2007


TRAS LA SOMBRA DE BABEL
Juan Gabriel López Guix

Departamento de Traducción
Universidad Autónoma de Barcelona


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Texto de la conferencia inaugural de las I Jornadas Hispanoamericanas de Traducción Literaria (Rosario, 2006), de próxima publicación en Actas de las I Jornadas Hispanoamericanas de Traducción Literaria, Instituto Cervantes.

I

La tradición judeocristiana vincula el nacimiento de la actividad traductora con la fundación de la ciudad de Babilonia y la construcción de su torre. Con el paso de los siglos, este edificio ha acabado erigiéndose para nosotros en el símbolo negativo de la pluralidad lingüística y de la irritante necesidad de la traducción. Desearía volver a visitar nuestra torre, tanto el mito como su materialidad, para realizar una pequeña indagación de tipo genealógico y arqueológico en busca de vestigios que vayan más allá de esa identificación negativa y que permitan establecer vínculos más positivos con la actividad traductora.

El episodio mencionado en el pequeño fragmento que ocupa los nueve primeros versículos del capítulo 11 del Libro del Génesis es de sobra conocido, pero me gustaría citarlo en toda su extensión como punto de partida a una nueva visita a nuestro mito fundacional. Lo cito siguiendo una versión de Reina-Valera:


Era entonces toda la tierra de una sola lengua y unas mismas palabras.
Y aconteció que cuando salieron de oriente, hallaron una llanura en la tierra de Sinar, y se establecieron allí.
Y se dijeron unos a otros: Vamos, hagamos ladrillo y cozámoslo con fuego. Y les sirvió el ladrillo en lugar de piedra, y el asfalto en lugar de mezcla.
Y dijeron: Vamos, edifiquémonos una ciudad y una torre, cuya cúspide llegue al cielo; y hagámonos un nombre, por si fuésemos esparcidos sobre la faz de la tierra.
Y descendió Jehová para ver la ciudad y la torre que edificaban los hijos de los hombres.
Y dijo Jehová: He aquí el pueblo es uno, y todos tienen un solo lenguaje; y han empezado la obra, y nada les hará desistir ahora de lo que han pensado hacer.
Ahora, pues, descendamos, y confundamos allí su lengua, para que ninguno entienda el habla de su compañero.
Así los esparció Jehová desde allí sobre la faz de toda la tierra, y dejaron de edificar la ciudad.
Por esto fue llamado el nombre de ella Babel, porque allí confundió Jehová el lenguaje de toda la tierra, y desde allí los esparció sobre la faz de toda la tierra.


Tal como nos es referida aquí, la historia ofrece una explicación a la diversidad lingüística que aparece entre los descendientes de Noé tras el Diluvio. Lo hace presentando la multiplicidad de las lenguas y, por ende, la acuciante necesidad de la traducción como castigo divino ante el comportamiento de los hombres.

El episodio de Babel pertenece a la tradición yahvista, la fuente más antigua de las cuatro principales que dieron lugar al Pentateuco, y que se ha fechado en torno al siglo X a. e. c., poco después del reinado de Salomón.

Unos mil años más tarde, en el siglo I, el historiador judeorromano Flavio Josefo confirmó en esencia este relato en su obra Antigüedades judías (I, 4) e identificó claramente a Nemrod como paladín de la rebelión.


El que los incitó a semejante desprecio de Dios fue Nebrodes, nieto de Cam, hijo de Noé, un hombre audaz y de mucha fuerza en los brazos, quien los persuadió de que no adjudicaran a Dios la causa de su felicidad, porque sólo se la debían a su propio valor. Paulatinamente convirtió el gobierno en una tiranía, viendo que la única forma de quitar a los hombres el temor a Dios era el de atarlos cada vez más a su propia dominación. Afirmó que si Dios se proponía ahogar al mundo de nuevo, haría construir una torre tan alta que las aguas jamás la alcanzarían, y al mismo tiempo se vengaría de Dios por haber aniquilado a sus antepasados.

[Trad. Luis Farré]



Es decir, que la rebelión está encabezada por Nemrod, primogénito de Cush, el hijo preferido que Cam tuvo con la esposa de su ancianidad. Nemrod, nieto de Cam, consiguió imponerse a los descendientes de los demás hijos de Noé, llegó a ser el «primer hombre de poder en la tierra», un «poderoso cazador ante el Señor» (Gén 10:8,9) y reinó sobre toda la tierra. Sin embargo, Nemrod (cuyo nombre contiene, de un modo que difícilmente cabe considerar casual, la misma raíz que marod, que significa «rebelarse») no siguió la senda del Señor, erigió ídolos y se convirtió en el hombre más malvado desde el Diluvio. La torre, en la narración de Josefo, tiene una doble finalidad: por un lado, es una medida preventiva ante un nuevo Diluvio y, por otro, es un acto de venganza por la muerte de los antepasados.

El Genesis Rabbá, un comentario midrásico al libro del Génesis que al parecer recibió su redacción final en el siglo V a partir de múltiples fuentes orales y escritas, explica que los hombres vieron con temor aproximarse el año 3312 desde la creación del mundo, convencidos de que cada 1656 años el «firmamento se tambaleaba» como había ocurrido en el Diluvio. Llenos de despecho por verse confinados al mundo terrenal construyeron cuatro pilares para sostener la bóveda celeste. El soporte oriental era la torre de Babilonia. La torre debía ir coronada de un ídolo con una espada para que pareciera que la blandía contra Dios. La frase «confundamos allí su lengua» puede interpretarse con ligeras variaciones fonéticas como «por sus labios los destruiré»:

Así, cuando uno decía a su compañero: «¡Trae agua!», le traía tierra, por lo que le golpeaba y le abría la cabeza; «¡tráeme un hacha!», y le traía una pala, por lo que le asestaba un golpe y le abría la cabeza.

[Trad. Luis Vegas Montaner]

Según otro midrás, el Séfer Hayashar o Libro de las generaciones, escrito al parecer en torno al siglo XIII, los constructores pretendían asaltar el cielo con la intención de combatir a Dios, sustituirlo por sus propios dioses o matarlo. La construcción duró muchos años. La torre llegó a ser tan alta que se tardaba un año en llevar hasta la cumbre los ladrillos y la argamasa. Si caía un ladrillo y se rompía, su pérdida era llorada; pero nadie se preocupaba si caía un hombre y se mataba. Cuando Dios intervino confundió su lengua de modo que los constructores dejaron de entenderse y empezaron a pelearse y matarse entre ellos. A un tercio los transformó en monos y elefantes, a otro tercio los mató y al resto los dispersó por el mundo. En cuanto a la torre, una tercera parte fue engullida por la tierra, otra tercera parte fue consumida por el fuego y el resto quedó en ruinas.

