2007


LA CARTA DE ARISTEAS
Jaume Pòrtulas

Departamento de Filología Griega
Universidad de Barcelona


Traducción al castellano
de la Carta de Aristeas a Filócrates



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1. Introducción

1. 1. Autor y fecha. Contenido y fuentes


«Una vez, un rey poderoso, señor de vastos dominios, quiso, por consejo de un varón muy sabio, constituir en su capital una biblioteca inmensa, que contuviera, a ser posible, todos los libros del mundo. Avanzada ya la tarea, se le informó de que determinado pueblo poseía valiosos —y misteriosos— libros sagrados, que también quiso incorporar a su colección. Incapaz de comprenderlos (por la dificultad de la lengua y por estar escritos en caracteres arcanos) tuvo que recurrir a los servicios de un cuerpo más o menos numeroso de traductores, de intérpretes, que llevaron a cabo su tarea en un lapso de tiempo asombrosamente breve». Cualquiera habrá reconocido, naturalmente, el esquema de la llamada Carta de Aristeas a Filócratres, a propósito de la versión griega de la Biblia. Presentamos aquí solamente los pasajes más significativos para una historia de la traducción de este documento singular, uno de los 'falsos' quizás más famosos y afortunados de la literatura occidental. Compuesta, probablemente, en el siglo II a. C., por un autor judío de la diáspora alejandrina, narra cómo fue concebida y llevada a cabo la traducción griega del Antiguo Testamento conocida como la 'de los Setenta'. Su finalidad no es otra que exaltar y recomendar a la comunidad de la diáspora, que hablaba en griego, la traducción de la 'Ley hebraica', es decir, los cinco primeros libros del Antiguo Testamento (el Pentateuco). Constituye, al mismo tiempo, un himno, por así decir, al buen entendimiento entre griegos y judíos, evidenciado por medio de las obras y actitudes de Ptolomeo Filadelfo, segundo soberano griego de Egipto (285-246 a. C.), el soberano que ha liberado a los prisioneros judíos de la cautividad a la que los había sometido su padre Ptolomeo, hijo de Lago (Canfora 1996: vii).

El autor se presenta como un no judío, más concretamente como un griego, adorador de Zeus. Esta presentación del ignoto autor fue generalmente respetada en la Antigüedad; así lo hizo, por ejemplo, Flavio Josefo en su paráfrasis de la Carta. Sin embargo, Pelletier 1962: 56 ha reformulado la cuestión con claridad y contundencia encomiables: «dudo mucho de que [Josefo] se haya dejado engañar. En todo caso, ya nadie puede llamarse a engaño: Aristeas es un judío». Baste con constatar la importancia que atribuye a los juramentos, las imprecaciones, las abluciones; su enfática admiración por el Templo, el Sumo Sacerdote; su celo por la causa judía en general. «El más informado de los prosélitos no hubiera podido exhibir semejante conocimiento de las cosas judías y del sentido que los judíos les atribuían...» Por otra parte, su buen conocimiento de las instituciones y del estilo cancilleresco de los Lágidas invita también a pensar que vivió, si no en la Corte, por lo menos en su capital.(1) Y, en último lugar, la importancia que confiere a la tradición oral induce a pensar en un medio farisaico (en contraste, acerca de este extremo, con los saduceos; véase Pelletier, ibidem).

La Carta devino por derecho propio (a pesar de sus méritos literarios más bien discutibles) «un opúsculo de vitalidad considerable en la literatura judeohelenística, en la cristiana (tanto patrística como bizantina) y en la árabe; pero en modo alguno —a pesar de una difusión tan amplia— en la literatura pagana» (Canfora 1996: 8). Es bien sabido, en efecto —y Arnaldo Momigliano lo ha recordado en numerosas ocasiones—, que los griegos, imbuidos de la superioridad de su paideia, manifestaron siempre un interés menos que discreto por la incorporación a su propio acervo de las diversas «sabidurías bárbaras».(2) La preservación de 'Aristeas' en el mundo medieval se debió a un azar afortunado: fue colocada como premisa al inicio de las Catenae de comentarios de Padres de la Iglesia a los libros del Octateuco, y de este modo fue preservada. Lo confirma de modo inequívoco la circunstancia de que la Carta nos ha sido conservada únicamente por manuscritos que contienen tales Catenae.(3) Según su editor Wendland,(4) la operación de incorporar la Carta como 'praefatio' a una Catena se debió probablemente a Procopio de Gaza (quien compuso, en época de Justiniano, una Catena de gran prestigio y difusión, mencionada por la Biblioteca de Focio con «total entusiasmo».(5) Fraser 1972: I 690 precisa de manera persuasiva que la traducción de las Sagradas Escrituras fue, sin lugar a dudas, tarea de muchos años, y parece verosímil que no se completase «until the mid second century». Pero tampoco ofrece duda el hecho de que la Ley, el Pentateuco —los textos fundamentales para el culto sinagogal: pues, hablando con precisión, el título de los 'Setenta' se aplica solamente a ellos— ya estaban disponibles en traducción griega hacia fines del siglo III a. C. como mínimo; de modo que, en términos generales, la narración de 'Aristeas', según el gran estudioso inglés, dice la verdad a propósito de una traducción primeriza.

La datación de la Carta, empero, no resulta nada fácil de fijar. Se mueve entre dos límites extremos: el reinado de Ptolomeo II Filadelfo (285-240 a. C.), que aparece gloriosamente en escena, y la época de Flavio Josefo (37-117 d. C.?), que la parafrasea extensamente. Circa 200 a. C. es una fecha propuesta repetidas veces; Elias Bickermann(6) trató de rebajarla, primero, gracias a un análisis minucioso de los 'documentos' contenidos en la Carta,(7) hasta el intervalo 145-100 a. C.; después, por medio de un estudio profundo de los indicios históricos, arqueológicos y lingüísticos, creyó poder defender una fecha entre 145 y 127. Los grandes editores de principios de nuestro siglo, Wendland(8)
y Thackeray,(9) adoptaban una fecha un poco anterior al 96 a. C.; en cambio, Pelletier, considerando la situación favorable de los judíos alejandrinos, las relaciones de Jerusalén con los Lágidas y el silencio absoluto acerca de los Seléucidas, se inclina por una datación 'alta': principios del siglo II. Al autor de las presentes líneas (que no es especialista en la materia), le parece que estos extremos forman parte de la distorsión de la realidad a la que se entrega el Pseudo-Aristeas (10) y se siente, en cambio, impresionado por la formidable argumentación de Bickermann; pero la discusión no se puede dar en absoluto por cerrada (ni quizá tampoco por resoluble).(11)

