2009

Don Quijote von der mancha: una nueva traducción
Susanne Lange

Traducción: Joan Parra

El presente texto es un fragmento del epílogo de Susanne Lange a su versión alemana de Don Quijote von der Mancha, publicada por la editorial Carl Hanser en el 2008. La traducción mereció en el 2009 el premio Johann Henrich-Voss, concedido por la Academia Alemana de la Lengua y la Poesía.

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En su prólogo de la primera parte del Quijote, Cervantes dice al lector: «lector carísimo (...) tienes tu alma en tu cuerpo y tu libre albedrío como el más pintado (...) y, así puedes decir de la historia todo aquello que te pareciere». Muchas han sido las opiniones sobre la historia de Don Quijote y no podrían ser más diversas. Y, en efecto, las tendencias de diferentes épocas y naciones se han reflejado a menudo en las opiniones acerca de la novela de Cervantes. Pero ¿cuál era la faz que veían sus contemporáneos? Los lectores de su tiempo interpretaron el Quijote al pie de la letra y no vieron en él otra cosa que una parodia de los libros de caballerías. Lo único que interesaba a los lectores de la obra eran las desventuras de sus caricaturescos personajes, que les hacían reír a carcajadas. El mismo Quijote nos permite hacernos una idea de esa impresión cómica a partir del momento en que ya ha introducido a sus propios lectores en la trama. El duque y la duquesa, lectores entusiastas de la primera parte, se ríen en la segunda a costa del héroe chamuscado tras la explosión de Clavileño y atacado por el gato que se le agarra con uñas y dientes a las narices. Pero el sentido del humor ha ido evolucionando a lo largo de los siglos. Nietzsche, por ejemplo, era incapaz de encontrar nada divertido en semejantes tormentos: «Pongamos por caso la estancia de Don Quijote en la corte de la duquesa», escribe en La genealogía de la moral, II, 7. «Hoy leemos todo el Quijote con un regusto amargo en el paladar, casi con dolor, cosa que al autor y a sus contemporáneos les parecería realmente extraña e incomprensible, ya que a ellos les parecía el libro más hilarante del mundo, y se morían de risa leyéndolo, con la conciencia bien tranquila.»

En el siglo XVIII, el Quijote despertó más interés en otras naciones que en los propios españoles, a quienes aparentemente transmitía una imagen negativa de su país. Los pioneros de la recepción internacional del Quijote fueron los ingleses. Ya en 1612 apareció la traducción de la primera parte por Thomas Shelton, que afirmaba haberla realizado en cuarenta días en 1607. Los ingleses volverían a avanzarse más tarde, ya que la primera biografía de Cervantes fue escrita por Gregorio Mayans en Inglaterra (1738), y allí apareció también la primera edición española comentada de la obra (1781). Al igual que los españoles, los ingleses empezaron leyendo el Quijote ante todo como sátira, y en sus traducciones, sea la de Shelton, la de John Philips (1687), la de Peter Motteux (1701) o la de Tobias Smollett (1755, basada en una versión anterior, más seria pero excesivamente artificiosa, publicada en 1742 por Charles Jarvis) abunda el humor de sal gruesa. John Philips llega al extremo de hacer que Don Quijote olvide a su Dulcinea y se enamore de la pastora Marcela. John Ormsby, que presentará su propia traducción del Quijote en 1885, califica la versión de Philips de travesty y no tiene palabras mucho mejores para la de Motteux: «un libro cómico que siempre quiere hacerse más cómico aun». También la traducción de Smollett es extremadamente imprecisa, pero al menos intenta plasmar la vivacidad del estilo cervantino, hasta el punto que llega a impregnar la obra del propio Smollett. En general, la novela de Cervantes halla terreno fértil en la literatura inglesa. Se admite comúnmente que Shakespeare utilizó el episodio de Cardenio, de la primera parte del Quijote, como asunto de un drama que luego se perdió. Con la History of the Adventures of Joseph Andrews and of His Friend Mr. Abraham, provista del subtítulo: «A la manera de Cervantes, el autor del Quijote», Henry Fielding logra en 1742 una interpretación del humor cervantino más profunda que las de las versiones anteriores, sensibles solo al aspecto satírico. En el Tristram Shandy (1759–69), Laurence Sterne retoma y profundiza el juego de Cervantes con la estructura de la novela y hace a Yorick citar en el lecho de muerte nada menos que a Sancho Panza. Por último, el Quijote arroja también su sombra, a través de Dickens, sobre Mr. Pickwick y su fiel Samuel Weller en Los papeles póstumos del club Pickwick (1836).

En 1614, César Oudin presentará la primera traducción francesa del Quijote (seguida en 1618 por la Segunda parte, a cargo de François Rosset), que se caracteriza por su exactitud, pero peca de excesiva literalidad. Las siguientes generaciones de traductores, en cambio, avanzarán en la dirección opuesta a Oudin, al dictado del gusto de la época; por ejemplo, en 1677 Filleau de Saint-Martin pasa por alto el rechazo categórico de Cervantes a cualquier clase de continuación, y al final de la novela hace sanar a Alonso Quijano para que pueda emprender nuevas aventuras. El texto de Filleau servirá de inspiración a los traductores cervantinos alemanes de los siglos XVIII y XIX. También Jean-Pierre de Florian, sobrino de Voltaire, publicará hacia 1790 una versión muy libre del Quijote. Para hacerse una idea del interés que despertaba la obra de Cervantes en Francia, basta con echar un vistazo a la Aprobación del Licenciado Márquez Torres que precede a la Segunda parte, en la que el censor relata el fervor con que los miembros de una delegación de la embajada francesa se deshacen en elogios sobre La Galatea y las Novelas ejemplares y se maravillan de que Cervantes no fuera en España un hombre «muy rico y sustentado del erario público».

En 1622 apareció la traducción italiana de Lorenzo Francosini. Por entonces ya estaba anunciada la primera versión alemana, a cargo de Joachim Caesar, pero las turbulencias de la guerra de los Treinta Años impidieron que se publicara antes de 1648. Las circunstancias privaron también a Caesar de avanzar más allá de los 23 primeros capítulos, con lo que la obra quedaba reducida al formato de novela corta que al parecer Cervantes había previsto en primera instancia. Este traductor, natural de Halle (Sajonia), ya había vertido al latín en 1622 el Examen de ingenios de Juan Huarte, una descripción de la teoría de los temperamentos y su influencia en la formación del intelecto, a la que posiblemente recurrió Cervantes para los estudios caracterológicos de sus personajes. La traducción del Don Quijote la publicó bajo el seudónimo Pahsch Basteln von der Sohle (seudónimo inspirado en «Don Quijote de la Mancha») bajo el título Don Kichote de la Mantzscha, Das ist: Juncker Harnisch auß Fleckenland.(1) El título revela la estrategia adoptada por el traductor, que, a diferencia de la mayoría de sus sucesores, expone su programa en el prefacio, afirmando que «toda traducción correcta debe estar hecha como si la obra traducida hubiera sido escrita originalmente en la lengua a la que se traduce» [«daß jedwede rechtmässige Dolmetschung also beschaffen seyn solle / samb wer das Werck / so darinnen gedolmetscht wird / uhrsprüncklich in des Dolmetschen Muttersprach beschrieben»]. Con ello, Caesar se distancia explícitamente de la primera traducción francesa, a la que acusa de exceso de literalidad: «El [traductor] francés sigue las palabras a pies juntillas» [«Der Franzoß geht schnurstracks den Worten nach»]. Él, en cambio, se propone no verter palabra por palabra, sino «significado por significado y sentido por sentido» [«meinung mit meinung und verstand mit verstand»], y subraya que la traducción del español al alemán entraña una dificultad mucho mayor que en el caso del francés, debido a la gran diferencia entre las raíces de cada una de las dos lenguas. En cambio, una traducción del español al latín se le antoja empresa más liviana.

