2007

ULTÍLOGO DE HORACIO EN ESPAÑA
Marcelino Menéndez Pelayo





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Cansado llego al término de esta tarea, árida y enfadosa para autor y lectores, como todas las que se refieren a una sola cuestión mirada por un solo aspecto. Y aun fuera este daño tolerable; pero ya estoy viendo a alguno de esos hipercríticos germanescos, que asientan su trono en revistas y papeles periódicos, fruncir el ceño y preguntar en desdeñoso tono: ¿Para qué sirve eso? ¿Cuál es la finalidad, el objetivo de tanto fárrago? ¿A qué conduce esa retahila de traductores y comentaristas, ese indigesto catálogo de odas, epístolas, sátiras y fragmentos más o menos horacianos? ¿Cómo tolerar, en los áureos tiempos de la ciencia moderna libracos de ese jaez? ¿Cuándo se acabará la raza de los eruditos incipientes y atrabiliarios, almacenistas de hechos y de nombres, cazadores de noticias raras y enemigos implacables de la civilización y de la luz? ¡Cuánto más vale un estudio sobre el concepto de la poesía lírica que todas esas estériles lucubraciones!

Todo esto y mucho más dirán los tales hipercríticos, si por maravilla pasan los ojos por este pasatiempo bibliográfico. Pero yo, deseoso de curarme en salud, y temiendo que algún lector se llame también a engaño, porque le doy un libro sin finalidad y sin objetivo, diré a lectores y a críticos que no una, sino dos o tres finalidades y objetivos me he propuesto en él, como en los párrafos que siguen más largamente se contiene. Ahora pondrán de nuevo los sabios el grito en el cielo, alegando que en este libro hay dualismo o tritheismo, pecado espantoso y contrario a la unidad armónica de la ciencia, en que ellos comulgan. Pero tengan calma; que este librejo no es comedia, y puede, por tanto, tener dualismo y tetralismo, y todos los acabados en ismo, sin miedo de incurrir en la indignación de los señores. Fuera de que yo soy más armonista que ellos, aunque a mi modo, y puedo reducir todos esos fines a uno solo y muy claro, porque gusto, como los lulianos, de que la unidad venza y triunfe y ponga su silla sobre todo.

En el estudio que acaba de leerse, me propuse:

1.º Dar materiales al primer erudito que emprenda la formación de una bibliografía general horaciana. Hay muy curiosos ensayos de alemanes, holandeses y franceses sobre este punto, pero todos incompletísimos, especialmente en la sección española, que han mirado con singular descuido, culpa en gran parte de nuestro abandono e indiferencia. A los sabios y críticos a quienes aludo debe interesarles muy poco todo esto; pero tengan por averiguado que los extranjeros forman muchas veces apreciaciones inexactas de nuestro valer intelectual, por falta de datos. Vulgaricemos nosotros la erudición española en monografías especiales sobre cada materia, y llevemos nuestra parte, grande o chica, al acervo de la bibliografía universal, ciencia europea, y no añeja, sino cultivada hoy más que nunca. Un libro de erudición, aun incompleto y mal hecho, es siempre más útil que los preliminares y los conceptos y las síntesis, sartas empalagosas de lugares comunes, humo y polvo que el viento se lleva. Sin noticias no se juzga ni se generaliza, como no sea a tientas y dando por las paredes. Así oímos cada día tanto desatino en boca de filósofos, oradores y maestros, cuanto tratan algo que más o menos se relacione con las ciencias históricas y de investigación. La historia no se improvisa en propia conciencia.