Como ya hemos apuntado, el propósito de esta narración no es tanto histórico como apologético: ilustrar el respeto, la admiración incluso, que las autoridades paganas (tanto políticas como intelectuales) más elevadas y prestigiosas experimentaron respecto a la Ley judía y el Judaismo en general (Zuntz 1972: 142). Pretender hallar en un texto como este cualquier atisbo seguro de realidad positiva o cualquier relación con algún aspecto verdaderamente significativo de la historia de los LXX constituye, en definitiva, una pérdida de tiempo. El anónimo escritor se encontró con una tradición, probablemente muy difundida entre los judíos de Alejandria, según la cual la Torá habría sido traducida en la isla de Faros, en tiempos del «rey Ptolomeo» (sin especificar cual), y con la colaboración de Demetrio Falereo. La existencia de semejante leyenda puede conjeturarse de un modo más que probable. En primer lugar, porque el Pseudo-Aristeas no parece hombre con talento suficiente como para levantar en todas sus piezas una invención tan conspicua. Existen, además, la alusión de Aristóbulo (vide infra) y la referencia de Filón
(12)acerca de una fiesta anual celebrada en la isla de Faros para conmemorar la traducción: esta referencia parece ciertamente genuina, y alusiva a una tradición antigua. Según este punto de vista, la tradición se ha utilizado para entrelazar (de un modo más bien laxo, pero cómodo) una serie de argumentos destinados a impresionar a los lectores paganos a propósito de las altísimas cualidades del judaísmo; argumentos que —afirma G. Zuntz— sin duda no fueron tampoco invención del Pseudo-Aristeas; su pobreza de recursos cuando no tenía una tradición consistente que seguir —por ejemplo, en los pasajes que se refieren concretamente a los procedimientos seguidos en la traducción— sugiere una adhesión servil a determinados modelos literarios, especialmente en las secciones más substanciales, «such as the description of Jerusalem and the 'apologia' for the Law» (Zuntz 1972: 142). Incluso para el extenso episodio de los 'Siete Banquetes' (no recogido en nuestra selección, pero que, para un lector antiguo, constituía, sin duda, uno de los 'platos fuertes' del opúsculo) parece haber buscado inspiración en otros lugares. Por otra parte cuando 'Aristeas' tiene que confiar en su propia inspiración, como indica sardónicamente Zuntz, el resultado es peor: si la descripción (la ekphrasis, para utilizar el término técnico) de los presentes reales se debe a su pluma carente de cualquier otra ayuda, ello precisamente explicaría su mediocridad sin remedio...

La obra se situa en un contexto en el que, por otra parte, las producciones de este jaez no debían de escasear, precisamente: gracias, sobre todo, a Flavio Josefo tenemos noticia de otros textos contemporáneos de propaganda hebrea, dirigida a un público más o menos helenizado, y que no han llegado hasta nosotros. La cuestión de las fuentes de la Carta presenta una complejidad enorme, y no tiene cabida, ciertamente, en estas páginas: baste con apuntar ahora el nombre del Pseudo-Hecateo. También en este caso, Flavio Josefo vuelve a ser nuestra fuente de información fundamental: las lineas maestras del Pseudo-Hecateo resultan, gracias a Josefo, lo suficientemente claras como para aceptar sin mayores perplejidades que su libro constituyó, en términos generales, el modelo de 'Aristeas'. En realidad, el auténtico Hecateo de Abdera (contemporáneo de Alejandro Magno y de Ptolomeo I) fue autor de una Historia de Egipto que se ha perdido, pero que fue utilizada por Diodoro Sículo;
(13) se trata del primer historiador griego que se ocupó seriamente de los judíos. El 'modelo remoto' de la Carta presentaba sin duda a un griego muy ilustre profundamente impresionado por la sabiduría hebraica, y dando testimonio de ello; al Sumo Sacerdote como máximo exponente de esta sabiduría; y a otros judíos derrotando dialécticamente a un círculo de 'intelectuales' griegos. Parece que 'Aristeas' se propuso superar este modelo presentando a Ptolomeo Filadelfo, el más ilustre de los soberanos helenísticos, como un devoto admirador de la Sabiduría de los judíos; e invitando a los intelectuales griegos a estudiar la Torá, que, de acuerdo con esta narración, se encontraba perfectamente a su alcance, gracias a una 'transcripción' cuya autoridad y autenticidad no ofrecía lugar a dudas. Pero, para la preservación de este texto, el hecho fundamental fue de naturaleza completamente distinta: el Pseudo-Aristeas pudo ser adoptado, llegado el momento, por los cristianos, que hallaban en él una página importante de la historia de sus Sagradas Escrituras.


1.2. Vocabulario específico de la traducción

Así pues, la Carta gira en torno a la versión griega de los LXX; su núcleo, su corazón radican precisamente en la tentativa de incrementar el valor y el prestigio de esta traducción (o de una revisión de la misma); en exigir interés, autoridad, respeto para el texto traducido. Semejante tentativa, empero, solamente cobra toda su importancia y su sentido si se la inserta en un cuadro más complejo: la valorización de la traducción llevada a cabo en Alejandría significaba, desde luego, la reivindicación de un papel autónomo —dentro, siempre, de una relación recíproca— para la comunidad alejandrina, frente a Jerusalén (Calabi 1995: 33). En cambio, los pasajes que describen, más estrictamente, el episodio concreto de la traducción, además de ser breves y escasos, se expresan con poca claridad. Esta suerte de vaguedad es debida, en parte, a ciertas peculiaridades de lenguaje y de uso, tanto en griego como en hebreo; pero también, precisamente, al hecho de que Aristeas no consigue formarse un cuadro mental coherente de los hechos mismos que intenta narrar. Su imaginación no es lo bastante potente y articulada como para substituir los datos históricos concretos, cuando no disponía de ellos (Zuntz 1972: 128).

En arameo existen, al parecer, dos verbos que equivalen a nuestra noción de 'traducción': targêm y parêsh; pero ninguno de los dos se limita a esta simple connotación: lo más frecuente es que conserven el sentido, mucho más amplio, de 'explicar', 'elucidar'. Los judíos de habla griega solían utilizar eJrmeneuvw [hermeneuô] para recoger el primero y
diaçafevw [diasapheô] para el segundo, cosa que no constituye, desde luego, 'buen griego': diaçafevw jamás había significado 'traducir de un lenguaje a otro'; en cuanto a eJrmeneuvw, su sentido propio era más bien algo así como 'interpretar'. «Beside the ambiguity in the notions of 'translating' and 'explaining', there is the interchangeability, or nearly so, of 'translating' and 'transcribing' or 'copying'. Aristeas does indeed expressly distinguish between the two in §§ 11 and 15, but only there» (Zuntz 1972: 128-9).(14) Para nuestro modo de ver las cosas, puede parecer extraño que en griego se hable como si las letras asirias, arameas, etc., transmitiesen simplemente un sentido griego, y bastase con una 'transcripción' al alfabeto griego para 'traducirlas' a esta última lengua. La razón de semejante extrañeza radica, probablemente, en el hecho de que, para los antiguos, 'leer' significaba normalmente 'leer en voz alta'; en consecuencia, cuando alguien leía un texto escrito, pongamos por caso, en escritura siria, emitía lenguaje sirio; cuando su sentido devenía comprensible (esto es, griego), uno tenía la sensación o bien de que, estaba todavía 'leyendo en voz alta' la escritura siria o, para ser más específicos, de que los fonemas (= letras) griegos ocupaban el lugar de los fonemas (= letras) sirios (ibidem, p. 130):(15) así, la noción de 'transcribir' puede ocupar de modo paulatino el lugar de la de 'traducir'. Obsérvese cómo este cambio se va produciendo de manera no muy perceptible a lo largo de la propuesta de Demetrio de Fáleron al rey Ptolomeo (cf. § 11). Demetrio ha reunido muchísimos libros para la biblioteca real, comprándolos o bien haciéndolos copiar (metagrafhv); se le ha informado(16) de que los libros de la Ley judía también son dignos de copia [metagraphê]; la dificultad radica, por lo menos en principio, en las letras en que están escritos; de modo que se precisa eJrmhneiva. Está claro que, en semejante contexto, las implicaciones de la palabra griega no se limitan a la 'traducción'; hace falta que alguien 'interprete', 'elucide' estos extraños signos. «And so then Ptolemy gives order to write to the high priest». Pero ¿qué le pide, exactamente? ¿Una copia de la Ley de los judíos? ¿La 'interpretación' de estos extraños signos? La terminología de esta sección de la Carta [cf. §§ 38-39] no permite alcanzar una respuesta concluyente. Sólo esto queda claro: que quien desee las 'Leyes de los judíos' tiene que dirigirse a Jerusalén (Zuntz 1972: 133).

