2008


lITERATURA Y TRADUCCIÓN. EL CASO DE RUSIA
Agata Orzeszek

Departament de Traducció
Universitat Autònoma de Barcelona

 

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Nadie pone en duda la importancia que la traducción ha tenido para la literatura universal en toda su evolución. Aquí nos detendremos en la europea, en la que se inscribe, sin lugar a dudas, la literatura rusa.

Podríamos afirmar sin miedo a equivocarnos que resulta harto difícil, por no decir imposible, imaginarnos la aparición y la ulterior evolución de las literaturas nacionales sin la inducción de la traducida, sobre todo en sus fases iniciales. «Tota literatura formal ha començat per traduccions; Homer mateix posà en grec per a l'Odissea les rondalles dels navegants fenicis», afirma Josep Carner en el ensayo «De l'art de traduir», recogido en su célebre obra titulada El reialme de la poesia.(1)

En los siglos clásicos modernos, si tomamos en consideración la literatura francesa del siglo XVII (la que más influencia ejerció sobre las europeas, o, en cualquier caso, sobre las centroeuropeas), constatamos que los hitos literarios más transcendentales fueron las obras de Corneille y Racine que hundían sus raíces en la tradición literaria antigua. En lo que a Corneille se refiere, El Cid, que las hunde en la España del siglo XI, a través de Las mocedades del Cid, de Guillén de Castro, su modelo inmediato, como es sabido; y Cinna y Horacio, en la Roma antigua. Y, en cuanto a Racine, podemos destacar sus tragedias bíblicas Atalía, Ester y Fedra, inspirada en Sófocles y Eurípides, a partir de Séneca. Todas estas tragedias, si bien no se pueden definir como traducciones sensu stricto, sí constituyen una modalidad muy particular de la traducción, la que podríamos calificar como «traslaciones o transposiciones culturales».

Entrando en el siglo XVIII y sin abandonar Francia, el indudable foco de la cultura europea de la época, debemos añadir la obra de Lesage Historia de Gil Blas de Santillana, que no constituye otra cosa que una «traslación cultural» de la novela picaresca española —hasta ser considerado como simple robo literario por el José Francisco Isla, quien en un famoso episodio la «retradujo» al castellano— y que, a su vez, sirvió a Vasili Narezhny (1780-1825) como materia prima para su novela satírica El Gil Blas ruso o las aventuras del príncipe Gavrila Simónovich Chistiakov.

Rusia, país que no cuenta con una evolución y una tradición literaria de larga duración, que se incorpora a la corriente de las literaturas europeas sólo a partir de la segunda mitad del siglo XVIII e irrumpe en ella con todo su esplendor a partir de la obra de Pushkin, empieza dicha incorporación con sus propias «transposiciones culturales».

Llegados a este punto, no podemos dejar de mencionar al más ilustre de entre los ilustrados rusos, Lomonósov (1711-1765), a quien, aparte de la fundación de la primera universidad rusa en Moscú (que hoy lleva su nombre), las letras rusas le deben nada menos que el pensamiento teórico en más de un campo del conocimiento y, lo que más nos atañe, la «organización», por así decir, de la lengua patria. Su «teoría de los tres estilos», inspirada en Aristóteles (cuya obra inspiró asimismo la obra capital lomonosoviana, La retórica) o, tal vez en mayor medida aún, en Quintiliano y la tradición virgiliana, sienta las bases de la lengua literaria rusa.

Otro ejemplo de ineludible mención lo constituyen las tragedias de Sumarókov (1717-1777),(2) el «creador del drama ruso, tanto de la tragedia como de la comedia»,(3) destacando entre ellas su recreación del Hamlet shakespeariano a cuyo conocimiento accedió, a su vez, a través de Racine y Voltaire, y, lo más probable, de Ducis. Escrito en verso alejandrino, articulado en cinco actos y guardando las unidades de tiempo, lugar y acción, el Hamlet de Sumarókov aparece como una obra de construcción sumamente clásica, pero, al mismo tiempo, no deja de introducir en la cultura rusa a este arquetipo de la literatura universal que acabará ocupando un lugar de primer orden en la ulterior evolución de la misma (la traducción de 1836 del drama shakespeariano por N. Polevói, que crea un Hamlet muy romántico y a la vez muy ruso; Belinski a propósito de El héroe de nuestro tiempo, de Lérmontov; Turguénev: «El Hamlet de la comarca de Schigrov», de Relatos de un cazador, o el ensayo Hamlet y don Quijote, por citar los ejemplos más significativos).

