religiosos tuvieron acceso a ellos y, ayudados por viejos sabios que conservaban en su memoria lo que significaban, los tradujeron.

Aunque estas contribuciones al conocimiento del pasado americano fueron casi siempre involuntarias —los religiosos, en rigor, querían saber lo que allí se decía para combatir con mejores armas las «herejías»— su proceder resultó valiosísimo. Lamentablemente, estos prodigios ni los nombres de sus artífices figuran en ninguna historia de la traducción ni en ningún ensayo que tenga como objeto definir la relación del castellano con otras lenguas.(31)

Así como tampoco se recuerdan las únicas obras que describían el mundo precolombino, que contaban la Conquista desde el punto de vista de los conquistados o que contenían —por un riguroso conocimiento de las fuentes— elementos de valoración de esas culturas. Mencionaré las más importantes:

Pláticas (Libro de los Colloquios) de fray Bernardino de Sahagún. Escrito en náhualt y castellano hacia 1530, fue encontrado en el Archivo Secreto del Vaticano en 1924. Reproduce los debates religiosos entre los doce franciscanos llegados a México en 1524 y sabios aztecas.

Historia general de las cosas de Nueva España, también de Bernardino de Sahagún. Escrita en náhualt y traducida al castellano se editó por primera vez en 1829, en México y Londres. La obra se había terminado de escribir en 1585 y fue encontrada en 1779 en un convento franciscano; otro manuscrito apareció en la Biblioteca Laurenciana de Florencia, también en el siglo XIX.

Historia de los indios de la Nueva España, de fray Toribio de Motolinía. Escrita probablemente hacia 1540, se editó por primera vez en Londres en 1848. Contiene referencias muy importantes sobre la vida indígena antes de la Conquista.

Memoriales, también de Toribio de Motolinía. Se trata probablemente de una primera versión del libro anterior. Fue escrita antes de 1550 y se publicó en París en 1903. Contiene veintinueve capítulos dedicados a las civilizaciones que se destruyeron después de la llegada de Hernán Cortés.

Historia eclesiástica indiana de fray Jerónimo de Mendieta. Obra escrita a finales del siglo XVI, se publicó por primera vez en México en 1870. Contiene importantes observaciones tomadas de fuentes originales sobre la vida del México prehispano.

Relación de las ceremonias y ritos, población y gobierno de los indios de la provincia de Michoacán. Son textos que los ancianos de Tzintzuntzan dictaron en lengua tarasca a un misionero, probablemente fray Martín Jesús de la Coruña. También tuvo que escribirse (y traducirse) en la primera mitad del siglo XVI; se publicó, en cambio, en 1860.

Historia de las Indias de Nueva España y Islas de Tierra Firme de fray Diego de Durán. Es la traducción literal del llamado Códice Ramírez. Se redactó en el siglo XVI y se publicó en 1867-1880, en México.

Apologética historia de las Indias de fray Bartolomé de las Casas. También se escribió en el siglo XVI y fue publicada por primera vez en 1904.(32)

Pero para comprender mejor el significado de estas obras, conviene detenerse en una de ellas; seguramente la más importante: la Historia general de las cosas de Nueva España de Bernardino de Sahagún. El autor, franciscano, buscó primero «informantes» del país, gente anciana que había memorizado, siguiendo las pautas de la educación azteca, la historia de los antepasados. Estas personas dictaron textos que abarcaban todos los aspectos que hoy tendría en cuenta cualquier historiador o antropólogo contemporáneos: dioses y diosas, mitos, filosofía moral, retórica, vida social, formas de gobierno y de comercio, arte y artesanías e, incluso, lo que Jourdanet y Siméon (los editores franceses) llamaron un «diccionario en acción». Reunido todo ese material y con expertos de tres lenguas (latina, española y náhualt) se corrigió y se redactó todo el texto en náhualt. Existió siempre la colaboración y vigilancia de especialistas americanos y para la información médica se recurrió a viejos médicos de Tlatelolco. Ultimado esto, Sahagún tradujo todo al castellano. En total cuarenta años de trabajo y doce volúmenes.

Veamos ahora la otra parte de su historia. Todos los sucios ardides que se puedan imaginar para cercenar el trabajo intelectual están presentes en ella: quitarle los amanuenses, trasladarlo, confiscarle los materiales, dispersarlos por distintos conventos de México, devolvérselos, volvérselos a confiscar. Y así hasta que Sahagún murió: tenía noventa años y estaba escribiendo por cuarta vez su historia.(33)

Y hablamos de una obra que está considerada por todos los investigadores como una pieza fundamental de la historia y la prehistoria de México y, por supuesto, de una traducción (el texto es bilingüe) tan rigurosa y metódica como pocas del siglo XVI.