Resulta evidente, pues, que el Pseudo-Aristeas no disponía de una tradición concreta que tomar como guía; tampoco se formaba una idea lo suficientemente clara de los verdaderos problemas a los que los auténticos traductores tuvieron que enfrentarse; y en fin, carecía de la imaginación necesaria para recrear una situación plausible. En semejantes circunstancias, «the one thing, meagre enough, left to him was once again to utilize the analogy, suggested by the framework of his story, between Alexandrian scholarship and the production of the Alexandrian Bible» (Zuntz 1972: 139). Es decir, 'Aristeas' conocía (más o menos) los métodos y los objetivos de los eruditos de la Biblioteca, que habían editado los textos de los grandes clásicos griegos; sabía que intentaban fijar textos exactos (ajkribh') y que su procedimiento habitual consistía en comparar, en colacionar (
ajntibavllein) diversas copias. Una traducción es, naturalmente, algo muy distinto; pero, en una situación como ésta, y carente de cualquier otra tradición o precedente, Aristeas no tuvo otra opción que la de presentarla, de modo más o menos inexacto, a la luz de semejante analogía (ibidem, p. 137). De manera que dos actividades muy distintas tenían que ser presentadas, en la medida de lo posible, como idénticas. El Pseudo-Aristeas utilizó —casi con seguridad de modo deliberado— las ambigüedades implícitas en el hecho, señalado antes, de que metagrafhv (= transcripción) y eJrmhneiva (= interpretación) también puedan significar 'traducción'; prolongando la terminología de la erudición alejandrina, propone que los términos exactos (to; ajkribevç) deben ser descubiertos por medio del 'examen' y la comparación; y aquí el paralelismo deja de funcionar, porque, en última instancia, lo que debe compararse no es, como en la tarea erudita, diversos manuscritos, sino diversas traducciones del mismo texto, aportadas por otros tantos Ancianos.

A propósito de las traducciones y/o transliteraciones de la Ley al griego previas a la que desembocó en nuestros LXX, P. M. Fraser está de acuerdo con la mayoría de los especialistas actuales —pero no sin permitirse antes algunas dudas— en la afirmación de que no existieron en modo alguno.
(17) L. Canfora es, en cambio, uno de los pocos especialistas que, hoy por hoy, defienden tenazmente el parecer contario. En efecto, la expresión ajmelevçteron çeçhvmantai del § 30 ha sido explotada —de modo no del todo irrazonable— para postular la existencia de versiones anteriores, muy poco escrupulosas, en conexión con las narraciones acerca de Teopompo de Quíos y de Teodectes (cf. §§ 314-316). Tal es la formulación de Calabi 1995: 60-1 n. 28: «Le tesi che sostengono che si tratti di traduzioni precedenti alla LXX trovano un punto di forza in un altro passo», donde, frente a una pregunta del rey, sorprendido por el hecho de que la Biblia no haya sido citada jamás por los poetas e historiadores [griegos] en el pasado, se le responde que no han faltado tentativas, pero abandonadas en seguida por intervención directa de la voluntad divina. Este pasaje parece pues postular la existencia de una versión griega de la Biblia en tiempos de Teopompo y Teodectes (siglo IV a. C.). Pero cualquiera puede darse cuenta de que estos relatos son simples invenciones oportunistas, aderezadas para la ocasión; y el verbo çeçhvmantai puede interpretarse en un sentido distinto.(18)Todos estos constructos derivan —como demostró concluyentemente Elias Bickermann— de la pertinaz voluntad apologética de 'demostrar' que la sabiduria bíblica era más antigua y prestigiosa que la 'sabiduría de los griegos' (cf. también Fraser 1972: II 956-7 n. 72).



2. El mito de Alejandría

2. 1. El Museo y la Biblioteca


Ni que decir tiene que la leyenda de 'Aristeas', incluso en su desarrollo narrativo más somero, más escueto, resulta intrínsecamente inseparable de la política cultural de los Lágidas y de su manifestación más conspicua y emblemática: la Biblioteca de Alejandría. Convertidos por la fortuna en soberanos de un país riquísimo, señores de una capital espectacular, pero donde la mezcolanza de pueblos y razas, religiones y cultos, lenguas y tradiciones, tendía a obliterar el viejo sentido de la identidad helénica (una carencia que, en un medio tan deslumbrante, debía experimentarse, a la fuerza, con una intensidad excepcional), los Lágidas reaccionaron —entre otras iniciativas originalísimas, que aquí no podemos recordar— fomentando con toda la esplendidez de recursos de la protección regia unas instituciones 'de alta cultura' de nuevo cuño, bajo patrocinio estatal, y que, sin dejar de hallar sus precedentes claros en la Academia platónica y, sobre todo, en el Liceo aristotélico, diferían toto caelo del espacio cultural que había propiciado la gloria de Atenas. La monarquía lágida, desde finales del reinado de Ptolomeo I Soter, había instaurado en su capital una organización singular de la investigación científica; el favor regio atraía hasta Alejandría, y les retenía allí, no sólo a poetas y letrados procedentes de todos los rincones del mundo griego, sino también a los sabios más destacados en cada categoría: geómetras, astrónomos, médicos, historiadores, críticos y gramáticos.
(19) Éstos supieron aprovechar a fondo los admirables instrumentos de trabajo puestos a su disposición, en particular la famosa Biblioteca, única en la historia de la Antigüedad, tanto en cantidad como en calidad.(20)

Claro que Museo y Biblioteca, desde luego, no surgieron de la nada. En los templos egipcios existía una cierta tradición (bastante mal conocida; Canfora ha intentado explorar sus huellas) de conservar colecciones de rollos sagrados —auténticas bibliotecas, de hecho— junto a los mausoleos de algunos faraones.
(21) Pero el precedente directo lo ofrecieron, naturalmente, las bibliotecas formadas en torno a las grandes escuelas filosóficas de Atenas, en especial, como se dijo antes, la Academia platónica y, en mayor medida aún, el Liceo de Aristóteles. Un discípulo y protector del Liceo, Demetrio de Fáleron,(22) constituye, según la opinión común, el vínculo personal y directo entre la tradición ateniense y las nuevas colecciones alejandrinas. El episodio ha sido muy bien sintetizado por Fraser 1972: I 314-315. El vínculo directo e inmediato entre Museo y Liceo habría sido proporcionado por este famoso filósofo peripatético,que fue tirano de Atenas durante diez años (entre 317 y 307 a. C.), lapso de tiempo que aprovechó para ayudar al Perípato a consolidar su status legal. Después de su expulsión de Atenas, Demetrio huyó a Egipto, donde fue consejero del Soter en diversos ámbitos, entre ellos —muy probablemente— el establecimiento del código civil de Alejandría y la fundación de la Biblioteca. Es también probable que aconsejara al soberano acerca de la fundación y organización del Museo. Ptolomeo I, que había intentado sin éxito asegurarse los servicios del propio Teofrasto, pero que tuvo que conformarse con los de este aventajado discípulo, sin duda estaba muy interesado en importar la organización peripatética de los conocimientos, en particular en lo que respecta a la ciencia. Personalmente, Ptolomeo I no era en modo alguno un hombre inculto: había participado, como general, en las campañas de Alejandro, de las que dejó un Memorándum histórico (que se ha perdido), y estaba sin duda en la situación adecuada para valorar tanto la importancia de los nuevos conocimientos científicos adquiridos gracias a aquéllas como la complejidad y eficacia de las sofisticadas burocracias regias medio-orientales.