A partir de estas fuentes y otras, los Padres de la Iglesia y los posteriores comentaristas cristianos presentaron el proyecto babélico como paradigma de la insensatez y la maldad humanas; aunque subrayaron más, en detrimento de la torre, la imagen de la ciudad como sede de corrupción, estableciendo un paralelismo con Roma y contraponiendo (como en Agustín de Hipona) la idea de una ciudad terrestre y una ciudad celeste.

En cualquier caso, en todos estos relatos de la tradición judeocristiana, la empresa de Babel es un arrebato descabellado del hombre contra Dios, la historia de una desmesura justamente castigada. No constituye sorpresa alguna que el hecho de que no haya una lengua sino muchas y de que entre ellas sea ineludible el ejercicio de la traducción se haya cargado a lo largo de los siglos de resonancias ominosas. El peso de la maldición babélica ha impregnado nuestra cultura y teñido de abominación la labor traductora. Casi nos parece oír: «aprenderás otras lenguas con el sudor de tu frente», «traducirás con dolor».

La destrucción de Babel y su torre, así como la aparición de las lenguas, constituye la respuesta divina a lo que podría considerarse la tercera gran desobediencia del hombre. La primera, en el Edén, motivada por el deseo de alcanzar el conocimiento y ser como Dios, da lugar a la Caída, la aparición del trabajo, el dolor y la mortalidad. El Diluvio, en cambio, es la respuesta a la maldad y violencia que se han apoderado de la tierra. En Babel, el orgulloso objetivo vuelve a ser rivalizar con Dios y suplantarlo.

Dios ha dado en dos ocasiones, primero a Adán en la Creación y luego a ese otro Adán que es Noé tras el Diluvio, el mandato de extenderse y poblar la tierra. Sin embargo, acaudillados por Nemrod, del linaje de Cam (el que «vio la desnudez de su padre», signifique eso castración o sodomización, según han debatido los exégetas), los hombres se niegan a hacerlo y deciden fundar una ciudad lo bastante grande e importante para mantenerse unidos. Y aquí resuena el hecho de que el primer fundador de una ciudad en el Génesis es Caín. Semejante antecedente no presagia nada bueno.

Dios, que tras el Diluvio ha prometido no volver a exterminar a toda la humanidad —y que, podría decirse, ha enterrado su hacha de guerra; o, más bien, ha «encielado» su arco de guerra y, de hecho, lo ha convertido hasta el día de hoy en símbolo de paz—, responde forzando la dispersión; y lo hace por partida doble, pues impone una dispersión geográfica y una dispersión lingüística, en el espacio y en la gramática. Esta duplicidad se halla presente en la palabra hebrea balal quiere decir «confundir» y «dispersar». En otro ejemplo más de la ironía —en este caso, cruel— de la que hace gala Dios según la fuente yahvista del Génesis, la divinidad castiga el traslado de ladrillos con una translatio perpetua de hablantes y palabras.

Explicada de este modo, la diversidad de las lenguas adquiere el estatuto de una segunda Caída en la que la pérdida de la unidad lingüística original, edénica, trae consigo el padecimiento y el perecimiento de la traducción. Nada más lógico, pues, que a lo largo de los milenios la traducción no haya podido deshacerse de la mancha de ese origen oprobioso y que tanto ella como sus practicantes hayan portado siempre, como Caín, una marca estigmatizadora. Parece incluso que la maldición se ha inscrito en las mismas palabras y las mismas lenguas que nos vemos obligados a acarrear. Así, el traductor es un traidor, como en italiano: tradutore, tradittore. O es un calumniador, como en inglés: traducer. Y con qué facilidad dice el alemán: Wer übersetzt, der untersetzt («El que traduce, reduce»). Casi no parece casual que, si abrimos el Petit Robert, en la misma columna que truchement («intérprete») encontremos truand, truander, truanderie, trublion, truc, trucage y trucider: «truhán», «truhanear», «truhanería», «perturbador, agitador», «truco», «trucaje», «trucidar». En castellano, otra obra cimera de la lexicografía, el Diccionario de uso del español de María Moliner, nos indica que truchimán es un trujamán, un intérprete; un hombre experimentado que aconseja o media en una compra o cambio o en otro asunto; pero también un granuja, una persona astuta, taimada o poco escrupulosa en su conducta. (¿Es posible que haya aquí un parentesco con las palabras argentinas truchón y trucho?)

Tan profunda es la impronta de la Caída en el episodio de la multiplicidad de las lenguas descrito en el capítulo 11 del Génesis que resulta muy fácil pasar por alto que unos pocos versículos antes, en el capítulo 10, se han descrito las generaciones de los hijos de Noé y se han presentado los hijos de Jafet, Cam y Sem «por sus familias, por sus lenguas, en sus tierras, en sus naciones». Es decir que, tomando al pie de la letra el primer libro de Moisés, las lenguas ya existían antes de la fundación de Babilonia, la construcción de la torre y la posterior maldición y expulsión del edén lingüístico.

La fisión múltiple de la lengua adánica que tan hondamente asociamos al castigo por la arrogancia de Babel es, pues, según el propio Génesis, anterior a ese episodio y tiene que haberse producido en algún momento tras el Diluvio.

Se han dado diversas explicaciones para compaginar los datos textuales de Génesis 10 y Génesis 11. Una de ellas sería suponer que esa «sola lengua» que unió a los constructores trascendiera el propio lenguaje. La auténtica comprensión sólo se da en silencio, ha escrito el crítico George Steiner, por lo que es posible que no hayamos interpretado bien el mito de Babel y que los hombres se pusieran de acuerdo para construir sin palabras. Que el grado de comprensión fuera tal que la tarea se emprendiera sin necesidad de hablar y que por ello mismo fuera mucho más temible. El silencio resultó insoportable para la divinidad, que decidió restablecer la palabra multiplicada con creces. Y es que podría considerarse que la comunión muda de los constructores atentaba contra el fundamento mismo de ese Logos que era en un principio, tal como se nos diría mil años más tarde en una de las traducciones más influyentes del pensamiento occidental, la del logos griego al logos cristiano. Según esta interpretación la materialidad de la torre sería intrascendente, pues lo que constituiría el verdadero asalto al cielo sería el acceso a lo inefable en este mundo, a lo inefable inmanente.