Trediakovski (1703-1769), considerado como el padre de la filología rusa, es otro autor dieciochesco cuyas «transposiciones culturales» desempeñaron un papel primordial en la historia de la literatura rusa. Su irrupción en la literatura por la puerta grande se produce, precisamente, por obra de una traducción: El viaje a la isla del amor, novela alegórica del hoy olvidado Paul Tallemant. Sin embargo, la «transposición cultural» con la que Trediakovski más aportó a las letras rusas fue su «traducción» —en verso hexámetro e imitando el estilo de la Ilíada y de la Eneida(4) de esa modalidad francesa del Bildungsroman que son Las aventuras de Telémaco, de Fénelon, y que el poeta ruso tituló Telemajida.

Karamzín (1766-1828), el máximo representante del sentimentalismo ruso (corriente que según la discutible aunque muy extendida opinión crítica constituyó la antesala del Romanticismo), funde y transplanta en tierra rusa al menos dos obras ajenas a la recién estrenada tradición literaria rusa: Dafnis y Cloe, de Longo, y Pablo y Virginia, de Bernardin de Saint-Pierre, en La pobre Liza, la obra que le dio notoriedad.

Si bien los ejemplos de «transposiciones culturales» podrían multiplicarse, nos hemos limitado a nombrar unas pocas para poner de manifiesto su importancia para la configuración del desarrollo de la literatura, sobre todo la rusa.

Con la entrada en el siglo XIX las «transposiciones culturales» rusas se vuelven mucho más esporádicas, dejando paso a las traducciones sensu stricto. Baste decir que uno de los más grandes novelistas universales, Dostoievski, empieza a ejercitarse en el dominio la prosa traduciendo la balzaciana Eugenia Grandet. Con todo, los autores extranjeros, leídos en la lengua original o en traducciones, siguen constituyendo la escuela de la literatura nacional: Pushkin empieza su andadura literaria a partir del conocimiento y estudio de los franceses, principalmente de Las relaciones peligrosas de Choderlos de Laclos, las comedias de Beaumarchais, Rojo y negro, de Stendhal, y la poesía de Lamartine, a la que hay que añadir la irrupción del genio romántico inglés, lord Byron, cuya obra conoce a través de las, a su vez, congeniales traducciones de Zhukovski. La literatura traducida por este último, mucho más que la original (aparte de Byron, Zhukovski se destacó como un gran traductor de la poesía del Sturm und Drang alemán), al conducir en su momento las letras rusas por la senda romántica, influyó decisivamente en el curso de su ulterior evolución.

Si por un lado el mundo de las «transposiciones literarias» responde a las exigencias sociales y estéticas de los lectores de la época y las traducciones van abriendo caminos de intercambio cultural cada vez más extenso, un interesante fenómeno lateral, dependiente de lo anterior y que nos sitúa en la esfera de los apócrifos y las mixtificaciones, es el que presenta casos tan llamativos como las pushkinianas Canciones de los eslavos occidentales que el poeta ruso traducirá como auténticas cuando en realidad se trata de una genial falsificación de Mérimée (Guzla, 1827), que las atribuye a un tal Malanovich. De la traducción rusa los textos pasaron al serbio y acabaron convirtiéndose en patrimonio cultural yugoslavo, en un ejemplo de interacción entre invención y traducción.

En la época de los -ismos (simbolismo, modernismo, acmeísmo, futurismo), otra gran eclosión de la poesía en Rusia —el llamado Siglo de Plata (emulando el Siglo de Oro: el Romanticismo)—, tradujeron casi todos de entre los máximos representantes de aquellas corrientes: Gumiliov, Ajmátova, Tsvetáieva, Blok, Pasternak..., por citar a los poetas más conocidos.

Pero tal vez sea la época inmediatamente posterior, el período «romántico» de la Revolución de Octubre, la que más hincapié hace —de palabra y de obra— en la interrelación de traducción y cultura. La intelligentsia del recién creado nuevo Estado se propone «culturizar» los pueblos que forman parte de la herencia territorial del imperio, pretendiendo con ello echar los cimientos de una convivencia basada en la comprensión de culturas ajenas a la dominante, o sea, la rusa. La fundación en 1918 de la editorial Literatura Universal desempeña un papel capital en el intento de conseguir tamaño objetivo. Gorki, al hacerse cargo de la dirección de la misma, se rodea de los más prestigiosos intelectuales del momento comprometidos con la revolución para «lanzar una ofensiva cultural» que consiste nada menos que en traducir todas las obras maestras del mundo. Se traducen de nuevo (la calidad de muchas traducciones existentes dejaba mucho que desear) prácticamente todas las obras clásicas, desde Dante, pasando por el teatro completo de Calderón. Tamaño esfuerzo no se centra tan sólo en las literaturas extranjeras. Tampoco se descuidan las obras maestras de las literaturas soviéticas no rusas, como la ucraniana, la georgiana, la armenia, las bálticas... (Borís Pasternak, que no sabía ni una palabra de georgiano, está considerado como uno de los mejores traductores de la poesía de este país caucásico; usaba textos de apoyo, «chuletas» en forma de traducciones literales, e hizo varios viajes a Georgia para captar la musicalidad de la lengua.) Debido a la penuria económica de la época, Literatura Universal tuvo que disolverse en 1924. No obstante, en su corta vida consiguió al menos sentar las bases de su noble propósito: usar la traducción literaria como el más eficaz de los instrumentos de la difusión de la cultura.