Aunque la cuestión dista mucho de estar definitivamente aclarada, y las reservas avanzadas por un estudioso de la talla de Arnaldo Momigliano deben ser tenidas muy en cuenta, parece razonable admitir que la Biblioteca contuviera libros de tradiciones y culturas diversas, en algunos casos preparados especialmente para ella (en lengua griega, naturalmente). Por otra parte, la Biblioteca disponía de filólogos, de estudiosos de textos, de críticos que, en ocasiones, se preocupaban por conseguir las obras, por verificar su estado desde el punto de vista textual, proponer correcciones y enmiendas, incluso proporcionar copias nuevas. En opinión de Calabi 1995: 6-7 (opinión que no es, desde luego, unánimemente compartida por los especialistas), formaban parte de este valiosísimo patrimonio no sólo las obras maestras de la cultura griega, sino también libros de sabiduría hindú, tradiciones babilonias, historias egipcias. Ello resulta natural, en el fondo, en una situación que veía el predominio de un estrato greco-macedonio, exiguo en términos numéricos, pero militarmente formidable, sobre las poblaciones indígenas. Se trata del inveterado impulso, por parte de los dominados, a hacerse comprender y escuchar por los dominadores, y, por parte de estos últimos, de la convicción de que cierto grado de comprensión ayuda a consolidar el dominio (Canfora 1993: 21).

Como apunta Pelletier 1962: 69, 'Aristeas' no podía ignorar en modo alguno la calidad y el prestigio excepcionales de las ediciones elaboradas en la gran Biblioteca. Ello daría razón de la insistencia con la que amontona las pruebas de fidelidad al original, cuando hace la presentación de la versión griega de la Ley. «Dans son ébauche de la méthode appliquée par les traducteurs, l'expression tai'ç ajntibolai'ç paraît bien un emprunt au vocabulaire technique des travaux d'édition du Musée».
(23) Además, como debía afirmar en una época posterior Flavio Josefo (Contra Apión ii 152), todo el mundo intenta presentar sus leyes, su cultura propia, en términos de la mayor antigüedad posible: a nadie agrada que le consideren imitador de lo ajeno, sino, muy al contrario, aujtoi; tou' zh'n nomivmwç a[lloiç uJfhghvçaçqai [haber sido uno mismo para los demás modelo y guía de una vida regulada por las leyes]. A inicios del período helenístico, sobre todo en el seno de las clases sacerdotales de los pueblos que se integraban en los reinos de los Lágidas o de los Seléucidas, y como consecuencia del contacto con la cultura y el mundo griegos, se desarrolló una importante tendencia a la exaltación de las tradiciones culturales y religiosas propias: frente a ellas —se afirmaba— la griega era la más reciente y, en buena parte al menos, dependía de aquéllas (Parente 1993: 582). El caso de Manetón, a pesar de todas las incertidumbres que lo envuelven, resulta particularmente instructivo. Este sacerdote indígena (acerca de su jerarquía exacta persisten abundantes dudas) fue el primer nativo de Egipto del que sabemos que escribió en griego; concretamente, una historia de su país dirigida a sus nuevos señores helénicos. Conocemos esta obra —poco y mal— gracias, en buena parte, a Flavio Josefo, muy interesado en desmentir y contrarrestar sus puntos de vista sistemáticamente antijudíos.(24) Que un fenómeno análogo se produjera también en el dominio hebraico no puede sorprender en modo alguno: en Alejandría, como veremos, los judíos hablaban y escribían en griego, y vivían en estrecho contacto con la civilización y la cultura griegas. Un historiador judío de expresión helénica, Aristóbulo, afirmaba con aplomo que la filosofía peripatética derivaba de la ley mosaica, que Platón se había inspirado en el Pentateuco, etcétera.(25) Las noticias según las que Platón, Pitágoras, Hesíodo, incluso el mismo Homero se habían aprovechado de la Biblia resultaban útiles a Aristóbulo —y, en efecto, aparecían en su obra— para glorificar la Ley mosaica, pero no podían ser aceptadas por 'Aristeas', cuyo interés radicaba precisamente en depreciar las traducciones del Pentateuco anteriores a los LXX (si es que aceptamos su existencia): «tanto che egli rovescia, in certa guisa, il ragionamento di Aristobulo» (Momigliano 1969: 217).

Aristóbulo fue el primer autor judío que interpretó la Biblia alegóricamente
(26) y que, al mismo tiempo, intentó una suerte de conciliación entre la tradición hebraica y el pensamiento griego, de modo que desbrozó el terreno para Filón (Parente 1993: 582). Sin embargo, el testimonio más antiguo de un cierto interés por los «Orígenes hebraicos» por parte de un autor griego pudiera hallarse ya, con bastante verosimilitud, en las Aegyptiaka de Hecateo de Abdera,(27) obra perdida que constituyó, sin duda, la fuente principal para el Libro I de Diodoro Sículo, que versa exclusivamente sobre la historia de Egipto. Un extenso resumen del Libro XL de Diodoro (que también se inspiraba en Hecateo abderita), transmitido por el patriarca Focio,(28) nos permite formarnos cierta idea de la magnitud de estas pérdidas. En las Antigüedades judaicas (I 159), Flavio Josefo menciona un escrito de Hecateo de Abdera Sobre Abraham, que muy bien pudiera ser el mismo texto que Clemente de Alejandría titula Sobre la edad de Abraham y los Egipcios. El pasaje de Diodoro citado por Focio es muy probablemente auténtico; en cambio, el carácter espúreo del texto de Hecateo que nos transmite Clemente apenas ofrece ninguna duda (Parente 1993: 584).(29) Podemos concluir, un poco melancólicamente, con Canfora 1993: 29, que «vista nel suo insieme, la storia delle biblioteche antiche è una catena di fondazioni, rifondazioni, e catastrofi». Un sutil hilo rojo trenza los variadísimos esfuerzos, en buena parte frustrados, del mundo helenístico-romano para salvar sus tesoros bibliográficos: destrucciones, saqueos e incendios jamás dejaron de encarnizarse contra los vastos depósitos de libros; pero casi todo —o, por lo menos, muchísimas cosas— comienzan en Alejandría.


2. 2. Los judíos en Alejandría


El número de judíos en Alejandría debió alcanzar, en los años inmediatamente precedentes a la destrucción de Jerusalén (70 d. C.), los cien mil, más o menos. Pero la situación había evolucionado muchísimo desde los inicios de la ciudad de Alejandro; Fraser 1972: I 688 ha recordado que, a pesar de que, en los últimos dias de la dinastía lágida, la población hebrea era bastante más numerosa que cualquier otro grupo extranjero, y comprendía una parte muy considerable del conjunto total, en el siglo tercero, incluso teniendo en cuenta la política deliberada de Ptolomeo Soter de acoger a un gran número de judíos en su reino, los alejandrinos de origen hebreo, aunque abundantes, debían constituir una cifra todavía moderada. Desde la fundación misma, quizá, se establecieron predominantemente en el barrio
D [el IV]; aunque los historiadores no se acaban de poner de acuerdo acerca de si esta concentración se remonta ya al período más antiguo, o si constituye más bien una disposición comparativamente reciente. Se trataba, en cualquier caso, de un barrio muy populoso, que no constituía en modo alguno un gueto: los establecimientos judíos y las sinagogas estaban diseminados por toda la ciudad, como Filón se toma la molestia de precisar. Todas las comunidades extranjeras en Egipto tendían a vivir juntas en un solo barrio, y los judíos alejandrinos no constituian una excepción: otros grupos étnicos más reducidos solían concentrarse también en un solo vecindario. «In either eventuality residence in it will not have been compulsory» (Fraser 1972: I 55).