Caesar trabaja en la época de esplendor de las sociedades lingüísticas alemanas del Barroco, empeñadas en sustituir los abundantes extranjerismos por equivalentes extraídos del acervo léxico alemán, y con su traducción pretende demostrar que la lengua alemana no tiene nada que envidiar a la española. Empeñado en mostrar la riqueza del alemán, se dedica a encadenar sinónimos aún con más fruición que el propio Cervantes, y llega a pedir disculpas en el prefacio por haber usado algunos términos extranjeros para los que no ha encontrado equivalente, como Text, Poet o Capitel. Sustituye Autor por la forma germanizante Schrifttichter, y califica al Quijote como Narrwerck, a su entender el mejor equivalente alemán de «sátira», género en el que encuadra la obra. Traduce incluso los nombres propios, y por ejemplo reemplaza «Quijote» por Harnisch (ya que al parecer la traducción literal Beinscheide (2) no le parece suficientemente literaria), y en el caso de Sancho Panza recurre a Pantschmann (o liebes Pantschmännlin), Großbauch o Großpantsch,(3) un título que sin duda habría agradado a Sancho. Y va aún más lejos cuando decide, contra el buen sentido etimológico, traducir la Mancha por Fleckenland [“tierra de las manchas”]. Sin embargo, su traducción resulta muy enriquecedora gracias al constante juego con las palabras y los neologismos, muy propio del Barroco y también muy caro a Cervantes, en el que los traductores posteriores han sido más reticentes a entrar. También es decisiva la proximidad temporal al Quijote original: la lengua de Caesar todavía está en la estela del Siglo de Oro español, los libros de caballerías y derogleichen Schlachtenbüchern [«semejantes libros de batallas»], como él los denomina.

El carácter innovador del trabajo de Caesar se aprecia claramente si se tiene en cuenta que la primera gramática hispano-alemana tardaría todavía algunas décadas en publicarse (Viena, 1670). Por entonces, la intelectualidad alemana desconoce todavía la literatura española. En 1682, el poeta barroco Harsdörffer vierte en forma de anécdotas abreviadas las Novelas Ejemplares de Cervantes, y en 1707 se traduce de la versión francesa de Lesage la segunda parte apócrifa de Avellaneda. En general puede afirmarse que en el siglo XVIII la recepción del Quijote en Alemania se solapa por completo con el aspecto que Avellaneda había subrayado en su segunda parte: el hidalgo como loco de atar y el escudero como aldeano vulgar e ingenuo. En 1734 aparecerán, de nuevo a través del francés, dos nuevas traducciones anónimas del Quijote en Basilea y Leipzig. El autor de la última confiesa abiertamente en el prólogo su intención de realizar una traducción libre, es decir, «expresar de manera clara y sin embarazos los pensamientos del autor», algo que le parece ineludible para poder mantener la amenidad de esta clase de libros. Coincide en esto plenamente con David Fassmann, que publica, también en 1734, una recreación libre del Quijote reducida a una serie de historias cómicas que dos amigos se narran y comentan, con la intención, declarada en el prólogo, de «extraer la sustancia» del original y «dejar fuera la cáscara, para que todo resulte más grato». En consonancia con ello, su versión lleva por título Angenehmes Passe-Tems, Durch welches zwey Freunde einander mit nützlichen und lustigen Discursen vergnügen [«Pasatiempo agradable con el que dos amigos se divierten el uno al otro por medio de discursos provechosos y amenos»].

No es de extrañar, pues, que la primera traducción alemana pretendidamente completa realizada directamente desde el español (1775–1778) incluya sin ningún empacho la continuación de Avellaneda como parte integrante de la novela. Su autor es Friedrich Justin Bertuch (1747–1822), editor y publicista, que aprendió español expresamente para esta empresa y estuvo a punto de perder por completo la visión del ojo derecho por culpa de las noches en vela que le consagró. En recompensa a tamaño esfuerzo, su versión obtuvo un éxito tan enorme que los beneficios le permitieron comprarse una casa de campo. Pero en realidad este Quijote del Siglo de las Luces dista mucho de ser completo. Bertuch omite los episodios intercalados, resume frases, acorta epígrafes de capítulos y a medida que avanza el texto va tomándose cada vez más libertades, añadiendo fragmentos de su cosecha y eliminando todo aquello que a su entender no encaja con el carácter de la lengua alemana. Su traducción pone el énfasis ante todo en el aspecto cómico y soez, hasta el punto que Don Quijote parece estar cortado por el mismo patrón que Sancho. Bertuch suele acompañar los juegos de palabras de Cervantes con la anotación: «Estos pasajes son intraducibles».

Esta vertiente burlesca del Quijote también asoma en la literatura alemana, por ejemplo cuando Lessing afirma que la obra de Cervantes seguirá teniendo lectores mientras quede en el mundo alguien con ganas de reírse (en su comentario al Teutscher Don Quichotte [Don Quijote alemán], 1753), para a continuación anunciar su propósito de escribir un poema épico en el que Gottsched, transfigurado en Don Quijote, saltaría a la palestra para combatir la poesía de Klopstock. Por su parte, Musäus, Nicolai y Wezel se inventaron sus propios Quijotes satíricos, titulados respectivamente Grandison, der Zweite (1760–1763), Sebaldus Nothanker (1779) y Tobias Knaut (1773–1776).

La traducción de Bertuch sirvió para que los románticos alemanes trabaran conocimiento con el Quijote y descubrieran, detrás de aquel lenguaje algo tosco, una obra que resultaría decisiva para todo el período romántico. En 1741, Johann Jacob Bodmer ya había abierto una nueva perspectiva sobre el personaje de Don Quijote, en el que, en contraste con la visión ilustrada, no veía un ejemplo de fanatismo delirante que la sátira permitía poner en la picota, sino un carácter que encerraba en su seno dos almas contradictorias (Critische Betrachtungen über die poetischen Gemählde der Dichter, Zürich 1741 [Observaciones críticas sobre los retratos poéticos de los escritores]). Por entonces, la reputación de España en Europa tenía tintes negativos, a causa de la Inquisición, el expansionismo agresivo de la Corona española en los siglos recientes y el trato dispensado a judíos, protestantes, moriscos e indios. En el siglo XIX adquirió carta de naturaleza la «leyenda negra», que en Alemania habían contribuido a forjar nada menos que Schiller y Goethe con su Don Carlos y su Egmont (ambos de 1787). Sin embargo, a finales del siglo XVIII Alemania redescubre la cultura española y la imagen de España empieza a cambiar. Herder, entusiasmado por la literatura popular [Volksdichtung], uno de cuyos máximos ejemplos ve en el Romancero, descubre en el Quijote una «novela popular» [Volksroman] que se nutre de la realidad y de los mitos del pueblo en cuyo seno surge. Una de las cosas que fascinan a los románticos en la obra de Cervantes es esa capacidad de crear una mitología propia, independiente de los mitos de la Antigüedad. La interpretación del Quijote como obra de arte romántica se debe principalmente a Friedrich Schlegel. Para él, la parodia y la sátira dejan paso a la «poesía universal progresiva», en la que los géneros se entrelazan y en la que surge una «atractiva simetría de contradicciones» (Rede über die Mythologie [Discurso sobre la mitología], 1800 ). Para los románticos, la ruda comicidad se transfigura en ironía sutil, y será Schelling quien en 1802 formule en su Philosophie der Kunst [Filosofía del arte] la idea que a su entender resume el fenómeno Don Quijote: «En conjunto, el tema de la obra es la lucha de lo real contra lo ideal».