8.

Vayamos ahora a la otra respuesta frente al problema de las lenguas del llamado Nuevo Mundo. Y quizás convenga empezar por el principio, por Cristóbal Colón. El 12 de octubre de 1492, el descubridor anotó en su diario: «Yo, placiendo a Nuestro Señor llevaré de aquí al tiempo de mi partida seis a V. A., para que deprendan fablar.(34) Es decir, para que aprendan a hablar. Los traductores franceses, confundidos por estas palabras, pusieron: «para que aprendan a hablar español», pero se trató de un exceso de interpretación.

Veamos otros ejemplos. «Allí se quedaron quietos y nos hablaron. Cuando un indio de estos se para delante del contrario y le habla, no suele tener buenas intenciones».(35) Esta afirmación es de Ulrico Schmidel (Relación de la conquista del Río de la Plata y Paraguay) que estuvo en América entre 1536 y 1554, es decir, unos veinte años. Las siguientes son de Descripción general del Paraguay de Félix de Azara, un ilustrado, que también estuvo veinte años, entre 1781 y 1801, a tiempo de ver la destrucción final de las misiones jesuíticas y casi el comienzo de los procesos de independencia: «en verdad que sus esfuerzos (se refiere a los miembros de la Compañía de Jesús) en esta parte no podían tener el menor éxito con gentes que diferían poco de las bestias»,(36) o también: «el guaraní (se refiere a las personas que hablan esta lengua) carece de músculos para expresar los afectos del alma»; «su idioma se parece a los gritos de perro».(37) Y para terminar con esta primera, pero prolongada percepción de la incapacidad mental de los pueblos americanos, citemos un testimonio de finales del siglo XIX. Dice Marcelino Menéndez Pelayo en su Antología de poetas hispano-americanos: «el fundamento de esta originalidad (se refiere a la originalidad americana) más bien que en opacas, incoherentes y misteriosas tradiciones de gentes bárbaras y degeneradas (...) ha de buscarse en la contemplación de las maravillas de un mundo nuevo».(38) O también al comparar O Lusiadas con La Araucana anota este comentario: «Camoens tuvo todas las ventajas del argumento (el Oriente misterioso y sagrado), Ercilla escogió como materia de su canto (...) veinte leguas (...) habitadas por bárbaros sin nombre e historia, hasta que él vino a darles la inmortalidad con sus versos».(39) Menéndez Pelayo se refiere a los araucanos, que fueron combatidos con rigor y saña y reducidos a la esclavitud entre 1608 y 1674 «por combatir la Iglesia cristiana y rehusarle obediencia». (RI, Ley xvj, Libro VI, Título II, 1679).(40)

Pero existieron también otras «ideas». Si los conquistadores no podían «oír» lo que decían los habitantes de las Indias, en cambio, creían entender. Auténtico «don de lenguas» (si lo comparamos con los esfuerzos que tuvieron que hacer los religiosos) y que produjo no pocas confusiones. Citemos, por ejemplo, ese diálogo apócrifo que dio nombre a la península de Yucatán. Los españoles desembarcaron allí y gritaron a algunos lugareños que estaban en la orilla: —¿Cómo se llama este lugar? Los hombres mayas contestaron: —Ma c´ubah tahn, es decir, no entendemos vuestras palabras. Los recién llegados decidieron que ese era el nombre del lugar: Yucatán, o sea, no entendemos nada.(41) Y volvamos otra vez a Cristóbal Colón que como políglota (hablaba genovés, portugués, castellano, latín y quizás francés y catalán) podía entender que las semejanzas entre las lenguas son siempre ilusorias. Pero no era su caso. Los tupíes, el primer pueblo con el que tiene relación, le cuentan el terror que sienten por los caribes, sus seculares enemigos. Colón entiende «canibas» y esto reforzó su creencia de que está en las proximidades del Gran Khan Kublay. Sostenido por esta ilusión envía una expedición al interior y un emisario muy especial, el primer intérprete que conocemos en América: «un Luis de Torres, que había vivido con el Adelantado de Murcia, y que había sido judío y sabía diz que hebraico y caldeo, y aun algo de arábigo».(42)


9.