La capital de los Lágidas pretendía ofrecer su proverbial cosmopolitismo: relaciones cotidianas entre los pueblos más diversos, continuos intercambios; la imposibilidad, sobre todo, de hacer valer el poder propio para imponer reglas universales. Pero además de esta actitud abierta (por lo menos en teoría) y disponible para con todos (menos con la gran mayoría de indígenas del país, desde luego), las relaciones de los judíos con los Ptolomeos no dejaban de presentar algunos aspectos de prioridad o privilegio (Calabi 1995: 12). De todos modos, la situación que la Carta pretende representar resulta un tanto insólita, inverosímil incluso. El tono de la solicitud del soberano, el modo de dirigirse al gran sacerdote Eleazar, la acogida reservada a los sabios traductores, las palabras de despedida cuando su tarea ha terminado — todo revela «un rispetto reciproco e un riconoscimento dello status dell'altro probabilmente più accentuato di quanto non potesse essere in realtà» (Calabi 1995: 13). No resulta difícil rastrear un deseo evidente de presentar una situación conciliadora y sin conflictos, un cuadro de estima y colaboración recíprocas, unas circunstancias en las que los judíos alejandrinos puedan ubicarse sin inquietud alguna. Vinculados por una parte a Alejandría, a Jerusalén por la otra, bastante bien integrados, desde luego, pero ansiosos al mismo tiempo por mantener celosamente su identidad diferenciada, es más que probable que los judíos alejandrinos se enfrentaran frecuentemente a situaciones de laceración y conflicto, o, como mínimo, de incomodidad, respecto a su doble pertenencia. Su situación sufrió múltiples avatares y variaciones, desde luego: «molto diversa in vari momenti storici la loro collocazione sociale e la loro integrazione, molto diversi di volta in volta i giudizi che il mondo esterno dava delle loro tradizione e della loro cultura» (ibidem).

Se ha discutido hasta la saciedad acerca de si disfrutaban del derecho de ciudadanía. A pesar de las calculadas falsedades de Flavio Josefo,(30) casi todos los especialistas se inclinan por la respuesta negativa. Calabi 1995: 7-8 puntualiza la cuestión: el acceso a la ciudadanía, condición imprescindible para una promoción en la escala social, era obtenida a título personal por algunos hebreos, que así culminaban sus aspiraciones, de modo individual. Los fundamentos para semejante adquisición debían de ser el favor de los gobernantes, el triunfo social, condiciones económicas particularmente exitosas; pero en cualquier caso, para la integración plena en la élite dominante, resultaba imprescindible la adopción de ciertos hábitos y modos culturales que caracterizaban a la comunidad griega: la participación en el gimnasio, los juegos, la palestra, la pertenencia a la efebía, la presencia asidua en los espectáculos (particularmente teatrales), la celebración de las grandes festividades cívico-religiosas, la adopción de la lengua y cultura griegas, sobre todo… En cambio, la gran mayoría de los judíos constituían una comunidad independiente, oficialmente reconocida como tal (polivteuma), con su jurisdicción y sus finanzas particulares. La comunidad era autónoma, no estaba sometida a las autoridades municipales ni a su jurisdicción (Pelletier 1962: 73).

Alejandría fue, con todo, una de las cunas principales del antisemitismo. En realidad, los egipcios no estuvieron jamás muy bien dispuestos respecto a los hebreos; pero el odio se generalizó entre los habitantes del país a medida que la población judía crecía: este odio de los autóctonos era fomentado, sobre todo, por el hecho de que los judíos recién llegados a raíz de la conquista griega, desde la época del primer Ptolomeo, recibieron múltiples favores y privilegios (ibidem, 74).(31) Al contrario que el elemento greco-macedonio, que acabó fundiéndose con el autóctono en una suerte de unidad étnica, «les Juifs conservaient leurs particularités nationales et religieuses et se distinguaient de leur entourage», cosa que no contribuía, precisamente, a mitigar odios y prejuicios.(32)

Calabi 1995: 34-5 ha estudiado en particular la afirmación y el mantenimiento de la identidad hebrea en confrontación con el mundo pagano, confrontación que no significa a la fuerza pérdida de identidad: «E se, d'altronde, la Lettera risale a un periodo relativamente indietro nel tempo in cui i rapporti tra Giudei e Gentili non sono ancora del tutto guastati, ma non sono per questo idilliaci come la Lettera tende a rappresentarli», es posible, en cualquier caso, que la Carta propugne un tipo de relación factible y deseable; que, intuyendo la posibilidad, la inmediatez incluso, de ciertos peligros, proponga una política de coexistencia y de reconocimiento recíprocos. También la representación, tan favorable y positiva, de Ptolomeo y su corte sirve para indicar la posibilidad de mantener buenas relaciones con los gentiles, la conveniencia de conservar abiertos los contactos con el mundo exterior: una conveniencia a la que la diáspora, la diáspora alejandrina en particular, estaba mucho más abierta que Jerusalén. Por otra parte, el peso conferido a Moisés, el legislador, evocaba también el tema del Éxodo y las relaciones con Egipto.

La Carta de Aristeas se esfuerza en destacar que los vínculos entre los judíos de Alejandría y el Templo de Jerusalén eran muy estrechos, y quizás esto fuera cierto, en términos generales; pero a veces se ha sospechado que las relaciones con el templo 'cismático' de los Oníadas de Leontópolis (ocasionalmente favorecido por los propios Lágidas)(33) tuvieron una importancia que nuestro texto silencia del todo. Momigliano 1969: 222-224 ya había intuido, con su habitual penetración, que «l'intenzione dell'autore […] è di mostrare da una parte i Tolomei amici del tempio gerosolimitano, dall'altra i più autorevoli rappresentanti di quel tempio securi consiglieri dei Tolomei». La leyenda de la traducción de los LXX resulta útil para la primera finalidad, la disputa convivial para la segunda. La Carta constituye, pues, un gesto de afirmación por parte de las fuerzas judaicas en Egipto fieles a Jerusalén, y una protesta contra el papel que pretendía jugar el templo de Leontópolis: la exaltación de la versión de los LXX equivalía a un acto de defensa de Jerusalén y de la unidad del judaismo. Por otro lado, Momigliano apuntaba la sospecha de que «tra gli Ebrei leontopolitani, distaccati della madre patria e legati alla politica tolemaica, l'ellenizzazione fosse molto più progredita che presso gli altri Ebrei».

También Calabi 1995: 63 n. 28 hace alusión a quienes intuyen conflictos de autoridad y rastrean en la Carta «un peso crescente e decisivo di Gerusalemme rispetto ad altri luoghi di culto»; pero ello no le impide subrayar que las puntualizaciones y disposiciones de la Carta a propósito de la organización de la traducción resultan un poco singulares. No se trata sólo del hecho, bastante incómodo, de que el Sumo Sacerdote Eleazar, a quien el rey Ptolomeo envía su solicitud, resulte muy dificil de localizar en cualquier genealogía; es que además, obtener en Jerusalén seis traductores del hebreo al griego por cada una de las doce tribus, a fin de constituir el erudito colegio, habría resultado en aquellos tiempos una empresa ciertamente aventurada (por no hablar del momento, mucho más antiguo, en que pretende situarse la narración). La lista, naturalmente ficticia, de los escogidos(34) ha dado lugar, entre los estudiosos del judaismo de esta época, a múltiples especulaciones, que no podemos recoger aquí.