De la mano del Wilhelm Meister de Goethe (1795) y de la obra de Shakespeare, Cervantes se convierte en piedra de toque de la concepción romántica del arte. Ya no se lo ve como al moralista que retrata a un insensato, sino como a un artista que ha sabido captar los dos extremos de la naturaleza humana y fusiona lo cómico con lo trágico y la prosa con la poesía. Y precisamente los episodios intercalados en el Quijote, a los que casi nadie había prestado atención, revelan ahora la estructura en que se funda la novela, pues son el elemento que le confiere unidad y trasunto de las aventuras de Don Quijote en otro nivel de discurso.

Inicialmente, Friedrich Schlegel se había propuesto traducir él mismo el Quijote, pero acabó traspasando esa responsabilidad a Ludwig Tieck, que se puso manos a la obra en 1799. Tieck, seguramente para jactarse de su don de lenguas, afirmaba saber muy poco español y contar con la única ayuda de un pequeño diccionario y algunas traducciones francesas. Pero su dominio de la lengua de Cervantes era muy superior a lo que admitía (lo cual, todo hay que decirlo, no le privó de incurrir en frecuentes errores de comprensión), y su texto adquirió un carácter canónico no solo durante el período romántico, sino hasta bien entrado el siglo XX. Thomas Mann lo ensalza así: «No tengo palabras para explicar hasta qué punto me deleita la traducción de Tieck, ese alemán gozoso y fecundo de la era clásica-romántica, que representa la etapa más feliz de nuestra lengua».

La nueva traducción invierte la tendencia de las anteriores. El 23 de diciembre de 1797, Tieck le escribe a August Wilhelm Schlegel: «la traducción de Bertuch no es el Quijote, sino otro libro completamente distinto, que casualmente narra los mismos sucesos» y fracasa con especial rotundidad en las «dulces descripciones del amor». El Don Quijote de Tieck pierde el acento grosero y burlesco y se convierte en paladín del idealismo, envuelto en una aureola que abraza incluso a Sancho, al que Tieck, a diferencia de Bertuch, hace hablar con «gracilidad», como observa August Wilhelm Schlegel en la revista Allgemeine Literatur-Zeitung (20 de julio de 1799) en su reseña del primer volumen de la nueva traducción. Sin embargo, en el cosmos del romanticismo alemán, Sancho nunca llegará a alcanzar del todo la vivacidad que le imprime Cervantes, ya que su figura queda encorsetada en el papel de contrapeso negativo del entusiasta romántico que es Don Quijote.

La larga sombra de la traducción de Tieck, encumbrada por el apoyo programático del romanticismo literario, deja casi a oscuras a otro traductor del Quijote que tuvo la mala suerte de emprender su tarea al mismo tiempo: Dietrich Wilhelm Soltau. Treinta años mayor que Tieck, Soltau bebe todavía de las fuentes de la Ilustración y en consecuencia sigue viendo en el Quijote una obra cómica con un claro propósito moralizante. En torno a estos dos conceptos de la traducción cervantina se crearían dos bandos enfrentados con un encarnizamiento poco usual. A. W. Schlegel escribe en Athenäum que Soltau «habrá estado en España, pero en Cervantes o en la poesía no ha puesto nunca los pies». Y añade, sin pelos en la lengua: «Pero no quiero hablar más de semejante inmundicia: me parece estar oyendo al terrenal Calibán graznar las dulces melodías del aéreo Ariel».

Desde la revista del bando opuesto, Allgemeine Literatur-Zeitung, Soltau contraataca: «Estos dos señores tan eruditos [Schlegel y Tieck] se baten enfundados en sus corazas de bronce, y yo, pobre lego, no tengo más que mi cayado y mi honda». Pero Soltau sabrá ajustar las cuentas a sus antagonistas de una manera genuinamente cervantina: en su versión de la Segunda parte, en lugar de exponer sus argumentos en un prefacio a la traducción, los coloca justo después del «Prólogo al lector» en que el propio Cervantes se defiende contra su imitador Avellaneda. Al colarse él mismo en la ficción, Soltau toma parte hasta cierto punto en el juego cervantino. Sin embargo, a diferencia de los románticos, es insensible a las peculiaridades estilísticas del Quijote, y en el prólogo asegura a sus lectores que Cervantes, «en conjunto, no lo hizo mal», pero que había sido necesario «cubrir discretamente sus errores de vez en cuando con el manto (o mantilla) de nuestra traducción». Por desgracia, la mantilla de Soltau, lejos de limitarse a disimular unos pocos errores, acaba por enmascarar el estilo de Cervantes.

En su recensión, Friedrich Schlegel caracteriza el estilo de Cervantes en estos términos: «No hay otra prosa en que la posición de las palabras guarde semejante simetría y musicalidad, ni otra que sepa aprovechar de tal modo la variedad del estilo como quien maneja masas de color y luz, ni otra que resulte tan fresca, vivaz y plástica en las expresiones generales de amena erudición» («Tiecks Übersetzung des Don Quixote von Cervantes», Athenäum II, 1799). Schlegel capta así intuitivamente un estilo que en realidad los románticos alemanes todavía no eran capaces de apreciar en su justa medida, ya que no conocían el castellano lo suficiente para abrirse paso en el Quijote sin tener que recurrir constantemente al diccionario. Desde el punto de vista lingüístico, puede decirse que los románticos convirtieron al Quijote en uno de sus pilares programáticos antes incluso de llegar a entenderlo del todo.

Al elevar a Cervantes al pináculo de su concepción del arte, los románticos iban a convertirlo al mismo tiempo en un faro para la literatura alemana. Novalis, Tieck y Jean Paul, por ejemplo, tienen a Cervantes como referente. Más tarde, Heine intentará distanciarse del paradigma romántico, pero no puede evitar cierta reverencia: «Tiene su gracia que los románticos nos hayan dejado la mejor traducción de un libro que ridiculiza con más gracia que ningún otro precisamente el tipo de locura que les aquejaba a ellos. Y es que la escuela romántica fue víctima del mismo delirio que empujó al noble manchego a cometer con empeño toda clase de disparates» (Die romantische Schule, 1835). Pero Heine también es consciente de que ni siquiera el más realista de los espíritus habría podido sustraerse a ese entusiasmo, incluso en una época en que los molinos ya no se mudaban en gigantes, y el ser humano parecía condenado a estrellarse una y otra vez contra las aspas de la realidad.

La reinterpretación romántica del caballero y su locura hizo fortuna también en otras latitudes. En Francia, el renovado interés por la obra abre paso a una visión más matizada de Cervantes, por más que, retrospectivamente, René Girard critique el mito romántico del Quijote: «Salen ciegamente en defensa de la causa de Don Quijote, y se baten por él contra otros personajes de la novela, y hasta con el mismo autor si hace falta» (Mensonge romantique et vérité romanesque, París, Grasset, 1961).