Volviendo al tema de la importancia que la traducción ha tenido para la aparición y evolución de la literatura nacional rusa, no podemos dejar de mencionar al menos dos obras magnas: en primer lugar la Biblia y en segundo lugar, El canto del príncipe Ígor, poema heroico fechado en 1187 y considerado el (subrayamos el artículo determinado) monumento de la literatura rusa antigua. Por lo que a la primera se refiere, la cultura escrita rusa (para ser más exactos, la eslava ortodoxa) se inicia, precisamente, gracias a su traducción. Para poder llevarla a cabo, los monjes búlgaros Cirilo y Metodio (siglo IX) se vieron ante la necesidad de dotar a su lengua —exclusivamente oral en la época— de un alfabeto. Así nació el cirílico y, tras él, la literatura. Una literatura que hoy denominamos paleoeslava y que conocemos, a su vez, también gracias a la traducción o, mejor dicho, a las traducciones que se han venido sucediendo desde el siglo XVIII hasta nuestros días. Éste es el caso de la segunda obra mencionada, la obra cumbre de la literatura medieval rusa, El cantar de las huestes del príncipe Ígor, conocida también bajo el abreviado título de El canto del príncipe Ígor y el más abreviado aún, El príncipe Ígor (el de la célebre ópera de Borodín). Escrito en una «lengua muerta», el paleoeslavo o ruso eclesiástico, el poema resultaría incomprensible para el lector moderno si no fuese por las numerosas traducciones de que ha sido objeto (y nos aventuraríamos a asegurar que seguirá siéndolo) por parte de las plumas más privilegiadas, desde Zhukovski, A. Máikov y Zabolotski hasta la moderna y filológica traducción del prestigioso académico Dmitri Lijachov.

Tras este apunte histórico sobre la importancia de la traducción dentro del marco de una misma literatura, volvamos a la importancia de la traducción para dos o más literaturas nacionales. El prematuramente desaparecido investigador checo Jiří Levý, con su habitual concisión y maestría, aborda esta cuestión en su Arte de la traducción.(5) En el capítulo titulado «La función de la traducción en las literaturas nacionales y en la universal«», Levý afirma: «El universalismo de la literatura contemporánea ya no se basa en el acervo común cultural (allgemeines Kulturgut) [en contraposición a la literatura antigua, sobre todo la escrita en latín o en otra lengua común para muchas culturas], sino en el intercambio de dicho acervo, en el crecimiento de la interrelación entre los diferentes ámbitos de la cultura».(6)

Abundando en el mismo tema, Yuri Levin, en un artículo titulado «La traducción y la vida de la literatura»,(7) plantea la siguiente cuestión: «Si preguntásemos a la gente, incluso a personas cuya actividad de una u otra forma está ligada a la traducción, qué tiene más peso, qué es más importante para la literatura universal, el original o la traducción, estoy convencido de que todos contestarían unánimemente: el original.» El autor, que en ningún momento formula una solución a la cuestión que plantea, sin embargo añade más adelante: «Independientemente de si la traducción puede sustituir el original o no puede hacerlo, lo cierto es que sí lo sustituye. Ante las actuales proporciones del intercambio cultural, toda obra significativa de una literatura nacional no tarda en traducirse a otras lenguas, convirtiéndose así en patrimonio cultural de la humanidad». El argumento de Levin, además de por el peso de su lógica, también se sostiene por una apreciación estadística: ¿cuál sería el alcance (y su ulterior influencia sobre otras literaturas) de las obras de las llamadas literaturas nacionales minoritarias, como, por ejemplo la checa o la noruega? Ni siquiera hace falta consultar las tiradas de las ediciones de dichas obras para darnos cuenta de que el número de ejemplares publicados de las traducciones de, pongamos por caso, Las aventuras del buen soldado Švejk, de Hašek, o Casa de muñecas, de Ibsen, es muy superior al de todas sus ediciones en checo y noruego. De modo que el número de lectores de traducciones muchas veces resulta muy superior al de los «lectores originales».(8) Decimos «muchas veces» y no «siempre», porque este razonamiento no resulta tan obvio cuando se trata de autores que escriben en lenguas muy extendidas en el mundo, como el propio ruso, el inglés, el chino o el español. Al ser tan extendidas, estas lenguas suelen producir, a su vez, vastas literaturas nacionales, ensanchando así el caldo de cultivo para la actividad traductora. Una vez «exportadas», entran a formar parte de las literaturas nacionales de los países que las han acogido. Según Levin, las obras que no se traducen a otras lenguas y que, por lo tanto, no se convierten en patrimonio cultural de otros pueblos no tardan en caer en el olvido dentro del marco de su propia literatura nacional.