Entre los judíos de Alejandría, el griego era la lengua de comunicación normal: las lecturas del Sabbat tenían lugar regularmente en griego;(35) ni que decir tiene que semejante contexto es el que ocasionó la traducción — y no un indemostrado (y probablemente inexistente) interés de los responsables de la Biblioteca, como porfía 'Aristeas'. En conjunto, el planteamiento sintético del problema por parte de Fraser 1972: I 690 me parece muy equilibrado: incluso si admitimos que Ptolomeo II Filadelfo manifestase un cierto interés por disponer de una traducción griega de las obras judías, los deseos del soberano no fueron la causa principal de la traducción; ésta más bien hay que buscarla en las necesidades de la propia comunidad hebrea, cada vez más helenizada y cada vez menos capaz de seguir el culto sinagogal en el original hebreo, y ni siquiera (probablemente) en las versiones aramaicas, que acabarían dando origen a los Targumim, empleados ya por aquel entonces en Palestina. «It was no doubt essentially the need for comprehensive public recitation which led to its production, though one may suspect that loyalty to the Crown may also have suggested to the Jewish authorities the desirability of a translation into Greek» (Fraser, ibidem). Por otra parte, también se pueden rastrear en la Carta proyectos de una complejidad político-cultural mucho mayor; según Parente 1993: 569, uno de sus propósitos fundamentales era el de persuadir a los judíos alejandrinos de la conveniencia, incluso de la necesidad, de interpretar alegóricamente las prescripciones rituales: ello implica que el carácter de tales prescripciones no es estrictamente legal e imperativo, sino que responde a propósitos sobre todo pedagógicos, educativos. Cosa que no podía dejar de inducir a los componentes del polivteuma hebraico di Alejandría a adoptar una actitud menos rígida frente a los paganos.(36)

Pero con ello no se agotan los problemas suscitados por los LXX y su controvertido origen. Si bien Bickermann (37) sustuvo que no se trata más que de una tarea de traducción en el sentido pleno y propio de este término, y también para Parente 1993: 571 semejante alternativa es la más verosímil, otros especialistas, como Thackeray (op. cit. en la nota 7) y Kahle, consideraron los LXX como el resultado de un proceso de carácter sobre todo litúrgico, análogo al que ha dado existencia a los Targumim aramaicos. Pero, el Pseudo-Aristeas no puede servir para confortar esta segunda interpretación, sino más bien, en cualquier caso, para oponerse a ella. F. Parente (op. cit, en la n. 37, p. 537) interpreta razonablemente la Carta como una insistente apelación a Jerusalén: si, como consecuencia de la propaganda farisaica procedente de Palestina, los hebreos de Alejandría sentían incertidumbre a propósito de la correspondencia exacta entre la Ley que escuchaban en sus sinagogas y la que se leía en Jerusalén, la Ciudad Santa se convertía, también desde este punto de vista, en un poderoso polo de atracción. De esta apelación a Jerusalén, 'Aristeas' habría recibido un impulso fundamental para su obr. Según Calabi 1995: 63 n. 28, el texto del Pseudo-Aristeas pretende presentarse «come lo scritto festale da leggere in occasione della festa con cui veniva commemorata la prima lettura della traduzione greca del Pentateuco».(38) Debo confesar, con todo, que esta última sugestión se me antoja un tanto especulativa e hipotética.


2. 3. Desarrollo y evolución de la leyenda

La Carta constituye, naturalmente, el documento más antiguo que conocemos acerca de la traducción de la Biblia al griego; no resulta extraño que, como tal, presente un estado de la leyenda aún poco desarrollado, sin elementos maravillosos apenas (solamente la 'coincidencia' entre el número de traductores y los días empleados, setenta y dos; vide § 307). La fase sucesiva se documenta en Filón de Alejandría (Vita Mosis II 37). Para él, como para 'Aristeas', la iniciativa de la traducción no procedió de los judíos, sino de la élite griega (concretamente del rey Filadelfo, de quien formula un encendido elogio); el Sumo Sacerdote de Jerusalén accedió de buen grado a enviar a los Traductores, persuadido de que el soberano se había lanzado a la tarea no sin una intención de Dios (oujk a[neu qeivaç ejpifroçuvnhç). La traducción se realizó bajo la influencia de la inspiración divina (
kaqavper ejnquçiw'nteç), una inspiración menos alta y sublime que la de Moisés, desde luego; Filón añade que tanto los hebreos como los griegos que conocen la lengua de los otros creen, al leer a los LXX, que «se trata de dos lenguas hermanas, o por mejor decir, veneran en ella a una sola y misma lengua, tanto en el contenido como en la expresión, y no llaman simplemente 'traductores', antes bien hierofantes y profetas a quienes pudieron manifestar con expresiones tan transparentes el puro pensamiento de Moisés». A continuación, refiere las celebraciones anuales en la isla de Faros para conmemorar la traducción (cf. pp. 24-25, nn. 33-34). Según Pelletier 1962: 80, la institución de una fiesta general para conmemorar la traducción constituye la confirmación decisiva de la fe en el carácter inspirado de la versión griega que reinaba en los medios judíos helenizados de este período.

Los primeros cristianos adoptaron muy pronto los LXX como algo propio. Pero, para que la traducción y su leyenda — nacidas ambas, y crecidas, en un medio inequívocamente hebraico — pudieran ser asumidas con tanto entusiasmo en el ámbito cristiano, resultaba imprescindible una serie de operaciones ideológicas, que sirvieran para insertarla en el esquema divino de la Salvación. ¡Singular paradoja, la de esta traducción cada vez más sacralizada por los cristianos ortodoxos, en tanto que los judíos (y precisamente por la misma razón) abominan de ella progresivamente! La traducción de los antiguos textos poco antes (hablando siempre en términos relativos) de la Revelación impulsó, naturalmente, a los cristianos a reclamar para todo el episodio un papel y una función precisas en la Economía Salvífica; de aquí a la multiplicación de los detalles maravillosos en torno al episodio no había más que un paso breve; y fue dado muy pronto, desde luego. Al helenista le produce una discreta estupefacción que la biblioteca ptolemaica sea comparada a veces —en términos bastante explícitos— nada menos que con una fantástica biblioteca 'homérica' organizada por Pisístrato, tirano de Atenas, que habría sido el precedente directo de la alejandrina; ello se explica simplemente(39) porque la intervención de Pisístrato —quien mandara organizar y disponer correctamente los libros homéricos «confusos antea» (Cicerón), y que se hallaban, según un erudito antiguo, sporavdhn to; privn— pareció digna de ser asimilada a la operación llevada a cabo, según la leyenda de 'Aristeas', por los LXX intérpretes en la Alejandría de los Ptolomeos.

Las etapas sucesivas vienen marcadas por los nombres de Justino, Ireneo de Lión, Clemente de Alejandría, Tertuliano, Julio el Africano, Eusebio, Hilario de Poitiers, Cirilo de Jerusalén, Ambrosio — hasta llegar a Epifanio (310-403), obispo de Salamina de Chipre,(40) quien se convirtió en la figura crucial para la cristalización de la leyenda y su interpretación, su 'explotación' en clave cristiana (en función de los designios del Espíritu Santo):(41) «Il peso del manuale antiquario di Epifanio, come risistemazione autorevole, ed influente, della intera materia» (Canfora 1996: 13). Epifanio fue quien desarrolló hasta las últimas consecuencias la leyenda, prometida a tan dilatada fortuna (aunque no aparece en la Carta en modo alguno) de los traductores aislados por parejas en sus celdas, incomunicados, y de las 36 traducciones idénticas. El motivo de las celdas separadas (que reaparece en la versión árabe) tiene la función de reforzar la idea de la asistencia providencial que guió y sostuvo la obra de los traductores. A partir de esta reelaboración, de esta reorganización tanto narrativa como ideológica, la antigua leyenda ya estaba a punto para integrarse, con función proemial, en las Cadenas de comentarios al Octateuco — acompañada, regularmente, del llamado Opúsculo de las siete traducciones, donde se elencan las circunstancias y diversas ocasiones en que la palabra divina fue traducida al griego. De esta manera, la leyenda de Aristeas fue complacientemente recogida por el Pseudo-Atanasio, Sincelo, Jorge el Monje, Cedreno, Nicetas de Heraclea, la Synopsis Chronikê, Zonaras, etcétera. San Juan Crisóstomo se integraba perfectamente en esta tradición; en cambio, san Jerónimo se muestra crítico con los LXX. Y es que, en realidad, en Occidente, los LXX no suscitaron nunca un entusiasmo comparable al de los Padres de la Iglesia oriental. Con la defensa, decidida, pero a la vez matizada, de Agustín de Hipona, hay que contrastar, como acabamos de indicar, las reservas y escrúpulos (de carácter primordialmente filológico, de todos modos, no teológico ni doctrinal) que les oponía el solitario de Belén.