Finalmente, los españoles acabarán reconciliándose también con su Quijote, aunque con tanto pathos que la Generación del 98 llega a elevarlo a la categoría de mito y símbolo supremo del alma española. Unamuno inaugura un culto a Don Quijote que le gustaría ver convertido en religión nacional y para el cual Cervantes como autor de este mundo resulta un estorbo. A sus ojos, el autor del Quijote será solo un instrumento inconsciente en manos del espíritu nacional. En esa misma época nace el interés de los estudiosos de la lengua y la literatura españoles por la obra de Cervantes. La edición crítica del Quijote de Diego Clemencín (1833–1839) es representativa de la postura de los críticos literarios españoles hacia el autor, al que acusan crecientemente de imprecisiones en el terreno de la gramática y la técnica narrativa, sin reparar en la estructura global de la obra y los motivos profundos de sus peculiaridades estilísticas. Con la lupa en la mano, diseccionan el texto frase por frase y analizan el argumento conforme a las reglas de la lógica más estricta, olvidando que estas no son aplicables a una obra cuyo personaje central no hace otra cosa que reinventar a cada frase la vida y la realidad. Ese enfoque no tiene sentido frente al método narrativo de Cervantes, que prescinde de una visión centralizada para dejar que cada personaje actúe y hable desde su propio punto de vista. Es el lector quien debe resolver por su cuenta las contradicciones que se producen cuando los distintos relatos difieren entre sí. Por ejemplo, Rodríguez Marín, en su edición, tacha a Cervantes de olvidadizo cuando Sancho (II, 16) se desvía del camino para pedir un poco de leche a unos pastores, y en el siguiente capítulo vuelve con unos requesones. Pero el «ingenioso» lector se hace cargo de que, aunque Sancho había salido en busca de leche, se da por más que satisfecho con los requesones que le ofrecen.

A finales del siglo XIX, la visión desacomplejada del lenguaje cervantino que habían cultivado los románticos dio paso también en Alemania a la obsesión por el dato, digna de un jurista como Ludwig Braunfels. Dotado de conocimientos mucho más fundados de español y literatura del Siglo de Oro que sus predecesores, y propietario de una respetable biblioteca construida en torno al Quijote y los libros de caballerías, Braunfels logró confeccionar una traducción mucho más precisa que las anteriores, pero completamente insensible al equilibrio de sonido, color y luz en el que los románticos habían visto un rasgo esencial de la prosa cervantina. Su versión tiende a formular siempre la expresión exacta, hasta caer en una prolijidad que rompe la fluidez del ritmo. Esta búsqueda de la corrección echa a perder más de una vez la ironía de Don Quijote o el ingenio de Sancho.

Antes de Braunfels se aventuran en la empresa L. G. Förster y Hieronymus Müller (1825); en 1837 aparece una versión anónima (con prólogo de Heine y corregida por Konrad Thorer en 1908 con ayuda de modelos franceses); y también hay versiones de Adelbert von Keller (1839) y Edmund Zoller (1867). En el siglo XIX, en fin, las traducciones alemanas del Quijote se multiplican, y su genealogía se prolonga a lo largo del siglo XX, hasta llegar a la última hasta ahora, la del catedrático austríaco Anton M. Rothbauer (1964). Pero todas tienen algo en común: Sancho es el olvidado de las traducciones, en las cuales tiende unas veces a lo cómico y grosero, otras a lo remilgado y rebuscado y otras a lo prolijo y artificioso, poniendo freno a la franqueza y frescura de su habla original. Del mismo modo que Don Quijote quedó encasillado al principio en el papel del lunático exaltado que sueña despierto, víctima del exceso de ocio y la demasiada lectura, para pasar a inicios del siglo XIX a convertirse en idealista de una sola pieza, también el escudero ha quedado anquilosado en el papel del aldeano ingenuo o el realista de vuelo gallináceo al que no se le concede el derecho a tener su pequeña porción de ensoñaciones.

Comparando entre sí las traducciones alemanas del Quijote, se llega a la conclusión de que son un espejo en el que se refleja la historia intelectual alemana. Partiendo de la perspectiva moralizante de los ilustrados, avanza hacia la visión romántica del artista libre que fusiona los contrarios, y acaba desplazándose hasta el enfoque realista-naturalista de un Braunfels empeñado en hacer encajar limpiamente a Don Quijote en su propio entorno histórico regional. En los diccionarios, necesariamente concisos, la figura de Don Quijote se muestra con muchos menos matices. El Conversations-Lexikon de la editorial Herder de 1854 define a Don Quijote como «Héroe de la novela satírica de Cervantes; aventurero, visionario», y el Meyers Konversationslexikon de 2002 como «Arquetipo del idealista utópico». En el Diccionario de Autoridades se lee en 1737: «Se llama al hombre ridículamente sério, ò empeñado en lo que no le toca». Esta definición de Don Quijote permanecerá en el Diccionario de la Real Academia hasta bien entrado el siglo XX. Solo en 1989 el DRAE admite un nuevo significado que en 1992 acabará sustituyendo a los anteriores: «Hombre que antepone sus ideales a su conveniencia y obra desinteresada y comprometidamente en defensa de causas que considera justas, sin conseguirlo». Y añade salomónicamente otra acepción: «Hombre alto, flaco y grave, cuyo aspecto y carácter hacen recordar al héroe cervantino».

*

—¿Y cómo la traduce vuestra merced? —preguntó don Quijote.

Esta pregunta se la hace Don Quijote (II, 62) a un traductor en una imprenta barcelonesa. La respuesta es sencillísima: el italiano pignatta se traduce por «olla». Pero traducir el Quijote no es ni mucho menos tan sencillo. Para empezar, la novela de Cervantes no se limita a ser una historia de ficción, sino que además finge ser una traducción. El traductor anónimo de Cide Hamete Benengeli, que traduce el manuscrito por dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo, liquida la primera parte en un mes y medio, hazaña para la que sin duda debió contar con la ayuda de un encantador, y que bien debería haberle hecho merecedor de figurar con su nombre. Además, se establece una relación extraña entre historiador y traductor, hasta el punto que el autor original Cide Hamete llega a comentar la traducción de su texto incluso en el texto mismo (II, 44). Esto produce un efecto de simultaneidad parecido al que transmiten caballero y escudero, que en la Segunda parte siguen cabalgando por la Mancha cuando ya existen como personajes literarios, tanto en el supuesto original como en la supuesta traducción. De este modo, Cervantes introduce ya en su ficción a los futuros traductores: están contenidos como anacronismo en el original, la historia del anacrónico caballero Don Quijote. Por no olvidar que son los únicos a quienes Cide Hamete no prohíbe descolgar la pluma que al final de la Segunda parte él mismo cuelga tan enfáticamente de la espetera.

Efectivamente, el veto cervantino pesa sobre todo aquel que aspire a sacar de la tumba «los cansados y ya podridos huesos de don Quijote» (II, 74) recreando en español sus hazañas, de modo que, a cada día que pasa, las sutilezas lingüísticas y las alusiones mordaces de Cervantes resultan más ajenas a los lectores contemporáneos. En cambio, los traductores tienen licencia para reconstruir el Quijote en su lengua una y otra vez, entregados a la «tarea infinita», como denomina A. W. Schlegel al trabajo del traductor en su reseña de la traducción de Tieck.

¿Qué papel debe desempeñar una nueva traducción frente al conjunto de sus predecesoras? ¿Debe adaptar la obra a los nuevos tiempos? ¿Debe aplicarse a cumplir la sentencia de Erich Auerbach, para quien el Quijote muestra a cada período histórico una «nueva faz»? ¿Necesita Don Quijote una nueva cara, una nueva forma?