Pero estas percepciones, unas equivocadas, pero justificables; otras inconcebibles, se fueron corrigiendo, no por el convencimiento de que el «otro» con el que estaban tratando tenía algo digno de ser escuchado sino por la propia dinámica de la conquista. Sin duda los recién llegados necesitaban entenderse con los nativos, y si primero usaron señas, como los religiosos, después lo hicieron hablando, directamente, o por medio de los mencionados intérpretes o lenguas. Pero se debe a Hernán Cortés la invención de este paso.

En el camino por Mesoamérica hacia México, los españoles conocieron, por primera vez, sociedades urbanas, es decir, masas enormes de individuos agrupados en ciudades con un abigarrado tejido social. La compleja organización política, económica y militar del imperio azteca obligó a Cortés, que se planteó (cosa increíble) conquistar ese lugar, a buscar información, a dar información, a pactar, buscar aliados. Y para todo esto necesitaba hablar y escuchar. Es lógico, por lo tanto, que apenas desembarcado en Veracruz, buscara intérpretes. Así hicieron su aparición en la historia de América, los intérpretes de verdad, los que sabían las lenguas del conquistador y las de los que serían conquistados. Y estos intermediarios verbales dieron a Cortés mucha más fuerza que los ejércitos de tlaxcaltecas y otros aliados con los que, finalmente, conquistó ese enorme territorio. Si se observa con atención, el famoso conquistador no tenía más poder real que una verborrea, dicen, imparable. Y para traducirla no le era suficiente con un intérprete; utilizó tres: Aguilar, doña Marina o Malinche y Orteguita. Cortés le hablaba a Aguilar en castellano; Aguilar, que había vivido cautivo con los mayas ocho años y sabía bastante bien esa lengua, traducía a la Malinche que hablaba maya y náhualt ; doña Marina se dirigía a los interlocutores aztecas en náhualt; Orteguita, finalmente, un muchachito mexica al que le habían enseñado castellano, verificaba que lo que se decía era lo que quería decir y escuchar Cortés.

De la labor de este equipo tan prometedor da buena cuenta Bernal Díaz del Castillo en su Historia verdadera de la conquista de Nueva España. En esa ficción, ejemplo no catalogado de la extraordinaria literatura picaresca, hay una desgarradora escena que termina con la prisión de Moctezuma. Y allí, el personaje de la Malinche hace una de las más brillantes malas traducciones(43) con que puede contar una historia espuria de la traducción. Sin embargo, el narrador, en vez de comentarnos el error, lo alaba como si no fuera tal. Y no sólo esto: ese instante definitivo en el que la Malinche tergiversa la palabras de unos y otros y manda al magnífico Moctezuma a su aposento y a la muerte, es presentado al lector con un guiño de complicidad: «doña Marina —dice Bernal Díaz a modo de elogioso resumen— era muy entendida» .

¿Y en qué era muy entendida la Malinche?, podemos preguntarnos. En traducir bien, debemos convenir que no, porque dice una cosa por otra. Obviamente, en interpretar, pero no palabras sino ficciones. Es decir, en jugar al como sí de la traducción. Porque doña Marina, a la que Octavio Paz dedicó un conmovedor ensayo(44) fue algo así como la madre de los intérpretes americanos. Ella, como los de las leyes de Indias que se describieron antes, eran indios, o más adelante, mestizos. Olvidados de su propia cultura, corrompidos por un sistema que sólo se pudo construir utilizándolos como instrumento de una comunicación meramente utilitaria o como parte de un decorado en el que siempre hicieron de comparsa. Esos intérpretes —necesarios para construir y perpetuar un imperio— tuvieron un lugar en la legislación y en la historia; los otros traductores, los de verdad, fueron condenados a un respetuoso silencio.


10.

En 1985, Peter Russell se ve obligado a describir a los traductores peninsulares en estos términos: ignorantes del griego, poco conocedores del latín clásico, dependientes en sus quehaceres y en sus teorías de italianos y franceses.(45) Uno de los capítulos más brillantes de la historia de la traducción española (de la que queda todo por investigar) quedó sepultado por aquellas farragosas y mezquinas teorías con las que la Corona española pretendió justificar la conquista de América. La codicia desenfrenada de unos pocos no sólo hundió en la miseria a los pueblos de España (véanse los múltiples estudios sobre las terribles consecuencias económicas del «descubrimiento»), no sólo hizo desaparecer de la historia a los pueblos de América, sino que inventó para legitimarse una superchería tan duradera que aún hoy intelectuales españoles y latinoamericanos siguen repitiendo como si fuera verdad.