2.º Describir una fase de los estudios humanísticos en nuestro suelo, y hacer la historia de una parte de nuestra poesía lírica. Esta historia podrá ser más o menos nueva, más o menos útil, pero siempre da margen a consecuencias provechosas, que apuntaré luego. Los sabios dirán que he usado de una crítica pobre, rastrera y mezquina, digna de los tiempos de La Harpe o de Hermosilla. Contestaréles que, en un pasatiempo bibliográfico lo más oportuno, para amenizarle un tanto, no es remontarse, a altas teorías estéticas y hablar mucho de lo subjetivo y de lo objetivo, de lo real y de lo ideal, en discordante y hórrida algarabía, sino expresar con lisura y sin rodeos el placer o el disgusto que la obra poética causa en un aficionado a las letras humanas. Fuera de que la crítica, por huir de un escollo, ha venido a caer en otro peor, y si antes pecaba de exclusiva y formularia, y veía poco, al menos marchaba siempre con pies de plomo y en tierra segura, al paso que hoy, por aquello de Aquila non capit muscas, desdeña el ocuparse de ciertas nadas que son todo, y va haciendo perder a sus adeptos el sentido estético, y hasta el común que es lo peor. Unos han dado en considerar las obras artísticas como mero producto de una civilización, y reflejo o espejo de un estado [social, y en vez de preguntar: ¿Esto es bello? ¿Lo es en el conjunto? ¿Lo es en los pormenores? ¿En qué estriba su mérito? ¿Cuáles eran las condiciones geniales del autor? ¿Cómo se fué perfeccionando y desarrollando su ingenio?, preguntan con énfasis: ¿Este poeta es el órgano de su nación? ¿Refleja bien el estado moral de su época ? Y si les parece que no, le dejan a un lado, aunque sus cantos sean perfectísimos, y abunden en ellos las bellezas como en Castilla los trigos. Y si les parece que sí, convierten al autor en una especie de máquina movida por influencias de acá e influencias de allá, influencias del clima, de la raza, de la lengua, del suelo, de las aguas, de los aires, de los alimentos..., de todo cuanto Dios crió, menos del ingenio del pobre artista, cuya personalidad desaparece y es absorbida en ese océano de ideas, o anda como el alma de Garibay, esperando turno para bajar a los infiernos o subir al cielo. Y esperará inútilmente, pues no la han de querer en ningún paraje, dado que el crítico se guardará muy bien de decirnos si el autor es bueno o es malo, y por qué; cuestiones indiferentes al lado de las influencias, órganos, espejos y reflejos; sin tener en cuenta que se puede ser excelentísimo poeta sin ser reflejo ni espejo de nada, como no sea de la propia fantasía y del propio sentimiento, más o menos modificados por una educación más o menos literaria. Pero al lado de los extravíos de la escuela histórica y trascendentalista, surgen las manías estéticas, mil veces más censurables, pues al cabo siempre enseña algo acerca del escritor y de la época el estudio de las influencias. ¿Pero qué ha de enseñar cierta casta de estética sino a perder y estragar el gusto con ridículas pedanterías, y a discutir eternamente sobre cosas que no se conocen o se conocen mal? ¿Qué han de decir de la belleza unos hombres que comienzan por destrozar el estilo y la lengua en sus discursos, pesados, impertinentes y empalagosos, en vez de escribir de tan altas materias con la artística perfección platónica, o con la de León Hebreo, Castiglione y nuestros místicos? ¿Cómo he de creer yo que la Venus Urania ha aparecido sin cendales ante esos sabedores de estética, llenos de Hegel, de Vischer y de Carriére, que en vez de preguntar, como el sentido común y los antiguos, ¿Esto es bello?, ¿por qué?, proponen y no resuelven jamás problemas de esta guisa: ¿esto es idealista o realista ?, ¿están armonizados lo subjetivo y lo objetivo bajo un principio superior?, ¿la idea ha llegado a encarnarse en la forma pura desde el primer momento de la inspiración?, ¿cuántas finalidades podemos distinguir en esta obra?, ¿cual es su sentido esotérico? ¡Y luego nos reímos de D. Hermógenes cuando defendía El Gran Cerco de Viena, por haber, en aquella obra famosísima, prótasis, epítasis, catástasis, catástrofe, peripecia y anagnórisis! Y, sin embargo, era mala, como puede ser malísima, detestable, una obra muy idealista o muy realista, en que se armonicen lo subjetivo y lo objetivo, y se compenetren la idea y la forma, y haya gran lujo de finalidad y de sentido esotérico. Desengañémonos: el que a su modo no siente y percibe la belleza, no nació para comprenderla. Por algo dijo Dante:

E chi mi vede e non se n' inamora
D'amor non averá mai intelleto.