Por su parte, el patriarca Cirilo de Alejandría y Anatolio, patriarca de Constantinopla del 449 al 458, su unen al coro encomiástico de una traducción que las Novellae justinianeas consagran incluso desde el punto de vista legal. Olimpiodoro, el Chronikon Paschalê, Nicetas, retoman complacientemente los viejos motivos, convertidos en tópicos incuestionables. Son dignas de leer las pintorescas (pero muy instructivas) consideraciones de Sincelo y Cedreno acerca del rey Ptolomeo, al que adjudican un vivo afán por acumular no sólo libros griegos sino también «caldeos, egipcios y romanos». El primero de estos autores proclama derivar sus noticias de una recopilación de Ptolemaika.(42) En el siglo XI, Juan Zonaras vuelve a resumir toda la tradición, que es más o menos aceptada sin variaciones mayores por los orientales cuyas obras nos han llegado en lenguas distintas del griego bizantino: el siríaco Zacarias de Mitilene, Miguel el Sirio, patriarca jacobita de Antioquía, el monofisita Bar Hebraeus... El entusiasmo bizantino, por su parte, traspasó, en algunas ocasiones, los límites de la extravagancia: por poner un ejemplo entre muchos, un Isaac Comneno Porfirogéneto, hijo de Alexis I y tío de Manuel I, encargó (parece) el Octateuco de lujo llamado 'del Serrallo';(43) lo hizo preceder de la Carta de Aristeas, acompañada de una paráfrasis propia que celebra la brevedad y la concisión —pero en un estilo increíblemente verboso (Canfora 1996: 25-7).

El Prefacio al Pentateuco de la Biblia árabe (traducida en latín en la Bibliotheca Patrum de Gallandius) se mantiene fiel a la tradición de las treinta y seis parejas de traductores, la concordancia milagrosa de sus traducciones independientes, etc. Canfora también explora las fortunas de Aristeas en tierras árabes, consagrando un énfasis especial a la Crónica de Al-Tabari (siglo IX). Y es que, tal como lo formula en su estudio con claridad notable, «Aristea, con la leggenda dei settantadue traduttori, è certamente uno dei motivi itineranti che hanno percorso questi cammini di civiltà». Ello no resulta sorprendente, si se considera hasta qué punto el opúsculo formaba parte inextricable de los episodios y tradiciones en torno a un corpus (el Antiguo Testamento) aceptado como 'libro di verità' por las tres religiones que convergían —y, sobre todo, se enfrentaban, y se enfrentan, brutalmente— en aquella zona neurálgica entre Oriente e Occidente. Por su parte, la tradición judía posterior a Filón y Flavio Josefo se muestra cada vez más hostil a la traducción que aquéllos habían amado tanto.(44) El Talmud de Babilonia, Megillah 9 a, elogia todavía altamente la traducción, pero declara que los Traductores alteraron trece pasajes; afirmación repetida casi literalmente por el Talmud de Palestina, Megillah I. 71 d. Sin embargo, el Massakhet Soferim I 7-10 prohíbe que la Ley sea escrita en caracteres hebreos arcaicos, en arameo, en persa o en griego. Ningún ejemplar de estas características puede servir para la lectura en la Sinagoga, donde hay que utilizar un ejemplar en 'hebreo cuadrado'; respecto a la versión griega escribe: «Acaeció una vez que cinco (?) Ancianos escribieron la Ley en griego para el rey Ptolomeo. Este fue un día funesto para Israel, como el día en que Israel fabricó el Becerro de oro, pues la Ley no podía ser traducida según todas sus exigencias». «Le temps a marché depuis les enthousiasmes presque lyriques de Philon», comenta Pelletier 1962: 97, austeramente.

La preocupación, la obsesión (en el mejor sentido del término) por libros y bibliotecas antiguas alcanzó, obviamente, una dimensión nueva con el Petrarca y los inicios del Humanismo. El pontífice Nicolás V (eficazmente secundado por Poggio Bracciolini y otros humanistas) veía su propio esfuerzo por reorganizar la biblioteca apostólica en términos, casi, de un certamen, una noble emulación respecto a los Ptolomeos. «La storia delle biblioteche [se convierte en] un tassello essenziale di tale ricostruzione e si sa quali siano gli autori che fungono per noi da veri e propri 'collettori' di quel che resta della letteratura scomparsa» (Canfora 1996: 80). Quizás éste constituya el mejor motivo para interesarnos, todavía, por los avatares de la leyenda de 'Aristeas', inextricablemente unida al recuerdo admirativo de la maravillosa Biblioteca ptolemaica. Pocas leyendas deben de existir que se puedan rastrear en una ficción literaria próxima a sus orígenes y seguir luego a lo largo de una continuidad, tan dilatada, de siglos. Si el espíritu crítico de un san Jerónimo pudo desenmascararla de golpe y sin tapujos, no por ello dejó de prosperar, bajo su forma más extrema y engañosa, en una gran parte del mundo cristiano, hasta en pleno siglo XIII, y más tarde todavía. «A cet égard, son développement et sa survie prennent valeur d'exemple» (Pelletier 1962: 98).


3. Acerca del texto y la traducción

3.1. Agradecimientos


La Carta de Aristeas se conserva en más de veinte manuscritos, de valor bastante desigual. El gran estudioso de esta tradición manuscrita fue P. Wendland;(45) su tarea fue completada por H. St. J. Thackeray(46) y por R. Tramontano.(47) Actualmente, la edición de referencia acostumbra a ser la del jesuita André Pelletier, en la serie de las Sources Chrétiennes.(48) Pelletier colacionó de nuevo la mayoría de manuscritos y, en general, completó la tarea de sus predecesores; aparte del texto crítico y la traducción, su introducción y sus notas constituyen la vía más fácil y accesible para adentrarse en la compleja problemática de la Carta. Sin embargo, Fraser 1972: II 972 n. 122 tiene bastante razón cuando afirma que su tratamiento de autor, fecha y 'historical background' es «disappointingly brief». Hemos tomado el texto de esta edición (omitiendo el aparato crítico, desde luego, e introduciendo un par o tres de modificaciones mínimas), como lo ha hecho también recientemente Francesca Calabi para su versión tascabile en la Rizzoli, que constituye un trabajo excelente. Asimismo en la Introducción y en las notas nos hemos apoyado (aunque en medida mucho menor, pues nuestras intenciones eran de otra índole) en el trabajo de Pelletier;(49) pero también hemos explotado contribuciones posteriores, como la admirable reconstrucción de la Alejandría ptolemaica de P. M. Fraser o las investigaciones sobre la leyenda de la gran Biblioteca llevadas a cabo por Luciano Canfora. Para la traducción, en cambio, hemos seguido otros criterios.(50)

El griego de la Carta se me antoja (a riesgo de disentir de especialistas mejor entrenados en este campo) muy poco elegante; me produce la sensación —quizás errónea— de una lengua algo acartonada, bien aprendida, desde luego, como vehículo privilegiado para el intercambio cultural, y manejada con soltura, pero sin auténtica fluidez. He intentado reproducir estas características arcaizando a conciencia, y aprovechando mi propia relación con el español, por más que no sea mi lengua materna. He limado después algunos excesos; si me hubiera visto con fuerzas para ello, quizás habría intentado imitar el castellano del Siglo de Oro.