Porque si no hubo traducción de América, como queda sugerido o quizás demostrado, ¿de dónde salió la historia oficial de aquel continente? ¿Cómo pueden responder los americanos a la obsesiva pregunta sobre la identidad si sus orígenes fueron sangre, hogueras y secretos?

Traducir es reconocer que el «otro» (sea un individuo o una sociedad) existe; es entrar en la dimensión oscura e insondable de la alteridad; es admitir que nuestro pensamiento no es omnipotente sino más bien limitado y confuso; es conocer, admirar y amar. Y, por encima de todo, traducir es descubrir.

¿Hubo, entonces, traducción de América? No. Quinientos años después del ocultamiento, todo nos obliga a pensar que quienes habitaban aquellas tierras desaparecieron en el silencio.


NOTAS


(1) Recopilación de Leyes de los Reynos de las Indias, mandadas a imprimir y publicadas por orden de Carlos III en 1776. Las citas son de la edición fascsímil de la reimpresión de 1791, 3 vols., Madrid, Consejo de la Hispanidad, 1943. En adelante se llama a este texto RI.
(2) Véase Richard Konetzke, América Latina, II Época colonial, Madrid, Siglo XXI, 1976, pp. 106-116; Angel Rama, «La ciudad escrituraria», en La crítica de la cultura en América Latina, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1985, pp. 3-18.
(3) Joan Corominas, Breve diccionario etimológico de la lengua castellana, Madrid, Gredos, 1976.
(4) Juan de Valdés, Diálogo de la lengua, Madrid, Ebro, 1940, p. 45.
(5) Véase Julio-César Santoyo, Teoría y crítica de la traducción. Antología, Universitat Autònoma de Barcelona, Escola Universitària de Traductors i Intèrprets, 1987, pp. 33, 35, 37, 43, 49, 51, 58, 63 y 69.
(6) Peter Russell, Traducciones y traductores en la península ibérica, Barcelona, Universitat Autònoma de Barcelona, Escola Universitària de Traductors i Intèrprets, p. 28.
(7) Russell, op. cit., p. 25.
(8) Citado por George Steiner, Después de Babel. Aspectos del lenguaje y la traducción, México, Fondo de Cultura Económica, 1980, p. 289.
(9) Gianfranco Folena, «`Volgarizzare´e `tradurre´», en La traduzione, saggi e studi, Trieste, Edizione Lint, 1973, pp. 61-62.
(10) Steiner, op. cit., p. 289.
(11) Antonio Houaiss, «La pluralidad lingüística», en América Latina en su literatura, México-París, Siglo XXI-UNESCO, 1972, p. 43.
(12) Pagar con las setenas quiere decir: «sufrir un castigo superior al que hubiere recibido o a la culpa cometida».
(13) Citado por Anthony Pagden, El imperialismo español y la imaginación política, Barcelona, Planeta, 1991, p. 96.
(14) Padgen, op. cit., p. 96.
(15) Santoyo, op. cit., p. 50.
(16) Valdés, op. cit., p. 36.
(17) Padgen, op. cit., p. 97.
(18) Citado por Konetzke, op. cit., p. 203.
(19) Véase «Desposeer al bárbaro. Derechos y propiedades de la América española», en Padgen, op. cit.
(20) La expresión es del jurista y miembro del Consejo de Indias, Juan de Solórzano.
(21) Ramón Gutiérrez: «Utopías religiosas y políticas en el urbanismo y la arquitectura americanos», en Summarios, Biblioteca Sintética de Arquitectura, n. 100-101, Buenos Aires, 1986, pp. 9-17.
(22) Sobre la explotación y el genocidio de la población americana véanse las cifras de la escue1a demográfica de Berkeley, en Konetzke, op. cit, pp. 92-98; también Laurette Séjourné, Antiguas culturas precolombinas, Madrid, Siglo XXI, 1976, pp. 63-84; y los datos que recoge Tzvetan Todorov, La conquista de América. El problema del otro, México, Siglo XXI, 1987, pp. 137-156.
(23) Juan María Gutiérrez,«Catálogo de libros didácticos publicados en Buenos Aires de 1790 a 1867», en Origen y desarrollo de la Enseñanza Pública Superior en Buenos Aires, Buenos Aires, La Cultura Argentina, 1915, p. 385-418.