Todos los tratados de estética que aborten las prensas, alemanas no darán gusto al que no nació con él y no le ha nutrido y fortificado con aquella sana y vigorosa educación de los humanistas del Renacimiento. Más enseña una página de los antiguos que cien volúmenes modernos.

3.º Acopiar algunas noticias para uso del primero que a conciencia quiera tratar el punto de ¿cómo ha sido y debe ser la poesía lírica en España? Parece que esta materia anda a la moda en ciertos círculos y que la santa eficacia de la discusión (cuya santidad negamos muchos) ha dado lugar a bastantes aberraciones y salidas de tono. Lo que yo pienso en el particular, claramente se deduce de muchas páginas de este opúsculo. Para mí, la primera forma lírica ()es la horaciana; nuestro gran modelo debe ser Fr. Luis de León. Lejos de pensar que la poesía lírica de nuestro siglo es superior a la de todos, y que se ha desarrollado con la libertad moderna, y otras cosas por el mismo estilo, téngola por inferior a la lírica de la antigüedad y a la del Renacimiento, y juzgo patriotero y antiestético ese contubernio de la revolución y del arte. Precisamente la musa lírica, por su carácter íntimo y personal, es la que menos debe ajar su manto con el lodo de calles y plazas.

¿Cuál debe ser el rumbo de nuestra lírica, si ha de conservarse fiel a sus gloriosas tradiciones? No dudo en responder que el horaciano. ¡Nada de imitaciones ni de renacimientos!, oigo decir a los críticos, escandalizados de tan espantoso retroceso. Hay que vivir de la vida de su siglo; la humanidad adelanta siempre. Calma, señores: en cuanto a esa famosa ley del progreso, habría mucho que hablar, y, por de pronto, en el arte rotundamente la niego. Homero, la escultura griega, la pintura italiana del Renacimiento, Cervantes, Shakespeare, aun aguardan, y han de aguardar mucho, a lo que parece, no rivales, sino dignos sucesores. Está visto que ni la pintura, ni la escultura, ni la épica, ni la novela, ni el teatro, adelantan un paso, sino que van de caída en caída. Lo que adelanta siempre son las ciencias de observación y las artes mecánicas. Pues si en ningún género artístico vemos progreso, ¿por qué ha de haberle en la lírica? ¿Qué tienen que ver las fábricas de algodón, ni las libertades parlamentarias ni los motines, ni la milicia nacional, ni los ferrocarriles, ni los telégrafos, con la casta y recogida Diosa de los himnos? Todo ese estrépito, lejos de agradarla, la ahuyenta. Así, pues, tengo para mí que (dejada aparte la incomparable poesía de los sagrados libros) el summum de la perfección artística en punto a lirismo es Horacio.

Pero entiéndase que no pretendo que nos vistamos de nuevo la toga y nos transformemos siquiera momentáneamente, en paganos, ni que sigamos en todo las huellas del Venusino, lo cual en parte fuera incongruente y en parte digno de censara. ¡Y líbreme Dios de recomendar esa falsa y ridícula imitación de ciertas épocas en que, con fárrago mitológico traído fuera de tiempo, y con ciertas formas convenidas y de ritual, que malamente se llamaban clásicas, solía tratarse todo asunto, aun de los modernos! No es eso.

La restauración horaciana que deseo es la de la forma en el más amplio sentido de la palabra. Renazcan aquella sobriedad maravillosa, aquella rapidez de idea y concisión de frase, aquella tersura y nitidez en los accidentes, aquella calma y serenidad soberanas en el espíritu del artista. Esto pido, esto deseo. No quiero poetas estoicos y de una sola cuerda. Gusto de ingenios flexibles, y que sepan recorrer todos los tonos y encantar en todos. Esto hizo Horacio, y después lo han conseguido muy pocos.