Otra forma de hacer encajar el poliglotismo pre- y posbabélico con la confusión multilingüe del episodio de Babel consiste en suponer la desaparición de cualquier posibilidad de traducción. Esta modesta hipótesis es del todo compatible con los hechos textuales. La interrupción de la comunicación entre los constructores pudo muy bien deberse a la supresión de la traducción o al silencio de quienes la hacían posible. Sin ellos, sin la posibilidad de la traducción, que en realidad constituía la argamasa que mantenía unida la voluntad constructora, todo el proyecto se derrumbó.

Estas dos posibilidades son en cierto modo opuestas. En el primer caso, la comprensión sin palabras, los hombres superan el lenguaje, un lenguaje —hemos de suponerlo, pues el texto bíblico no es totalmente explícito al respecto— que fue recibido de Dios cuando éste sopló el aliento de vida en el primer hombre moldeado con un puñado de tierra (heb., adamá, «tierra»; raíz: adam, «ser rojo, enrojecer»). No debe olvidarse que el lenguaje es un don único de Dios al hombre en la Creación. Y que el hombre es doblemente único en ella. Por un lado, sólo él es hecho con las propias manos de la divinidad y con un soplo dador de vida, sin intermediación alguna del lenguaje; así, el hombre es el único creado sin fiat, sin palabra alguna, y el único dotado de ella. Por otro, es el único dotado de poder nominador, de una palabra que nombra pero que, a diferencia de la divina, no crea. En Babel, sin embargo, el hombre —moldeando también él la tierra— crearía sin palabras.

De acuerdo con la segunda explicación, la que postula la ausencia de la traducción y la estanqueidad de las palabras, los hombres quedan presos en sus propias lenguas porque no son capaces de seguir manteniendo el trasvase y la comunicación entre ellas. Los constructores se ven atrapados en una especie de cámara de vacío lingüística que impide el intercambio con lo ajeno. Individualizados de tal modo, sólo son capaces de producir enunciados encerrados en sí mismos, sin capacidad de aglutinación. Elementos discretos sin cohesión. Al final, el exceso de palabras se desploma sobre ellos y acaba sepultándolos, junto con su edificio.

Pensadas en términos saussurianos, estas dos hipótesis acerca de la transgresión de Babel suponen, cada una a su modo, una anulación del signo lingüístico. En un caso podría decirse que se alcanza un significado sin significante y en el otro, lo único que hay son, desde el punto de vista del otro, significantes sin significado. Abolido el signo, la torre se derrumba.


II

Fuera de la tradición judía, el relato del Génesis encontró una confirmación parcial, al menos en lo relativo a la existencia de la torre, en Heródoto, que vivió en el siglo V a. e. c. y cuyo relato constituye (junto con el Génesis y Josefo) la tercera de las grandes fuentes clásicas que han contribuido a modelar para nosotros el mito de Babel y su torre. En el libro primero de su Historia, el historiador griego describe Babilonia, el santuario dedicado a Zeus Belo (Bel: Marduk) y su torre.


En la parte central del santuario hay edificada una torre maciza de un estadio [180 metros] de altura y otro de anchura; sobre esta torre hay superpuesta otra torre y otra más, hasta un total de ocho torres. Y hacia la mitad de la rampa hay un rellano y unos asientos para descansar, donde se sientan a reponer fuerzas los que suben. En la última torre se levanta un gran templo; en él hay un gran lecho, primorosamente tapizado, y a su lado una mesa de oro. Sin embargo, en ese lugar no hay erigida estatua alguna y de noche nadie puede permanecer allí, con la única excepción de una mujer del lugar, a quien el dios, según cuentan los caldeos —que son los sacerdotes de esa divinidad—, elige entre todas. Esos mismos sacerdotes sostienen —aunque para mí sus palabras no son dignas de crédito— que el dios en persona visita el templo y que descansa en la cama [...].

[Trad. Carlos Schrader]


El fragmento no contiene rastro alguno de afrenta a la divinidad, ni multiplicación de las lenguas, ni derribo de la torre, ni dispersión de los constructores, pero sí que contiene —por primera vez— una descripción física del edificio (tal como «todavía existía en mis días», según especifica), así como una descripción de su función. Hay, en efecto, una intervención divina, pero no es catastrófica, sino que se enmarca dentro de un rito hierogámico, un matrimonio sagrado.

En realidad, Heródoto se refiere a la celebración del año nuevo babilónico (el equinoccio de primavera, en el mes de nissanu), una de cuyas ceremonias consistía en la unión ritual del rey con una sacerdotisa sagrada, unión que realizaba de forma concreta el renacimiento del mundo y de la humanidad. Según han señalado los historiadores de las religiones, en todo el mundo semita los ritos del año nuevo se estructuraban en torno a la idea de una vuelta anual al desorden que se veía seguida de una nueva creación, de un pasaje del caos al cosmos.

En el curso de la ceremonia descrita por Heródoto —que tiene sus raíces en la época sumeria—, se recitaba el Poema babilónico de la Creación, llamado por los babilonios Enuma elish y escrito al parecer a finales del siglo XII a. C., durante el reinado de Nabucodonosor I. El poema contiene el mito de la creación más antiguo del que disponemos en una fuente escrita y describe el proceso mediante el cual Marduk, el dios local de la ciudad de Babilonia, se convirtió en el dios más importante del panteón mesopotámico. También contiene un relato de la edificación de una torre en Babilonia anterior a las menciones de Josefo, Heródoto y el yahvista. Enuma elish, «cuando en lo alto», son las primeras palabras de la obra:


Cuando en lo alto el cielo aún no había sido nombrado
y abajo la tierra aún no había sido mencionada con un nombre,
solos Apsu, su progenitor,
y la madre Tiamat, la generatriz de todos,
mezclaban juntos sus aguas...

[Trad. Federico Lara Peinado]


En la mitología babilónica Apsu y Tiamat, el agua dulce y el agua salada, son los dioses primeros engendradores de todos los demás, que nacen por parejas y cada vez más perfectos. Incomodado por el ruido de sus hijos, Apsu decide matarlos, pero uno de los jóvenes dioses, Ea, se le adelanta y lo mata a él. Luego es Tiamat quien, molesta con su progenie, decide aniquilarla, y es el hijo de Ea, Marduk, quien la vence. El Enuma elish describe en siete tablillas esa lucha y la ordenación del mundo. Tras salir victorioso sobre las fuerzas del caos, Marduk abre en dos a Tiamat (como un pescado destinado al secadero) para formar el cielo y la tierra; con los diferentes órganos de Tiamat crea el mundo. A continuación es entronizado y ordena la creación de los hombres con la sangre (aca. damu, «sangre») de Kingu, el nuevo esposo de Tiamat, con objeto de servir a los dioses, a quienes reparte entre el cielo y la tierra. Asimismo, decide la construcción de un santuario que será su residencia y que servirá también de morada a los dioses cuando se reúnan. El arco de guerra de Marduk es depositado en el firmamento (donde aún puede verse hoy: es la constelación que nosotros llamamos Can Mayor, cuya estrella más brillante es Sirio). Y el poema concluye con el recitado de los atributos de Marduk.