La tarea no debe ser rescatar un original de su estadio lingüístico antiguo para trasladarlo al presente, sino continuar el proceso evolutivo de la comprensión lingüística de una obra: esa es la «tarea infinita». Y los criterios de los que hoy disponemos a la hora de efectuar una nueva traducción del Quijote permiten escudriñar más a fondo la naturaleza lingüística del texto de Cervantes y sus peculiaridades estilísticas. La transparencia lingüística surge de la interacción dialéctica de pasado y presente. Como afirma Walter Benjamin en su Libro de los pasajes: «Una imagen es el lugar donde el antes y el ahora forman súbitamente una constelación. (…) Sólo las imágenes dialécticas son imágenes verdaderas (es decir, no arcaicas), y el lugar donde se las encuentra es la lengua» (N 21, 3).

En su relato «Pierre Menard, autor del Quijote», Jorge Luis Borges imagina a un francés que, a principios del siglo XX, se empeña en reescribir el Quijote en español palabra por palabra. El resultado es asombroso. El texto de Menard y el original coinciden punto por punto. Y sin embargo, el resultado final del proceso no son dos libros idénticos. El método de Menard no consiste, como cabría pensar, en meterse en la piel de Cervantes, pues para ello debería «conocer bien el español, recuperar la fe católica, guerrear contra los moros o contra el turco, olvidar la historia de Europa entre los años de 1602 y de 1918». Menard descarta este procedimiento por demasiado sencillo, y decide seguir siendo Menard y llegar al Quijote a través de las experiencias de Menard, es decir, concebir una obra enriquecida con el poso de los siglos transcurridos. «Esa técnica», constata Borges, «puebla de aventura los libros más calmosos».

La aventura de la presente traducción del Quijote no puede ni quiere excluir el punto de vista del siglo XXI, y se propone explotar la ventaja de la distancia temporal para obtener, ante todo, una visión más clara de la viga maestra de la novela cervantina: el lenguaje. En el Quijote, un libro extremadamente rico en personajes y episodios, la lengua es el elemento central. A pesar del cúmulo de aventuras que lo pueblan, el verdadero motor narrativo del Quijote es la lengua. Don Quijote y Sancho tienen que lidiar con molinos de viento, rebaños (o ejércitos) de ovejas, venteros, encantadores y bandoleros, pero sus verdaderas aventuras las viven mientras andan por el mundo, haciendo hablar a las lenguas y no a las espadas. Caballero y escudero van evolucionando a medida que hablan. Después de su primera conversación con Don Quijote, Sancho ya no es el mismo: dejará de ser el rústico aldeano «de muy poca sal en la mollera» para entregarse a juegos intelectuales y lingüísticos de altos vuelos, que, eso sí, suelen acabar por los suelos. Pero no le falta constancia, y al final acabará adquiriendo una elocuencia poco menos que admirable. Algo parecido le sucede a Don Quijote, que poco a poco va haciendo suya la vivacidad del estilo de Sancho y su costumbre de salpicar la conversación con refranes. Es Sancho quien, al ejercer como contraparte, permite a Don Quijote definirse a sí mismo y convertirse en el que es. Ambos se pasan todo el tiempo explorando territorios lingüísticos que les son desconocidos, algo que Cervantes muestra hasta en las ramificaciones más sutiles de cada frase, en las que el tono puede llegar a variar con cada palabra: de lo serio a lo paródico, de lo cómico a lo trágico, de lo auténtico a lo fingido y viceversa. El objetivo, por lo tanto, ha de ser liberar a Don Quijote y a Sancho Panza de la bidimensionalidad a la que han sido confinados.

En buena parte, ese confinamiento es fruto del sinfín de ilustraciones e imágenes que acompañan desde hace tanto tiempo al Quijote. Y es que la fijación icónica ha encontrado a menudo su equivalente en la lingüística, como si los personajes, al hablar, estuvieran igual de congelados que en un grabado de Gustavo Doré. En este sentido resulta muy representativa una afirmación de Heine, que en su prólogo a la traducción del Quijote de 1837 sintetiza así el habla de caballero y escudero: «El primero, cuando habla, parece hacerlo siempre desde lo alto de su caballo, y el otro desde lo bajo de su pollino». Pero lo cierto es que no es raro ver a Don Quijote acomodarse en el pollino cuando hace falta, sobre todo cuando quiere persuadir de algo a Sancho, o por ejemplo cuando quiere dar a entender a un ventero, al que acaba de nombrar castellano, que no lleva dinero encima. Por su parte, Sancho intenta una y otra vez encaramarse al alto corcel de la elocuencia retórica de Don Quijote y su jerga caballeresca, por más que acabe casi siempre dando de bruces en el suelo. La dinámica lingüística entre los dos es justamente la esencia del ingenio y el carácter del libro. Unamuno se equivoca cuando afirma que el Quijote transmite su mensaje con independencia de la lengua y que, por lo tanto, es absolutamente traducible. Al contrario: los traductores deben hacer un esfuerzo suplementario para dotar a los personajes de esa tercera dimensión que les imprimen los matices del lenguaje.

En la novela de Cervantes, cada personaje se inventa lingüísticamente a sí mismo, de modo que en la traducción es necesario conferirle también a cada uno un tono individualizado. Cualquier cosa que surja de sus bocas, sean refranes, insultos, citas erróneas o correctas, juegos de palabras, fantasías o alocuciones, debe sonar verosímil. Ante todo es fundamental que el personaje de Sancho no quede encorsetado en el uniforme de un rol estereotipado o un modelo de lengua artificioso y arcaizante. Por eso la presente traducción pone especial énfasis en la espontaneidad del habla de Sancho y en dotarlo de una voz propia, capaz de trazar el salto mortal entre la inicial sencillez del rústico y los mimbres de retórico sutil y trascendente que va cultivando en el trato con su señor.
Cuando Cervantes (II, 62) compara la traducción con el revés de los tapices flamencos, está aludiendo sin querer a su propia estrategia de escritura: también él renuncia a mostrar la superficie pulida de las cosas y escribe desde el revés del tapiz. Vemos los hilos y nudos de cada personaje. Y precisamente esto exige evitar toda afectación, a no ser que se utilice conscientemente como medio paródico. Recordemos el consejo que Don Quijote da a Sancho, antes de que éste asuma su cargo de gobernador de la ínsula: «Anda despacio; habla con reposo, pero no de manera que parezca que te escuchas a ti mismo, que toda afectación es mala» (II, 43).

Por supuesto, no es fácil saber qué lenguaje debe usarse para traducir una novela de cuatro siglos de antigüedad. Algunos traductores intentan imprimir al texto una pátina añeja. Pero eso implica justamente incurrir en la afectación que Cervantes rechaza de plano. Los personajes del Quijote hablan un español muy moderno para su época, por lo que no tendría sentido darles un habla anticuada en la traducción, sobre todo teniendo en cuenta que en el original ya cuentan con un referente arcaizante: la jerga caballeresca de Don Quijote. En estos pasajes, el autor recurre conscientemente al arcaísmo y la artificiosidad, y el traductor, en consecuencia, debe hacer lo propio. Cervantes se inventó la jerga quijotesca a partir del lenguaje de los libros de caballerías, y a veces su personaje se sumerge en ella sin previo aviso en medio de una frase. En ocasiones aparecen trazas de esa inflación retórica incluso en el lenguaje del narrador, o su eco colorea el habla de otros personajes, por ejemplo cuando Sancho pretende imitar a su señor o cuando otros quieren parodiarlo parodiarlo o seguirle la corriente. Estas inflexiones de la voz, jalonadas a veces de leves disonancias que enfatizan determinados aspectos, son la clave del dinamismo y la vivacidad del estilo cervantino y definen más que ningún otro factor la relación de los personajes entre sí. En las traducciones temporalmente más cercanas al original, esas alternancias e inflexiones se difuminan para nosotros retrospectivamente, ya que en esos textos se hace difícil trazar el límite entre el estrato lingüístico propiamente antiguo y el registro arcaizante, con lo que se diluye un componente esencial del humor cervantino.