El Renacimiento heredó su lira y le añadió nuevas cuerdas, Fr. Luis de León, inferior a Horacio en lo moral y en lo heroico, voló más alto que él con las alas del misticismo, y firmó el pacto de alianza entre la forma antigua y el espíritu nuevo. Sólo a condición de cumplir ese pacto han sido y serán grandes los líricos modernos. Goethe quiso enlazar el Fausto germánico con la Helena griega. ¡Consorcio imposible! En el brillante cielo del Mediodía nunca dominarán las nieblas del Septentrión. Para nosotros los pueblos latinos, la vida debe estar en el espíritu cristiano y en la forma, clásica depurada. Sangre romana, no bárbara es la que corre por nuestras venas.

Pero se dirá: acudamos a nuestra poesía lírica nacional y restaurémosla. Si por lírica nacional se entiende, como debe entenderse, lo mismo la de los eruditos que la del pueblo, la lírica nacional es la horaciana, o si se quiere, la leontina . Si se entiende sólo la popular, no existe o no vale la pena de restaurarse, y aun oso afirmar que ningún pueblo la tiene. El genio popular no es lírico, es épico, es impersonal por excelencia; no canta, refiere. Épica es la admirable poesía de nuestros romanceros. Tiene también su lirismo el pueblo, pero rudimentario o aprendido. Cese en nuestros vates esa manía de las coplas, de los cantares y de las seguidillas. Si son populares, no son buenos; si son buenos, no son populares. Y en todo caso, vale más imitar a Horacio que al ciego de la esquina.

¿Y por qué a Horacio?, se me dirá. ¿Por qué no a otros modelos? Veamos. ¿A David y a los Profetas? Enhorabuena: no hay poesía como aquélla; pero sancta sancte sunt tractanda, y sería el colmo de la profanación y del sacrilegio aplicar a todo las formas bíblicas, y hablar de amores, por ejemplo, en el estilo del Cantar de los Cantares. Además, fuera de los asuntos religiosos y de algún otro muy raro, como los elegidos por Herrera y Filicaja, el tono del lirismo hebreo no se acomoda bien a la poesía del Occidente. Agréguese a esto la inmensa distancia a que ha de quedarse siempre en la imitación de los modelos sagrados, y los extravíos de gusto a que esta imitación mal entendida del estilo oriental lleva facilísimamente, y se comprenderá la cautela con que ha de proceder quien aspire al lauro de bíblico poeta.

¿Los himnos de la Iglesia? Buenos para el santuario, mas no para la plaza pública ni para el teatro; que esto fuera irreverencia. Además, esos himnos con no llegar a la perfección artística de Horacio, suelen ser, a lo menos en la forma rítmica, imitaciones de la lírica latina. El más grande de los poetas eclesiásticos, nuestro español Prudencio, es horaciano una porción de veces. El mayor elogio que sus panegiristas han encontrado es llamarle el Horacio cristiano.

¿La poesía italiana? La agotaron nuestros vates del siglo XVI. Estamos hartos de canciones y de sonetos petrarquistas En cuanto a odas horacianas, las hay por aquí tan buenas o mejores que por allá, y vale más tomar de nuestra casa que ir a la ajena. Por lo que hace a poetas modernos, los imitadores de Leopardi son una verdadera calamidad. No toman de su maestro la hermosura artística prodigiosa, sino aquella desesperación y amargura, que, si se toleran y aun perdonan en almas tan grandes como la del poeta recanatense, hácense insufribles en medianías entecas y escritores chirles, de café y casino, en quienes corren parejas la falta de fe, de voluntad y de talento.

¿La poesía francesa? Poco tiene que imitar en la lírica, si quitamos sus cuatro grandes poetas modernos. Pero si tenemos tradiciones literarias en España ¿para qué seguir las de allende el Pirineo?

¿El gusto alemán? ¡Horror! la misma relación tiene con el nuestro que el del Congo o el de Angola. Nada de Heine, de Uhland ni de Rückert. Todo eso será, y es de positivo, muy bueno allá en su tierra, pero lejos, muy lejos de aquí. Nada de humorismos ni de nebulosidades. Suum cuique. A los latinos, poesía latina; a los germanos, germanismo puro. ¿Para cuándo son las leyes de la historia y de las razas?