Contemplada la cuestión desde esta perspectiva, la traducción, vista como vehículo de transmisión intercultural, cobra una importancia realmente enorme. E independientemente de los defectos que puedan presentar las traducciones, gracias a ellas millones de personas llegan a conocer obras escritas en lenguas que quedan fuera de su alcance, de modo que las traducciones se erigen, de hecho, no sólo en representaciones, sino, incluso, en substitutos del original. Si la traducción es inconcebible sin el original, la ulterior existencia del original en las literaturas del mundo es inconcebible sin la traducción. Así, el original y la traducción aparecen ante la literatura universal en condiciones de igualdad (incluso aquellas traducciones que no son congeniales con el original). «Y no se trata de dar una respuesta taxativa a la pregunta de qué es más importante, el original o la traducción, sino de constatar que en el desarrollo de la literatura universal ambas cosas están tan indisolublemente ligadas que la primera es imposible sin la segunda y la segunda es imposible sin la primera.» Esta afirmación, que constituye una respuesta a la cuestión planteada por Levin en el artículo citado (recordemos que su autor no formula ninguna), pertenece a Fiódorov, uno de los pioneros de la que podríamos llamar «escuela soviética» de la teoría de la traducción, y proviene del libro El arte de la traducción y la vida de la literatura. Esbozos.(9)

En el libro que acabamos de mencionar Fiódorov se pregunta por el status de la literatura traducida dentro del marco de la —llamémosla—«literatura de acogida»: «¿Se funden en un todo las obras traducidas con las originales o, por el contrario, ocupan un lugar especial?». La oportunidad de la respuesta que el teórico formula a continuación nos incita a reproducirla (casi) entera como colofón de este texto:

La traducción —en mayor o menor medida— siempre constituye una ventana al mundo, a un mundo diferente, al mundo de otro pueblo, a veces a otra época [...]. En esto consiste la especificidad de la traducción en el marco de aquella literatura en la cual un original extranjero se ha vertido con los medios de su propia lengua. Y es la lengua de la traducción, una traducción auténticamente artística —por más distante que sea de la del original—, lo que hermana la traducción con la literatura que la acoge.(10)



NOTAS

(1) Barcelona, Edicions 62, 1982, p. 193 .
(2) Como simple curiosidad, no quisiéramos dejar de mencionar el poema de Sumarókov titulado «Epístola sobre la lengua rusa». Fechado en 1748, en él Sumarókov —muy precozmente, nos atreveríamos a decir—«teoriza» acerca de la fidelidad de la traducción («Lo que bien se expone en francés, / puede robarse con exactitud en ruso») al tiempo que exhorta a sus compatriotas a traducir, siempre que tengan talento. (En VV. AA., Perevod - sredstvo vzaimnogo sblizhenia narodov [La traducción como medio de acercamiento de los pueblos], Moscú, 1987, p. 19.).
(3) La definición de Sumarókov como creador del drama ruso, repetida por la crítica ulterior hasta afianzarse, pertenece a Alexéi Merzliakov (1778-1830), profesor de literatura rusa en la Universidad de Moscú.
(4) Efim Etkind, Russkie poety-perevodchiki ot Trediakovskogo do Pushkina [Poetas traductores rusos, de Trediakovski a Pushkin], Leningrado, 1973, pp. 14-19.
(5) Iskusstvo prevoda, trad. al ruso de V. Rossels, Moscú, 1974.
(6) Op. cit., p. 233.
(7) Voprosy literatury [Problemas de la literatura], 2, 1979, pp. 10-18.
(8)Véase también, J. Levý, op. cit., pp. 233 y 234.
(9) Leningrado, 1983, p. 11.
(10) Op. cit., pp. 13 y 14.

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T-1611,
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