Además los personajes, no importa que sean posaderos, meretrices, hombres de estudios o galeotes, siempre se toman en serio a sí mismos cuando hablan, de modo que en la traducción es necesario meterse en su piel sin ponerlos en evidencia lingüísticamente. Las singladuras retóricas de Don Quijote por el mundo de los libros de caballerías no deben caer en una desmesura y rebuscamiento que las haga ridículas, ya que el hidalgo es un excelente orador cuyos discursos destilan creatividad literaria. No imita el lenguaje caballeresco de una manera burda, sino con una elocuencia retórica capaz de elevar a las más altas cumbres a cualquiera que le escuche, incluso a alguien con tanto sentido práctico como Sancho. Para que los lectores puedan sentir la fuerza evocadora de las palabras que envuelven a Sancho en su travesía por la Mancha camino de la ansiada ínsula, el traductor debe entusiasmarse por el ideal caballeresco tanto como el propio Don Quijote.

Aunque suene paradójico, esa seriedad inherente al habla de los personajes es la clave del humor de Cervantes. La comicidad del Quijote no se deja capturar fácilmente; a pesar de que en apariencia es muy obvia, no es posible reproducirla por el simple método de acentuar el aspecto burlesco. No se refleja el humor cervantino poniendo a Don Quijote a dar volteretas por el suelo —como hace algún traductor— cuando en el original se limita a caerse del caballo. Al principio de la obra, cuando Cervantes quizá concebía todavía el Quijote como una novela corta, parece tentado de vez en cuando de reírse de su héroe. Pero no tardará en sentir por el personaje un respeto cada vez mayor, que le impedirá denominarlo «pobre caballero». En consonancia con ello, el traductor también debe procurar no denigrarlo mediante apelativos o sinónimos de ese tipo. En Cervantes, el efecto cómico surge de la colisión entre discursos dispares pero paralelos. Ya Freud caracterizó a Don Quijote como un personaje «carente en sí de humor, y cuya seriedad nos divierte de un modo que podríamos llamar humorístico» (El chiste y su relación con el inconsciente, 1905). Desde luego, a Don Quijote tampoco se le da mal el sarcasmo, pero el entorno en el que inserta su personalidad caballeresca, las mozas con las que malgasta sus perlas retóricas, adquieren mayor comicidad cuanto mayor seriedad y maestría despliega en sus palabras y cuanto más sincera y honda parece su entrega al ideal caballeresco.

Hoy, la comicidad chusca de las palizas y las chanzas del Quijote ya no nos hace desternillarnos de risa como a los lectores de otros tiempos. Nuestra lectura la interpreta como la complacencia cruel de una sociedad en el abuso de poder sobre el más débil. Y justamente ahora, cuando esa comicidad ya se ha revelado superficial y ha pasado a segundo plano, se nos ilumina la comicidad profunda de la obra, que brota especialmente en el diálogo entre caballero y escudero, en sus malentendidos, juegos de palabras, refranes y recíprocas imitaciones.

Echemos ahora una mirada a la lengua del Quijote que nos proponemos traducir. La palabra, como señaló ya Marthe Robert, es la verdadera religión de Don Quijote. Para crear identidad, le basta con nombrar. Se nombra a sí mismo Don Quijote y con ello ya es Don Quijote. Del mismo modo, su jamelgo se convierte en el corcel Rocinante, e incluso Dulcinea existe solo en virtud de su nombre. De modo que la elección de las palabras es asunto clave, ya que para él son creadoras de realidad. Por eso mismo corrige una y otra vez el modo de hablar de Sancho. Para ser gobernador, hay que «eructar» en lugar de «regoldar». Eso ya representa un paso importantísimo. Se trata de una realidad que se define en función de la perspectiva del hablante, y por lo tanto permanece en una tierra de nadie entre los diferentes puntos de vista. Lo que para unos es una bacía de barbero, le parece al otro un yelmo. Cuando Don Quijote califica a Dulcinea de «alta señora», para Sancho eso solo significa que le «lleva [...] más de un coto».(4) Por eso en la traducción es necesario trabajar con palabras dotadas de una gama de acepciones tan amplia como ese espacio. Y esto puede aplicarse también a uno de las formulaciones más famosas de la obra: el Caballero de la Triste Figura.

El primero en convertir al Caballero de la Triste Figura en Ritter von der traurigen Gestalt fue el propio Joachim Caesar en 1648. Se trata de una traducción literal que desde entonces ha acompañado fielmente al Don Quijote alemán. Sólo la última versión hasta ahora, la de Anton M. Rothbauer, opta por otra fórmula: Ritter mit dem Kläglichen Gesicht [«caballero del rostro lastimero»]. En sus notas, Rothbauer aduce que basta con sustituir la traurige Gestalt por esa nueva propuesta suya para darse cuenta de que la variante aceptada hasta ahora constituye un error «absurdo». Pero no es así. Para Rothbauer, el factor determinante es que, en la escena en la que Sancho impone a Don Quijote ese apelativo (I, 19), se encuentra todavía bajo la penosa impresión del incidente en el que Don Quijote acaba de perder los dientes, pero eso no demuestra que se refiera únicamente a la cara. El Covarrubias de 1611 define la palabra «figura» como la forma que da a «cierta materia [...] el ollero o alfaharero, que de un pedazo de barro forma diferentes vasos. [...] Y el talle y forma de cualquier cosa llamamos figura». Añade que, en un sentido restringido, «figura» es también el rostro, pero solo «por ser la principal parte, en la cual nos diferenciamos unos de otros». También puede aplicarse a «los personajes que representan los comediantes». Sabemos que uno de los principales recursos estilísticos de Cervantes consiste en utilizar términos que en boca de los personajes (es decir, lo que podríamos llamar, en el sentido covarrubiano, las «figuras» de la representación) pueden adoptar diferentes significados, por lo que no tendría sentido escoger precisamente para «figura» la acepción más limitada. Si se sigue la pista de la palabra «figura» en la novela de Cervantes, se aprecia que casi siempre se utiliza exclusivamente en el sentido que correspondería a Gestalt, es decir, «forma» o, más propiamente, «aspecto». Por ejemplo, en I, 6, el cura afirma que echaría al fuego «al padre que me engendró, si anduviera en figura de caballero andante». En la Segunda parte, la «figura» de Dulcinea se transmuta en la de una «rústica aldeana». En alemán, la palabra Gestalt posee un campo semántico tan amplio ( «apariencia» «figura», «manera», «naturaleza», «complexión»), que sería una verdadera pérdida renunciar a ella.

Algo parecido sucede con la palabra traurig, que, al igual que el español «triste», puede abarcar desde la leve melancolía hasta lo lastimoso y deplorable, y que por eso mismo equivale a la perfección a lo que Cervantes pretendía expresar. Cuando Sancho califica al caballero como el de la «triste figura», lo está viendo en un estado lamentable a causa de las heridas producidas por la lluvia de pedradas de los pastores. En cambio, Don Quijote interpreta el «triste» como ilustre privilegio de un caballero que vaga por el mundo melancólico por la ausencia de su dama. Ese cruce de perspectivas, que constituye la esencia misma del Quijote, se pierde de vista con el klägliches Gesicht de Rothbauer. Además, resulta inverosímil que Don Quijote acepte gustosamente un sobrenombre que no tenga para él una pátina caballeresca, y más aún tratándose de una invención de su escudero.