El santuario que los dioses edifican para Marduk en señal de agradecimiento recibe el nombre de Esagila (Morada Sublime o, más literalmente, Casa de Elevada Cabeza). Se trata de un templo entre el cielo y la tierra, una Babilonia celeste, con una torre escalonada, un ziqqurratu que toca el cielo y cuyo nombre es Etemenanki, la Casa Fundamento del Cielo y la Tierra.

En la construcción de esa torre estuvieron los dioses ocupados dos años, el primero de ellos empleado únicamente en la fabricación de los ladrillos, el material característico de Mesopotamia, una región que carece prácticamente de madera, piedra y metales. La conclusión del edificio se celebró con un gran banquete, una reunión repetida anualmente por los dioses, que acudían por Año Nuevo a la morada de Marduk. Abajo en la tierra, los hombres repetían la ceremonia en la Babilonia mesopotámica, en la réplica terrestre del Etemenanki, cuya cima tocaba la base de la torre celeste. Así, Etemenanki, la torre de Babel realmente existente, más que el lugar de la fulminación divina de la tradición judía, marcaba en su avatar anterior, por decirlo así, el centro del mundo y el eje del universo (axis mundi), el recordatorio de esa colina o montaña primordial que en la cosmogonía mesopotámica aparece de la separación de la aguas inferiores y superiores. Un vínculo entre el cielo y la tierra, y una escalera para la comunicación de los dioses y los mundos.

Desde hace alrededor de un siglo disponemos de dos documentos cuneiformes babilónicos (neobabilónicos) que hacen referencia al Etemenanki y ofrecen datos concretos sobre el zigurat. Estos documentos son cruciales para nuestro conocimiento de la torre porque nos acercan a su materialidad. El primero es la tablilla del Esagila, escrita en el 229 a. e. c. y copia de un original varios siglos anterior (siglos VIII-VI). Descubierta en 1876 y luego perdida hasta 1912, se encuentra en la actualidad en el Louvre. Es un texto matemático que ofrece crípticamente las medidas del edificio («El que sabe debe mostrarla al que sabe, el que no sabe no debe verla»). El segundo es una estela de la colección Schøyen de Oslo; descubierta en 1917, data del siglo VII-VI a. e. c. (604-562 a. e. c.), contiene además un alzado del edificio y un dibujo de la planta del templo que lo coronaba. Se trata de un documento único porque ofrece una ilustración contemporánea de la reconstrucción realizada en la primera mitad del siglo VI por Nabucodonosor II (el rey que destruyó Jerusalén y su templo, conquistó Judá y deportó los judíos a Babilonia). Una inscripción identifica la torre sin lugar a dudas: «Etemenanki, zigurat de Babilonia. Lo construí para maravilla de los pueblos del mundo, alcé su cima hasta el cielo, hice puertas para las entradas y lo recubrí con asfalto y ladrillos».

La imagen que proporciona la estela de Oslo —de la que la colección Schøyen posee desde la década de 1990 dos fragmentos; el tercero está perdido— es la de un edificio escalonado de planta cuadrada y siete niveles incluyendo el templo de la cúspide, con dos escaleras laterales adosadas a la fachada y una central hasta el primer piso, que es más elevado que los demás. Este esquema se corresponde con los vestigios existentes sobre el terreno a un centenar de kilómetros al sur de Bagdad, descubiertos por el arqueólogo alemán Robert Koldewey, que excavó el emplazamiento desde 1899 hasta la creación del protectorado británico en Iraq en 1917. Koldewey hizo con la Babilonia bíblica lo que Schliemann había hecho varias décadas antes con la Troya homérica: dotar de realidad física un conocimiento que se perdía en las nieblas de lo legendario. Excavó las murallas de Babilonia, la puerta de Ishtar, los jardines colgantes, así como la base de la torre de Babel.

Los vestigios existentes sobre el terreno muestran un foso cuadrado de unos 15 metros de anchura y unos 90 metros de lado, cortado en mitad del lado sur por una zanja que se aleja perpendicularmente unos 50 metros, el residuo de la escalera frontal. Debido a su peculiar forma, el emplazamiento recibe de los lugareños el nombre árabe de Es Sachn, es decir, «La Sartén», en lo que quizá sea una muestra de la misma crudeza popular que llevó a los madrileños a llamar «Quinta del Sordo» a la casa de Goya.

No se conoce con certeza la fecha de la construcción original de la torre de Babilonia. Es muy probable que el primer constructor de la torre de Babel fuera Hammurabi, hacia el siglo XVIII a. e. c. Los zigurats más antiguos conocidos en el sur de Mesopotamia datan del finales del III milenio, construidos por el primer rey de la tercera dinastía de Ur, Ur-Nammu (2112-2095 a. e. c.), redactor del primer código de leyes conocido.

En realidad, en Mesopotamia la tradición de las construcciones aterrazadas es mucho más antigua. Los primeros edificios de culto identificables como tales se construyen en terrazas. Al parecer, en los alrededores del 5000 a. e. c., se construyen en Eridu templos sobre plataforma. Eridu, situada junto a Ur en la baja Mesopotamia, era considerada por los sumerios como la ciudad más antigua, la primera antes del Diluvio.

Y es que también con el Diluvio, como ocurre con los zigurats, los códigos de leyes o el Enuma elish, las fuentes son prebabilónicas, anteriores al 2000 a. e. c., y se remontan a los primeros tiempos de la historia. Por ello no constituye ninguna sorpresa que también posea origen sumerio un elemento crucial en el relato del Génesis y del que no se encuentra rastro alguno en la descripción de Heródoto ni tampoco en los fragmentos mesopotámicos citados, pero que para nosotros está inextricablemente unido a la Torre: la confusión de las lenguas.