(24) Robert Ricard, La conquista espiritual de México, México, Fondo de Cultura Económica, 1986, p. 193.
(25) Véase una descripción bastante amplia de cómo los misioneros aprendieron las lenguas amerindias en Vicente Quesada, La vida intelectual en la América Española durante los siglos XVI, XVIIy XVIII, Buenos Aires, La Cultura Argentina, 1917, pp. 79-107.
(26) Ricard, op. cit., p. 133.
(27) Referencias tomadas de Miguel León-Portilla, Visión de los vencidos, México, UNAM, 1989, pp. 171-205.
(28) Todorov hace reflexiones muy interesantes sobre los problemas de estos traductores, op. cit., pp. 211-254.
(29) Citado por Ricard, op. cit., p. 131.
(30) Séjourné: op. cit., p. 250. También Diego de Durán, Historia de las Indias de Nueva España y Islas de Tierra Firme, México, J. M. Andrade y F. Escalante, 1867-1880, Apéndice de Alfredo Chavero, tomo 11, pp. 3-14.
(31) Es curioso que en una recopilación bibliográfica sobre el tema (Julio-Cesar Santoyo, Traducción, traducciones, traductores. Ensayo de bibliografia española, Universidad de León, Servicio de Publicaciones, 1987) no figure ningún artículo ni libro sobre esta cuestión;
tampoco se hace referencia a este rico periodo de traducciones españolas en la importante antología de textos sobre la traducción compilada por el mismo autor.
(32) Ricard, op. cit., pp. 52-53, 109-138; Miguel León-Portilla, Los franciscanos vistos por el hombre náhualt, México, UNAM, 1985; Joaquín García Icazabalceta, Bibliografia mexicana del siglo XVI, México, Fondo de Cultura Económica, 1958; para las fechas de edición: Antonio Palau y Dulcet,Manual del librero hispano-americano, 36 vols., Barcelona, Librería Palau, 1966.
(33) Ricard, op. cit., pp. 109-115.
(34) Citado por Todorov, op. cit, p. 38.
(35) Ulrico Schmidel, Relatos de la conquista del Río de la Plata y Paraguay, Madrid, Alianza, 1990, p. 104.
(36) Félix de Azara, Descripción general del Paraguay, Madrid, Alianza, 1990, p. 153.
(37) Azara, op. cit., p. 145.
(38) Marcelino Menéndez Pelayo, Antología de la poesía hispanoamericana, Madrid, RAE, 1927, tomo 1, p. IX.
(39) Menéndez Pelayo, op. cit., tomo IV, pp. VIII-IX.
(40) Konetzke, op. cit., p. 158. Véase también RI, Ley xvj, Libro VI, Título II, del 12 de junio de 1679.
(41) Citado por Hernán Cortés, Cartas de relación, Madrid, Calpe, 1922.
(42) Citado por Todorov, op. cit., p. 38-39.
(43) Veamos el texto: «Y desde que Juan Velázquez de León y los demás capitanes vieron que se detenía con él [Cortés seguía hablando con Moctezuma] y no veían la hora de haberlo sacados de sus casas y tenerolo preso, hablaron a Cortés algo alterados y dijeron: —¿Qué hace vuestra merced con tantas palabras?. O lo lllevamos preso o darle hemos de estocadas. Por eso tórnele a decir que si da voces o hace alboroto que le mataremos, porque más vale que de esta vez aseguremos nuestras vidas o las perdamos. Y como Juan Velázquez lo decía con voz algo alta y espantosa porque así era su hablar, y Moctezuma vio a nuestros capitanes como enojados, preguntó a doña Marina que qué decían con aquellas altas palabras, y como doña Marina era muy entendida, le dijo:—Señor Moctezuma, lo que yo os aconsejo es que vais luego con ellos a su aposento, sin ruido alguno, que yo sé os harán mucha honra, como gran señor que sois y de otra manera aquí quedaréis muerto, y en aposento se sabrá la verdad.» En Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de Nueva España, París-Buenos Aires, Sociedad de Ediciones Louis-Michaud, no consta año de edición, tomo 11, cap. XCV.
(44) Octavio Paz, «Los hijos de la Malinche», en El laberinto de la soledad, México, Fondo de Cultura Económica, 1972, pp. 78-107.
(45) Russell, op. cit., pp. 56-62.


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