Existe otro argumento más a favor del Ritter von der traurigen Gestalt. A diferencia de lo sucedido en la literatura española, los libros de caballerías nunca alcanzaron un alto grado de popularidad en el ámbito cultural alemán, por lo que hoy en día los héroes de esas novelas nos resultan totalmente desconocidos. En cambio, el Ritter von der traurigen Gestalt forma parte ya de nuestro acervo lingüístico, por lo que el uso de dicho nombre despierta en los lectores alemanes evocaciones parecidas a las que podemos imaginar en el ánimo de los lectores contemporáneos de Cervantes.

En el caso de la denominación «ingenioso hidalgo», los traductores recurrieron también a soluciones diversas. Pero las equivalencias que emplearon, como scharfsinnig, weise o sinnreich, eran más bien adjetivos aplicables al raciocinio, y la palabra ingenio tiene dos sentidos. Por un lado, es sinónimo de «agudeza» o «inventiva», y por otro, de «intelecto»/«espíritu», en su sentido más amplio. En la primera acepción, sería más bien aplicable a Sancho, un personaje astuto, ocurrente y con sentido del humor, y sobre todo, dotado de una gran sensatez. Don Quijote, por su parte, es un hombre inteligente, pero el suyo es un don de mayor alcance, al modo descrito por Juan de Huarte en su obra Examen de ingenios, de 1575, que, partiendo de la teoría de los humores, describía las cualidades intelectuales que hacían a los hombres idóneos para determinadas actividades. Lessing tradujo el tratado al alemán y desarrolló a partir de él su concepto del genio (en alemán, Genie), que guarda estrecha relación con la melancolía que caracteriza a Don Quijote. Pero en los siglos posteriores la palabra Genie fue redefinida una y otra vez para servir a los fines más diversos, y el adjetivo genial perdió por completo su significado originario. Por eso hoy en día la palabra geistvoll (lit. «lleno de espíritu») refleja mejor el carácter y la creatividad de Don Quijote. Va más allá que scharfsinnig y, al mismo tiempo, alude a la actitud melancólica y pensativa en la que suele describirse más a menudo a Don Quijote. Éste, por lo demás, está «lleno del espíritu» caballeresco de los personajes de sus novelas.

Del mismo modo, el «hidalgo» español tiene varias equivalencias posibles en alemán, desde Lehnsasse y Rittersasse a Edler y Junker. Inicialmente, el término Junker (derivado de junc-herre, «joven señor») se empleaba preferentemente para jóvenes aspirantes al título de caballero, pero desde el siglo XIX viene asociándose ante todo a la nobleza rural prusiana y a su proverbial estrechez de miras. Ambos significados resultarían equívocos en el caso del hidalgo Alonso Quijano. Los hidalgos españoles forman un grupo social claramente delimitado, y su relevancia histórica (o quizá mejor la pérdida de esa relevancia) tiene un significado clave en el Quijote, por lo que carece de sentido rebuscar entre sus potenciales equivalentes germánicos, todos ellos asociados a contextos completamente diferentes. Además, aclarar la etimología de la palabra «hidalgo» resulta revelador para el lector alemán del Quijote, ya que permite presentar al protagonista de la novela de Cervantes, en su calidad de «hijo de algo», no solo como un miembro de la baja nobleza rural, sino también como hijo de sus actos y sus palabras.

Conservar la polisemia en el Quijote también es importante porque a menudo las palabras ocultan un segundo sentido que, aunque no puede aflorar abiertamente en la traducción, sí vale la pena hacer llegar al lector. El texto de Cervantes está plagado de alusiones, a veces de carácter paródico, a veces político, a veces sexual, que resultan totalmente oscuras para el lector español actual, pero que pueden volver a resonar, aunque sea levemente, en las versiones traducidas. Este es el caso, por ejemplo, de la denominación de «dama cortesana» que Sancho asigna a Dulcinea, y que refleja serias dudas sobre su moralidad. Y algún motivo debe tener Sancho para hacer constar que la amada de Don Quijote estaba «ahechando dos hanegas» cuando él, supuestamente, le entregó la carta.(5)

Sin embargo, la ambigüedad del lenguaje cervantino no nos debe hacer pecar de imprudencia. Son bastantes los casos en que una palabra española puede tener dos equivalentes totalmente distintos en alemán. Es el caso, por ejemplo, de «caballero», cuyo equivalente sería en principio Ritter. También en este caso lo determinante es el punto de vista. La palabra española designa no solo al «jinete» [Reiter] y al caballero medieval de las cruzadas [Ritter], sino, en la época de Cervantes, el título nobiliario inmediatamente superior al de hidalgo. Así que no sería lícito traducir «caballero» por Ritter antes de que el propio Don Quijote se proclame como tal, ya que ello significaría anticipar el argumento. Del mismo modo, Don Quijote se caracteriza a sí mismo varias veces como un mero Reiter, y los demás personajes no entienden hasta mucho más tarde que está empeñado en despertar la caballería andante a una nueva vida.

Algo similar sucede con la palabra «famoso», que tanto puede significar «magnífico» [trefflich] como «célebre» [berühmt] o «de mala reputación» [berüchtigt]. En la primera parte, se alude fundamentalmente al trefflicher Ritter, mientras que en la segunda, cuando ya el personaje posee carácter literario y anda en boca de todos, «famoso» ya ha avanzado hasta la categoría de berühmt. Este cambio de significado revela el salto que se produce entre el primero y el segundo volumen.

Otro elemento de diferenciación lingüística son las fórmulas de tratamiento. Sancho se dirige habitualmente a su señor como «vuestra merced», y una traducción literal al alemán [Euer Gnaden] no solo resultaría farragosa, sino también demasiado solemne, ya que al fin y al cabo la expresión española era una forma de tratamiento no marcada que derivaría con el tiempo en el universal «usted». Las soluciones modernizadoras como du [«tú»] o Sie [«usted»] pecarían de anacronismo en un contexto histórico en el que los títulos y las fórmulas de tratamiento desempeñan un papel muy importante. En los siglos XVI y XVII, omitir un título nobiliario o pecar de falta de cortesía podía tener consecuencias muy graves. Las fórmulas de tratamiento expresaban con toda claridad la relación entre los interlocutores. Por eso la presente traducción usa los pronombres de tercera persona er y sie (respectivamente masculino y femenino) como equivalentes para «vos», que en el español del Siglo de Oro señaliza la superioridad de rango respecto al interlocutor. Aunque en principio Don Quijote tutea a Sancho, regresa a esa tercera persona cuando, presa de la furia, quiere recordarle su condición de siervo, pero también la utiliza como arcaica fórmula de tratamiento en su jerga caballeresca. En el flujo de su discurso, la fórmula de tratamiento puede incluso variar en medio de una frase, lo que la convierte en un verdadero sismógrafo de sus estados de ánimo. Por su parte, también tratan en tercera persona a Don Quijote quienes no lo toman en serio o lo consideran loco. Por todo ello, simplificar las fórmulas de tratamiento significaría un notable empobrecimiento.