El poema titulado Enmerkar y el señor de Aratta, redactado en el siglo XXI a. e. c. y descubierto por el asiriólogo Samuel N. Kramer, narra el pulso que mantiene Enmerkar con el rey de Aratta, una ciudad no localizada del actual Irán. Enmerkar —rey semilegendario de Uruk, a principios del tercer milenio (2900-2750 a. e. c.)— envidia las riquezas de que dispone el rey de Aratta (piedra, metal, piedras preciosas) e intenta intimidarlo para que las entregue con objeto de construir templos a los dioses, en especial, a Enki, dios de Ur. El soberano de Aratta se resiste a las amenazas a pesar de que una diosa (Inanna/Ishtar) decreta una hambruna, y son necesarias varias idas y venidas de un mensajero. En una de las ocasiones el mensaje que debe transmitirse es demasiado largo y Enmerkar inventa la escritura. Al final, el propio Enmerkar se desplaza a Aratta y establece un acuerdo diplomático que instaura relaciones comerciales entre los dos reinos.

El episodio que nos interesa tiene lugar en el primer viaje del mensajero a Aratta, donde debe recitar como elemento de presión psicológica el «conjuro de Enki», que narra el modo en que ese dios puso fin a la edad de oro en la que reinaba Enlil, el dios supremo del panteón sumerio


En otro tiempo existió una época en que no había serpiente, ni había escorpión,
no había hiena, no había león;
no había perro salvaje ni lobo;
no había miedo ni terror:
el hombre no tenía rival.
En otro tiempo existió una época en que los países de Shubur (y) Hamazi,
Sumer donde se hablan tantas (?) lenguas, el gran país de las leyes divinas de principado,
Uri, el país provisto de todo lo necesario,
el país de Martu, que descansaba en la seguridad,
el universo entero, los pueblos al unísono (?)
rendían homenaje a Enlil en una sola lengua.
Pero entonces, el Padre-señor, el Padre-príncipe, el Padre-rey,
Enki, el Padre-señor, el Padre-príncipe, el Padre-rey,
El Padre-señor enojado (?), el Padre-príncipe enojado (?), el Padre-rey enojado (?)
Enki, el señor de la abundancia, cuyos mandamientos son rectos,
el señor de la sabiduría, que escruta la tierra,
el jefe de los dioses,
dotado de sabiduría, el señor de Eridu,
cambió el habla de su boca, puso en ella la discordia,
en el habla del hombre que (hasta entonces) había sido una.

[Trad. Jaime Elías]


De modo que —si esta traducción es correcta—, según nuestras fuentes más remotas relacionadas con la confusión de las lenguas (que tienen más de cuatro mil años), parece ser un dios quien, por rivalidad con otro dios, pone fin a la edad de oro de la humanidad mediante la proliferación de las lenguas. Los sumerios de finales del tercer milenio creían en la existencia de una edad mítica situada en tiempos prehistóricos en la que la humanidad hablaba una sola lengua, una edad mítica anterior a la escritura (inventada apenas mil años antes, h. 3000 a. e. c.) y a la que había puesto fin Enki/Ea para atenuar la hegemonía del Enlil, el dios supremo. Lo que en la perspectiva judaica sería producto de una rivalidad entre dios y el hombre, nació en Mesopotamia de un conflicto entre dioses. Quizá de modo paradójico —o quizá no—, Enki es el creador y protector de los hombres, un dios asociado a los ritos de purificación, la fecundidad, la magia y la sabiduría.

Así, según descubrimos, los elementos que nos resultan hoy característicos del relato del Génesis que funda míticamente la actividad traductora, la torre que se alza hasta tocar el cielo en tanto que símbolo de lo unitario y la posterior confusión lingüística en tanto que símbolo de lo múltiple, se originan al menos unos mil o dos mil años antes, en la fértil llanura aluvial formada por los ríos Tigris y Éufrates. Y descubrimos también que si abandonamos el paradigma veterotestamentario y seguimos el rastro de nuestra torre en dirección a oriente llegamos a un terreno que permite dejar de considerar la multiplicación de las lenguas y la consiguiente necesidad de la traducción como la marca indeleble de una maldición divina contra los hombres.


III

Desearía detener aquí las indagaciones en el subsuelo del mito babélico y rescatar algunas ideas, resonancias e imágenes que han aparecido o que pueden suscitarse a la mirada del traductor. Ante todo, sin embargo, no deja de resultar curioso de que casi en los albores de la historia, a finales del tercer milenio, unos pocos centenares de años después de que la escritura empezara a utilizarse más allá de la rendición de cuentas (h. 2.600 a. e. c.), los hombres ya fantasearan con una edad de oro perdida y percibieran la entrada en la historia como una caída.

Dicha fantasía tiene algo más que un aire de familia con dos ideas hermanas albergadas de modo tácito por la abrumadora mayoría de lectores: por un lado, que la comunicación total es posible y que el original permite un acceso absoluto al sentido; y, por otro, que la entrada en la traducción es siempre una caída. En realidad, para empezar, la abrumadora mayoría de las veces, parafraseando a Eco, del prístino original sólo tenemos su traducción desnuda. Es cierto que el original está ahí y —lo más importante— está ahí antes, pero en términos culturales es inexistente si la traducción no vuelve a crearlo. De modo que en este sentido, cabe postular una desjerarquización de la relación entre original y traducción.

Una difuminación similar se producía en la experiencia sumeria entre forma externa, potencia numinosa y nombre. La palabra para luna (nanna) era el nombre del dios y de su potencia, el nombre del cielo (an) era el nombre de la divinidad y de su fuerza numinosa. En el festival babilónico que se celebraba en la torre de Babel, el rey era el dios, y la sacerdotisa, la diosa. En el Génesis, en cambio, Dios está en la zarza ardiente, no es la zarza. Cuando en todo el mundo cuantos no hablamos ruso pensamos en Ana Karénina y hablamos de la novela —y es algo que nadie ha considerado que no sea legítimo—, en realidad nos olvidamos de sus múltiples avatares lingüísticos (Anna Karénine, Anna Karenina, Ana Karénina...) y no sólo consideramos que hablamos de una misma realidad, sino que hablamos de la realidad misma. Percibidas así las cosas, hay ahí, en esa creencia en el poder de la nominación y en la potencia creadora de la palabra traducida —salvando todas las distancias—, un inmanentismo similar al mesopotámico.