Volvamos a nuestra casa, es decir, a Horacio: no hay otro camino. Y digo a Horacio, y no a los griegos , por varias razones: 1.º, porque Horacio está más cerca de nosotros, y es un ingenio de temple moderno; 2.º, porque nuestros antiguos imitaron a Horacio más que a los griegos, y conviene respetar la tradición en todo; 3.º, porque Horacio y los griegos vienen a ser la misma cosa, dado que el segundo reunió los caracteres de todas las escuelas líricas que le precedieron; 4.º, porque la poesía lírica de los griegos que nos ha llegado más íntegra es la coral, inimitable en lenguas modernas, como lo han patentizado inútiles y repetidos esfuerzos; 5.º, porque el resto de la lírica griega, esto es, la eólica y la jónica , está reducida a fragmentos; 6.º, porque a Horario puede haber alguna esperanza de acercársele; pero a los griegos ninguna, puesto que en los griegos derramaron las Musas sus tesoros, dejando muy poco para los bárbaros que vinimos después.

En un discurso reciente, y de persona por mí muy estimada, razón para que no la nombre, he leído que Garcilaso creó nuestra poesía lírica; que le dió un carácter del todo personal, en relación con el principio del libre examen que entonces predicaba Lutero; que la Inquisición ahogó (¡ya se ve¡) esa semilla; que la escuela de Garcilaso murió con él; y que los poetas líricos que le sucedieron se limitaron a seguir las huellas de griegos, latínos y toscanos. Todo esto es inexacto. Garcilaso no creó nuestra poesía lírica; pues, sin ir más lejos, el siglo anterior había producido a Ausías March y a Jorge Manrique. No le dió ese carácter exclusivamente personal que quierere atribuírsele. Imitó a Horacio en la Flor de Gnido, a los italianos en las canciones y en los sonetos, a Teócrito, Virgilio y Sannázaro en las églogas. La poesía de Garcilaso no tiene la más remota analogía, con Lutero ni con la Reforma, y se necesita toda la ligereza de nuestro siglo para encontrarla. Garcilaso era un guerrero joven, dado a amores y aventuras más que a controversias teológicas: en lo demás, buen católico, por más que Usoz haya querido sacar partido de su amistad con Juan de Valdés para suponerle heterodoxo. Entre la égloga de Salicio y el tratado De servo arbitrio hay la misma relación que entre el Cíclope, de Teócrito, y la Crítica de la Razón Pura, de Kant. La Inquisición no opuso obstáculo ninguno al desarrollo de la poesía lírica, que (entre paréntesis) no le importaba nada. Va rayando en lo ridículo ese afán de explicarlo todo por la Inquisición, hasta las cosas en que la Inquisición no tenía parte, por no ser de su instituto. En materias literarias, antes pecó el Santo Oficio de tolerante con exceso que de opresor. La brillantísima falange de líricos que sucedieron a Garcilaso, nada tuvieron que envidiarle, y aun algunos le fueron superiores. Díganlo Luis de León, Francisco de la Torre, Camoens, Herrera, Medrano, Arguijo, Rioja, Gil Polo, los Argensolas, Villegas, Góngora y tantos más, aun limitándonos a los citados en esta historia de la poesía horaciana. Entre ellos y Garcilaso no aparece diversidad alguna de estilo ni de escuela. Si imitaron a griegos, latinos y toscanos, otro tanto había hecho su maestro. Es más: perfeccionaron su obra y fueron más personales que él, y más subjetivos y más líricos. ¿Con qué derecho se establece diferencia entre el uno y los otros? Por el gusto de decir cosas nuevas, o por el más censurable de halagar ciertas pasiones con los vocablos un poco trasnochados de Inquisición y fanatismo.

Expuestas quedan las tres finalidades u objetivos del Horacio en España. Todas ellas se reducen a una sola, término constante de mis esfuerzos: resucitar un poco la muerta afición a los estudios clásicos, hoy en lastimosa decadencia. Y aquí, solicitando la venia de mi lector, pongo fin a este indigesto alegato, que he llamado Ultílogo o postrimera palabra, como decía el sabio obispo de Burgos D. Alonso de Cartagena. Vale.


FUENTE

Marcelino Menéndez Pelayo,
Horacio en España, Madrid, Casa Medina, 1877.


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