Los registros estilísticos del Quijote no solo varían entre las dos partes de 1605 y 1615, sino que toda la obra en conjunto es una mezcolanza de voces y géneros diversos, cuya variedad debería quedar reflejada también íntegramente en la versión alemana. Cervantes fusiona las peculiaridades lingüísticas de los libros de caballerías, la novela pastoril, la novella italiana, la parodia de la erudición, la novela de moriscos, la comedia burlesca y la novela picaresca. Intercala poemas y cartas de tono serio o paródico, abundantes citas de otros autores y elementos procedentes de la narrativa popular y el refranero. Otras veces echa mano a los recursos de la retórica, del estilo jurídico rígido y arcaizante, o construye capítulos con estructura dramática, en los que el narrador parece actuar como director teatral, por ejemplo en II, 26, el dedicado al retablo de Maese Pedro. Hay un detalle estilístico que conviene no pasar por alto: en el capítulo que sigue a esa puesta en escena teatral, no leemos, por ejemplo, «Cide Hamete empieza con estas palabras», sino «Entra Cide Hamete [...] con estas palabras».

También es necesario seguir a Cervantes en los cambios de ritmo y en la singular dinámica de su relato, que unas veces tiene la concisión de una secuencia acelerada y otras respira aliento épico. Por ejemplo, en el capítulo I caracteriza con absoluta precisión en un solo párrafo toda la vida anterior del hidalgo Alonso Quijano. Donde Cervantes afirma «Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años», una traducción anónima del siglo XIX yerra al adoptar un registro excesivamente elevado: Mit ihren rastlosen Schwingen hatte die Zeit schon seit fünfzig Jahren das Leben unseres Junkers berührt [«El tiempo ya llevaba cincuenta años rozando con sus alas incansables la vida de nuestro hidalgo»]. Sancho, por su parte, se complace en la prolijidad, mientras que Cardenio relata su desgracia con premura, y Dorotea parece escucharse a sí misma con delectación. También los episodios violentos de I, 16 y I, 45 están marcados por un dinamismo lingüístico que se sirve del ritmo de las frases para retratar vívidamente la brutalidad de las escaramuzas.

El hilo conductor de la prosa cervantina es el ritmo. En su Philosophie der Kunst, Schelling afirma que la prosa, a diferencia de la poesía narrativa, debe poseer un ritmo interno que no se impone al oído tan claramente como el verso, y por eso mismo debe estar tanto más cuidadosamente elaborado: Alle Worte sollen gleich golden seyn, wie in ein innerliches höheres Sylbenmaß gefaßt, da ihm das äußerliche mangelt [«Todas las palabras deben poseer el mismo brillo, como acomodadas en un sutil metro silábico interno, ya que carecen del externo»]. En el Quijote encontramos largos periodos sintácticos trazados por Cervantes con un ritmo tan fluido que no resultan farragosos. Este ritmo flotante debe mantenerse en la traducción. A veces Cervantes llega a insertar en su prosa estructuras métricas, como versos octosílabos o endecasílabos, asonancias internas o aliteraciones, todos ellos recursos que deben emplearse también en la traducción, allá donde la lengua alemana lo permite. Sobre todo es necesario encontrar el acento de la frase, que en Cervantes se encuentra a menudo en un final de frase sorprendente. De cara a conseguir un efecto de comicidad inesperada, es muy diferente formular, como lo hace Cervantes: «yo daré la vuelta presto, o vivo o muerto» o, por ejemplo, «vivo o muerto, volveré presto».

Muchas veces se han señalado supuestos errores de Cervantes en la construcción de la novela o la estructura gramatical de sus frases. Ese tipo de peculiaridades han sido cubiertas «discretamente» por muchos traductores con el «manto» de la traducción, como lo expresó Soltau. En la presente traducción se ha intentado evitar esto, ya que las desviaciones de la gramática, precisamente en una época en que ésta no se hallaba todavía definitivamente fijada, estaban al servicio de la intensificación de la expresión, y son importantes, entre otras cosas, para determinar el acento de la frase. Un recurso estilístico caro a Cervantes es el anacoluto. La frase empieza de una manera y acaba de otra. Resolver esta incoherencia en la traducción trazando una línea sintáctica ortodoxa equivaldría en buena parte a privar a la novela de una de sus virtudes, la vivacidad del habla oral. En su texto Über die allmähliche Verfertigung der Gedanken beim Reden, Kleist demuestra de modo fehaciente cómo aquello que se quiere expresar adquiere forma progresivamente a medida que se expresa, de acuerdo con el lema: l’appétit vient en mangeant o, más exactamente, l’idée vient en parlant. En la novela de Cervantes, este proceso puede seguirse conscientemente hasta en la estructura de sus frases. Cuando Don Quijote se encuentra frente a frente con un fenómeno, su mente empieza a analizarlo para darle la interpretación más coherente posible con su universo caballeresco. Al inicio de sus disquisiciones, a veces está buscando todavía las palabras correspondientes a su universo caballeresco, pero llega un momento en que se acelera para acabar a menudo en un paroxismo retórico y solemne, que retrata por medios lingüísticos su visión del mundo y a veces es gramaticalmente incompatible con la estructura inicial de la frase. La presente traducción se propone reflejar también esta espontaneidad en la expresión.

En las versiones alemanas del Quijote suelen desaparecer también a menudo las repeticiones. Pero a la hora de leer a Cervantes conviene intentar valorar hasta qué punto esas redundancias son conscientes. En II, 24 leemos: «a esta sazón, dicen que dijo Sancho entre sí: —¡Válate Dios por señor! Y ¿es posible que hombre que sabe decir tales, tantas y tan buenas cosas como aquí ha dicho, diga que ha visto los disparates imposibles que cuenta de la cueva de Montesinos? Ahora bien, ello dirá». La repetición del verbo «decir» es aquí un juego consciente que culmina con el «ello dirá» final; sería una pena renunciar a ese juego solo por mantener la pureza del estilo.

Cervantes se nutre de un patrimonio lingüístico tan opulento, que a veces vierte ante el lector un auténtico torrente de verbos y sustantivos sinónimos. El traductor se ve forzado a sumergirse en las honduras de la lengua alemana para hallar con qué corresponder a tanta abundancia. Recorriendo los diccionarios y refraneros de los siglos XVII, XVIII y XIX y la literatura alemana desde el XVI al XX (pasando por Fischart, Grimmelshausen, Schnabel o Jean Paul, Döblin, Robert Walser, Thomas Mann o Arno Schmidt) se podría confeccionar un diccionario consagrado especialmente al Quijote. Y a veces la lengua alemana ofrece recursos que parecen pensados especialmente para él, por ejemplo cuando nos permite llamar a Don Quijote der erlesenste Ritter o usar la expresión in Harnisch geraten.(6) La riqueza lingüística del texto cervantino exige, a la hora de traducir, echar mano de este repositorio generoso y múltiple e incluso enriquecerlo, del mismo modo que Don Quijote se sirve constantemente de la trastienda literaria que lleva en la cabeza para encontrar el tono adecuado en cada situación, es decir, para acertar una y otra vez con matices nuevos y precisos.

 

NOTAS

(1) Flecken es la traducción literal de «mancha».
(2) Harnisch es «arnés», palabra preferida por Caesar a la prosaica Beinscheide, traducción literal de «quijote», la pieza del arnés destinada a cubrir el muslo que da nombre al ingenioso hidalgo.
(3) Las traducciones literales serían: «hombre panza», «querido barrigoncillo». «gran barrigón» y «gran panzón». 
(4) El Diccionario de la Real Academia Española da la siguiente definición de «coto»: «Medida lineal de medio palmo. Es aproximadamente la formada por los cuatro dedos de la mano cerrada, sin contar el pulgar».
(5) La edición dirigida por Francisco Rico ofrece la siguiente aclaración en nota: «esta presentación de Dulcinea puede tener una interpretación erótica».
(6) La primera expresión podría traducirse por «el caballero más sublime», pero al mismo tiempo por «el caballero más leído». La segunda significa «montar en cólera», aunque literalmente es «meterse en un arnés».

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