La palabra traducida es, ante todo, una palabra compartida y, volviendo a nuestro relato fundacional, quizá no resulte casual que sea en el episodio bíblico de Babel donde aparece por la primera vez desde la creación del mundo la mención a un diálogo mutuo entre los hombres («Y se dijeron unos a otros»); es la primera vez que los hombres se hablan: hasta entonces, entre sí, los hombres sólo han monologado, han hablado sin respuesta o no han hablado. De modo que Babel es también el lugar de la palabra entre los hombres. Y lo primero que se dicen es un juego de palabras que casi nunca se ha traducido como tal (en castellano, sólo lo han hecho las biblias de origen judío), se dicen algo así como: «Vamos, ladrillemos ladrillos y llameémoslos con llamas». Quizá no sea un principio demasiado afortunado a la vista de la continuación del texto, aunque puede que debamos interpretar el fracaso de la empresa como una insinuación un tanto alambicada de que la comunicación nunca puede ser plena, ni el acceso al sentido, total. Siempre estamos inscritos en el contexto y en la historia, y eso condiciona nuestra comprensión y nuestra respuesta. Así lo ha demostrado, entre otros, Pierre Menard.

La nominación traductora supone un acto de creación y renovación. En esa recreación por medio de la repetición hay puntos en común con los ritos cosmogónicos como los que se celebraban en el Etemenanki, la torre de Babel que existió de verdad. Los festivales del Año Nuevo babilónico, en los cuales se enmarcaba la hierogamía mencionada por Heródoto, suponían una renovación-recreación del tiempo en la que el rey-dios moría, renacía y aseguraba ritualmente la prosperidad y la fecundidad de la tierra en el año que se iniciaba. En el transcurso de esas festividades se recitaba el Enuma elish, con su relato de la creación del mundo a partir de los despojos de Tiamat y del hombre a partir de la sangre de su esposo, Kingu. Según Mircea Eliade, en las mitologías nacidas de sociedades agrícolas y alfareras, la creación tiene lugar ex nihilo o partiendo de la sustancia formada por un dios; en las posteriores culturas metalúrgicas, el sacrificio sangriento es la condición de la creación. Semejante cambio introduce la idea de que la vida sólo puede engendrarse a partir de otra vida que se inmola, que la creación es sacrificio.

El rito babilónico incluía también un momento de caos, de abolición del orden y de la jerarquía, que correspondía a la muerte del año. Esa etapa de transgresión y desorden podría tener un correlato en el proceso de agresión y desgarro en los que participa el traductor en su manipulación del original y del que han hablado muchos autores y estudiosos de la traducción. Jerónimo de Estridón, san Jerónimo, en la defensa más famosa de la historia de una traducción apresurada, su Carta a Pamaquio, elogia a un traductor diciendo que, «a ley de vencedor, traspuso, por decirlo así, cautivo el sentido a su lengua». Thomas Drant, que tradujo en el siglo XVI a Horacio y a Jeremías al inglés siguiendo —afirma— los preceptos de san Jerónimo, dice haber obrado con su texto del siguiente modo: «Primero he hecho lo que se ordenó al pueblo de Dios que hiciera con las cautivas bellas y hermosas: le he rapado el pelo y cortado las uñas, esto es, lo he despojado de todas sus vanidades y refinamientos de la materia». Tal es el procedimiento prescrito por las leyes de la guerra del Deuteronomio en caso de encontrar el vencedor entre los cautivos a alguna mujer que se deseara tomar por esposa (Dt 21:10-14).

Los románticos y los simbolistas privilegiaron otra metáfora vinculando la creación artística y la agresión: la lucha de Jacob contra el ángel. Jacob (que en un episodio anterior ha visto una escalera que unía el cielo y la tierra por la que subían y bajaban los ángeles) lucha toda la noche contra un desconocido junto a un río y al alba se considera que lo vence porque no es derrotado; acaba lisiado en una pierna, pero obtiene la bendición de Dios. El siglo XIX vio en este episodio de rivalidad con la divinidad una representación de la naturaleza inherentemente conflictiva del proceso de creación del artista.

Sin embargo, más que con las imágenes de corte jeronimiano o la romántica de la lucha con el ángel, el «combate» del traductor, ese primer impulso de destripamiento o disección, quizá tenga elementos que lo hagan adecuarse más al combate de Marduk contra Tiamat. (El nombre de la diosa-serpiente Tiamat está relacionado con la palabra hebrea tehom —el abismo acuático primigenio del inicio del Génesis— y parece proceder en última instancia del sumerio, donde ti es «vida» y ama es «madre»: madre de toda vida.) La titánica lucha de Marduk contra Tiamat no es un duelo a primera sangre, sino una lucha a muerte, y en ella el enemigo es transformado literal y materialmente. El caos original es convertido en un mundo posible. Y, al final, nilbená levenim venisrefá lisrefá se vuelve habitable: «hagamos ladrillo y cozámoslo con fuego» o, si queremos, «ladrillemos ladrillos y llameémoslos con llamas»...

La representación anual de la teomaquia en la Babilonia del primer milenio antes de nuestra era permitía la renovación del tiempo y aseguraba el futuro. Un interés similar por la perduración se expresa en el inicio de la empresa constructora de Babel: «hagámonos un nombre». La identificación entre ser y nombre en la cultura hebrea, del nombre como constitutivo del ser y como dador de la identidad, expresa una voluntad de autoafirmación, pero también una voluntad de perpetuación de la memoria. En el Eclesiástico —el único de los libros sapienciales de cuyo autor conocemos el nombre (se trata de Jesús ben Sirá)—, se dice: «Los hijos y la fundación de una ciudad perpetúan el nombre» (40:19; Biblia de Jerusalén). Caín, cuando parte al este del Edén, tiene un hijo y funda una ciudad, los dos con el mismo nombre (Enoc).

Esa perpetuación de la memoria es asimismo una de las consecuencias de la actividad traductora. Hay algo de esa abolición babilónica del tiempo en el hacer perdurar el original que se consigue por medio de las traducciones. En Walter Benjamin, un autor de cierta influencia en la reflexión sobre la traducción, encontramos resonancias con el pensamiento mágico. Tomadas aisladamente, dice, las lenguas son incompletas. Así como en Brot y pain podemos entender lo mismo aunque la información que ofrecen es complementaria porque reflejan modos de querer decir diferentes (excluyentes, incluso), también las lenguas son incompletas por sí mismas y en su desarrollo constante, gracias a la traducción, apuntan mesiánicamente a una lengua pura en armonía con todos los modos de significar. En cierto modo, hay una resonancia con las palabras de Goethe traducidas por Ortega en su ensayo sobre traducción: «Sólo entre todos los hombres es vivido por completo lo humano».

Hablando de las traducciones, escribe Benjamin: «La vida del original alcanza en ellas su desarrollo postrero más vasto y siempre renovado.» Para Benjamin los textos y sus traducciones son diferentes estadios de un proceso de crecimiento (utiliza la palabra «maduración»). En realidad, tanto los textos originales como las lenguas receptoras crecen al contacto con la traducción. El original no es un conjunto cerrado y estable de significados, sino que muestra una apertura a posibilidades futuras, y los traductores, al trasladarlo (en palabras de Benjamin, «al liberar el lenguaje preso en la obra»), lo amplían y lo prolongan más allá de sí mismo. Al mismo tiempo, como resultado de las sacudidas que reciben en sus forcejeos con la otra lengua, se ven obligados a ampliar y profundizar la propia. En este proceso se transforman (renacen) las obras originales y las lenguas receptoras.

La idea de que el hombre podía actuar sobre el tiempo y precipitar un proceso de maduración fue, por otra parte, la base de la obra alquímica: el hombre asumía la obra del tiempo, aceleraba la maduración de un metal imperfecto y lo transformaba en puro. En Benjamin, las piedras no maduran, pero si lo hacen los textos y las lenguas. Y una idea similar encontramos en Borís Pasternak, quien compara la relación original-traducción con la que existe entre el tronco y la rama. La traducción, dice, «debe representar el fruto del original y su consecuencia histórica».

El poder de la palabra y los nombres, el caos y el ejercicio de la violencia, el impulso hacia la perduración y la completud... son temas en los que encontramos afinidades y ecos con los mitos y las prácticas que darían lugar a principios del primer milenio antes de nuestra era al mito de Babel tal como nos es familiar a nosotros, pero que nacieron mil o dos mil años antes. Son acontecimientos tan alejados en el tiempo y el espacio que no deja de sorprender que puedan interpelarnos de un modo muy directo. En el plano minúsculo de la palabra, el más opuesto en cierto modo al del mito y la cosmogonía, el asombro puede repetirse cuando aprendemos que en acadio bitum es «casa, edificio», naptu, «asfalto», damu, «sangre» o turgamanu «intérprete».

Hay otro gran tema en el que también pueden trazarse paralelismos de interés: el de la torre como pilar o eje. Según uno de los comentarios midrásicos (Génesis Rabbá), la torre fue el pilar oriental de los cuatro soportes cuyo objeto era sostener el cielo y proteger a los hombres. En el Enuma elish, la primera petición de Marduk a los dioses tras su victoria es la construcción de la ciudad y su torre como señal de permanencia y residencia, cuya prolongación terrestre era la torre de Babilonia, convertida de ese modo el eje del mundo. También la traducción es, en términos culturales, un puntal y un eje.

«No es exagerado decir que poseemos civilización porque hemos aprendido a traducir más allá del tiempo.» La frase es de George Steiner, para quien la traducción debe entenderse en términos culturales amplios, como interpretación, también en el seno de la propia comunidad. Octavio Paz avanza aún más: «Aprender a hablar es aprender a traducir... La traducción dentro de una lengua no es, en este sentido, esencialmente distinta a la traducción entre dos lenguas, y la historia de todos los pueblos repite la experiencia infantil». Según Paz, la etnogénesis recapitula la ontogénesis. Y la lapidaria hipérbole de la frase «aprender a hablar es aprender a traducir» se diluye de forma pasmosa ante la casi banal constatación de que los primeros balbuceos del castellano son tentativas de traducción del latín.

El libro de Nora Catelli y Marietta Gargatagli El tabaco que fumaba Plinio, que reúne un vasto conjunto de textos sobre la historia de la traducción en España y América, no distingue entre lengua y tradición literaria. Se inicia con tres textos de los alrededores del siglo X: un fragmento de una carta de Hasday ben Saprut escrita en hebreo sobre una polémica en árabe y que serviría de modelo a la literatura de viajes en castellano; un fragmento de lírica hispanoárabe, extraído de El collar de la paloma de Ibn Hazm de Córdoba, una lírica cuyo rastro se encuentra en el Libro del buen amor y en toda la poesía cortés; y unas glosas emilianeses y silenses, en dialecto navarro-aragonés, consideradas como los inicios del castellano. Estos tres fragmentos muestran que, en realidad, hablar de traducción es hablar del núcleo de la cultura, como pone de manifiesto cualquier examen sobre sus orígenes. Hace unos pocos años se reeditó un antiguo libro del arabista barcelonés Juan Vernet, La cultura hispanoárabe en Occidente (1978). El nuevo título es Lo que Europa debe al islam de España y refleja de modo más intenso la noción de deuda inherente a la construcción de la cultura. Una deuda contraída con el otro, con otra u otras culturas, tal como queda reflejado en el libro de Vernet, que relata la gran empresa traductora que se inició con la llegada a Córdoba del omeya Abderramán I, el Inmigrado, y que culminó en el llamado Renacimiento del siglo XII, que a su vez contribuyó al otro renacimiento, el Renacimiento a secas. En realidad, al obrar de tal modo, lo que hizo El Inmigrado fue injertar de nuevo en Occidente los tesoros intelectuales de la Antigüedad salvados en traducciones y ampliados por árabes y persas a partir de los siglos IV y V, cuando el cristianismo, una vez convertido en religión de Estado, inició lo que Charles Freeman ha llamado «el cierre de la mente occidental»: la erradicación de la tradición racional clásica, juzgada incompatible con la nueva fe hasta que, muchos siglos más tarde, un Tomás de Aquino muy influido por Avicena, logró reconciliar religión y razón.

Volviendo a la idea del puntal, no deja de ser paradójico, pues, que, a pesar de ejercer una función de sostén tan básica, la traducción sea percibida de un modo tan ancilar. Que, a pesar de ser un eje que sirve para apuntalar el firmamento cultural bajo el cual vivimos, la traducción sea al mismo tiempo invisible, o que se decida colectivamente no verla. La paradoja se intensifica si, en contra del énfasis habitual en las lenguas más habladas del planeta y sus centenares de millones de usuarios, nos centramos en el comportamiento de los propios hablantes. Según el lingüista David Crystal, entre el 50 y el 80 por ciento de los habitantes del planeta (según el grado de competencia que se mida) es al menos bilingüe. Casi parece que seguimos en la sombra de la maldición babélica, pero una maldición que afectaría no ya la mudez de la traducción, sino la ceguera a la traducción.

S
igmund Freud, hablando de trasvases entre materiales psíquicos, describe en una carta de 1896 sus primeras hipótesis sobre una mente dividida en diferentes «provincias» (se refiere al inconsciente, el preconsciente y el consciente), unas «provincias» sujetas a diferentes «fueros» —esos son sus términos; utiliza la palabra castellana fuero— y explica las psiconeurosis por un fallo en la traducción entre esas regiones. La causa de ese fallo, de la represión, es siempre, en palabras de Freud, «una liberación del displacer que sería generado por una traducción». Por supuesto, Freud habla en un contexto y con unos fines completamente diferentes, pero creo que puede sernos de utilidad el vínculo que establece entre traducción y displacer en su metáfora geográfica de la estructura psíquica.

En la negativa colectiva a percibir el papel sustentador de la traducción en el seno de una cultura puede que tengan algo que ver sus cualidades intrínsecas para producir desasosiego. El desasosiego que provoca el abandono de la omnipotencia, el reconocimiento del otro y de la dependencia respecto a él. Hay una zona de coincidencia entre la translatio y la transgressio; o, mejor dicho, hay un elemento de transgressio en el corazón de la translatio: el «traslado» siempre implica un «pasar más allá». Y el reconocimiento de ese «pasar más allá» puede resultar demasiado desestabilizador.

Es el síndrome de las Mil y Una Noches. No es difícil considerar esta obra como la más famosa de la literatura árabe. En realidad, se trata de una obra persa, con cuentos de origen indio a la que con el tiempo se fueron sumando añadidos árabes, griegos, hebreos, turcos y egipcios. Y ello sin contar con que, en el momento de la introducción de esa obra en Occidente, a principios del siglo XVIII, a través de la traducción francesa de Antoine Galland, éste tuvo la fortuna de contar con el concurso de un cristiano maronita de la ciudad de Alepo, Yuhenna (Hanna) Diab, quien le dio a conocer algunos cuentos, como el de Aladino y el de Alí Babá, no incluidos en un principio en el corpus árabe (utilizó un manuscrito sirio del siglo XIV), que simbolizan hoy para nosotros las propias Mil y una noches y sin los cuales la obra nos parecería incompleta. Hasta el punto de que ni el propio «original» se atrevió a omitirlos. La traducción de Galland fue posteriormente traducida al árabe, y desde esa lengua sirvió de base para traducciones de Edward Lane, John Payne o Richard Burton.

S
i atendiéramos al papel desempeñado por la traducción en los orígenes y el desarrollo de nuestras tradiciones literarias, acabaríamos viendo saltar por los aires la noción misma de literatura nacional, de la que podría decirse que es un gigante encaramado a hombros de traducciones.

Y lo que es peor, si aceptamos la intervención del lector en la producción de sentido del texto, debe aceptarse también la labor creadora del traductor que sitúa el texto dentro de unos límites interpretativos determinados, lo cual conduce a ver la traducción como un procedimiento que pone en evidencia no sólo lo insólito de la noción de equivalencia entre sentidos (entre el sentido del original y el de la traducción), sino la idea misma del sentido del texto, de un sentido estable.

La apuesta de la traducción es, en última instancia, una apuesta antiesencialista, tanto en el plano del sentido como en el plano de la cultura. En el fondo, la traducción impone una posición paradójica: siendo como es un elemento central en términos literarios y culturales, se erige al mismo tiempo en un centro que nos descentra, que nos obliga a enfrentarnos a nuestra limitación, incompletud e impureza, a convivir con la inestabilidad del sentido y a admitir la presencia y los aportes de lo ajeno. En estas circunstancias, no es de extrañar que motive el olvido y desencadene el mecanismo defensivo de la negación.

No deseo adentrarme en las derivaciones freudianas, que, por otra parte, podrían ser bastante fructíferas, pues la negativa a reconocer la intermediación del traductor podría explicarse por su acceso privilegiado a un texto original (y originador), un acceso exclusivo y vedado a los demás.

Quizá las leyes de lo escrito y de la ficción, quizá el lenguaje mismo, empujan necesariamente y de modo general a una suspensión de la incredulidad, esa obstinada voluntad de zambullirnos en lo propuesto por el discurso narrativo y la no menos obstinada negativa a dejar acceder nuestra conciencia a cuanto sea ajeno a él, intermediarios incluidos.

Quizá la ciencia descubra algún día un gen responsable de nuestra obcecada voluntad de creer. Mientras tanto, no deja de ser un modesto misterio la divergencia que existe entre la presencia real de la traducción y su presencia subjetiva. En España, por ejemplo, que es la cuarta potencia editora del mundo, en el ámbito de la creación literaria, las traducciones han representado en las últimas décadas entre un 40 y un 30 por ciento de los libros editados; en el ámbito de la literatura infantil y juvenil, el porcentaje se ha movido entre el 50 y el 40 por ciento.

Sin embargo, más allá del traslado de las obras individuales, como escribió Boris Pasternak, «las traducciones no son la forma del conocimiento de algunas obras, sino el medio de comunicación secular entre culturas y pueblos». De nuevo encontramos aquí una idea que podría enlazarse con el midrás que imaginaba la torre de Babel como uno de los pilares que sostenían el firmamento bajo el cual habitan los hombres. No se trata de hacer una apología ciega de la traducción, que en última instancia repite en sus usos los que decidimos dar al propio lenguaje, susceptible de ser utilizado para lo creativo, lo positivo y lo bello, pero también lo rutinario, lo mendaz o lo destructivo. Pasternak no lo dice, pero —escritas como fueron sus palabras en los terribles años cuarenta del siglo pasado, en una época además en que su propia escritura estaba prohibida y tuvo que recurrir a las traducciones como exutorio a sus energías creativas y vitales— el hecho de que permanezca en el ámbito de lo tácito aún pone más en evidencia que hay otro «medio de comunicación secular entre culturas y pueblos».

Milan Kundera se quedó corto cuando afirmó que «los traductores son los modestos constructores de Europa». No sólo de Europa, sino, adoptando una visión más global, de la propia civilización. Ladrillo a ladrillo, construimos a veces muralla, a veces laberinto y a veces torre. Gracias al «conjuro de Enki», que multiplica nuestra visión sobre el mundo, proseguimos con nuestra tarea de edificación y renovación, una obra que amplía nuestro espacio habitable y al mismo tiempo lo prolonga en el tiempo. No ya como castigo, sino cómo opción de crecimiento y enriquecimiento, para no caer en la marchitez y el silencio, seguimos empeñados en nuestros traslados y no dejamos de mezclar, confundir y dispersar a la vivificante sombra de Babel.


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