Debo agradecer el estímulo para dedicar un tiempo a esta traducción — y adentrarme así, ocasionalmente, en terrenos muy alejados de mis intereses habituales — a Juan Gabriel López Guix, profesor en la Facultat de Traducció i Interpretació de la Universitat Autònoma de Barcelona, y a Maite Solana, antigua directora de la Casa del Traductor de Tarazona, antigua discípula mía: con independencia de los resultados obtenidos, pienso con gratitud en los momentos de excitada diversión que esta tarea, también a ratos fatigosa, me ha proporcionado. Sergi Grau, antiguo becario de mi Departamento, se tomó la molestia de copiar en su ordenador las páginas del texto griego; se lo agradezco mucho.(51) Cristina Serna, aparte de quitarme de la cabeza ciertos delirios arcaizantes, leyó todo el volumen con acribía más bien sarcástica. Benjamín Gomollón, antiguo discípulo también, leyó buena parte del texto para mi beneficio. Sólo me resta desear que el resultado final no sea, por culpa mía, demasiado inferior a lo que se merece una lista tan larga y bien intencionada de colaboradores.


3.2. Referencias bibliográficas

Indicamos únicamente, a continuación, aquellas obras que se citan con el solo nombre del autor y el año de publicación; la bibliografía complementaria se cita del modo usual en las notas. La traducción catalana de F. Raurell (Barcelona 2002) fue publicada cuando mi trabajo, que se desarrolló básicamente a lo largo de 1999, ya estaba prácticamente concluido; no obstante, la he leído con gusto y he podido tenerla parcialmente en cuenta para la Introducción.

F. Calabi (ed.), Lettera di Aristea a Filocrate (Introduzione, traduzione e note; testo greco a fronte), Milán, Rizzoli, 1995.
L. Canfora, «La Biblioteca e il Museo», SPGA I. 2, pp. 11-29.
L. Canfora, Il viaggio di Aristea, Roma-Bari, Laterza, 1996.
N. Fernández Marcos, Introducción a las versiones griegas de la Biblia, Madrid 1979.
N. Fernández Marcos (trad.), «Carta de Aristeas», en A. Díez Macho (ed.), Apócrifos del Antiguo Testamento II, Madrid, Cristiandad, 1962, pp. 9-63.
P. M. Fraser, Ptolemaic Alexandria, 3 vols., Oxford, 1972.
A. Momigliano, «Per la data e la caratteristica della Lettera di Aristea» (1932), recogido en el Quarto Contributo alla Storia degli studi classici e del mondo antico, Roma, 1969, pp. 213-223.
F. Parente, «Gerusalemme», SPGA I. 2, pp. 553-624.
A. Pelletier, s.j. (ed.), Lettre d'Aristée à Philocrate (Introduction, texte critique, traduction, notes & index), París, Éditions du Cerf, 1962.
Frederic Raurell (ed.), Carta d'Arísteas, Barcelona, Alpha/Fundació Bíblica Catalana, 2002.
SPGA: G. Cambiano, L. Canfora y D. Lanza (eds.), Lo Spazio Letterario della Grecia Antica, vol. I: La produzione e la circolazione del testo, tomo 2: L'Ellenismo, Roma, Salerno Editrice, 1993.
G. Zuntz, «Aristeas Studies II: Aristeas on the translation of the Torah», en Opuscula Selecta. Classica. Hellenistica. Christiana, Manchester University Press, 1972, pp. 126-143.



NOTAS

(1) De hecho, Fraser 1972: I 698 s. se atreve a ir bastante más allá: «the whole apparatus of audience, protocol, and minutes of the audiences seems to play a disproportionately large part in the narrative […] a piece of precise knowledge which shows a close familiarity with the Court protocol and procedure […] It is evident that this passage, like the other, implies considerable intimacy with contemporary practice at Court, and the author clearly takes pleasure in revealing his expert knowledge of procedure».
(2) Cf. en particular A. Momigliano, Alien Wisdom. The Limits of Hellenization, Cambridge University Press, 1975.
(3) Cf. Canfora 1996: xii.
(4) Vide infra, n. 8.
(5) Canfora, ibidem.
(6) «Zur Datierung des Pseudo-Aristeas», que ahora se puede consultar en sus Studies in Jewish and Christian History I, Leiden 1976, pp. 109-136. Véase, sin embargo, las críticas que le formula Momigliano 1969: 220.
(7) Cf. Fraser 1972: II 974 n. 126: «The decree of Philadelphus (§§ 22-25) […] contains much authentic chancery phraseology […] the similarities of thecnical phraseology […] are very striking».
(8)
Aristeae ad Philocratem Epistula cum ceteris de origine versionis LXX interpretum testimoniis, Leipzig 1900. Se trata, en cierto sentido, de la edición canónica (y todavía insubstituible, sobre todo por su amplia colección de testimonios).
(9) The Letter of Aristeas translated with an appendix of ancient evidence on the origin of the Septuagint, Londres 1908, donde toma en consideración, sobre todo, el estado de la versión de los LXX en el momento de la composición de la Carta y las condiciones políticas contemporáneas en Judea.
(10) Calabi 1995: 13 recuerda que no podemos excluir la posibilidad de una ocultación deliberada, por motivos ideológicos, de las tensiones del presente y el recurso a una situación anterior, más favorable o positiva, que se presenta como real, precisamente para contribuir a su materialización. En sentido similar se expresaba ya Momigliano 1969: 215. Uno se pregunta por qué un autor posterior no habría podido remitirse a las condiciones del primer período ptolemaico, puesto que se adecuaban tan bien a sus intereses y a su descripción: suponer que el autor del Aristeas era incapaz de salirse mentalmente de las condiciones de su propia época resulta arbitrario. «Se è argomento l'anacronismo, non può essere argomento la mancanza del medesimo!» (ibidem).
(11) Momigliano, en su brillante (pero no del todo convincente) «Per la data e la caratteristica della Lettera di Aristea» (publicado en 1932, y recogido en 1969: 213-223, sugiere un período inmediatamente posterior al 108/7: según este punto de vista, el autor manifiesta aprecio por los primeros Ptolomeos, favorables a Jerusalén, en contraste con sus sucesores, hostiles a las pretensiones del Templo).
(12) Vita Mosis, II, 41.
(13) Cf. también infra y las nn. 13 y 36 a la traducción.
(14) Esta serie de complejidades debería explicar que nuestra traducción de los pasajes en cuestión no sea siempre, ni mucho menos, un modelo de claridad; aparte de nuestra posible inepcia, hemos querido conservar, parcialmente al menos, la ambigüedad, el confusionismo del original.
(15) Cf. Zuntz 1972: 134-5: «It follows that çhmaivnein must here mean, simply, 'to write'. This was observed, more than sixty years ago, by Mendelssohn and again, more recently, by E. J. Bickermann. They have failed to convince their opponents; perhaps the truth will impose itself when the simple case is argued a third time and in detail…». Bickermann, en efecto, sostuvo de manera persuasiva [cf. p. 29 n. 62 del trabajo que citamos en nuestra n. 37] que la alusión de Demetrio hacía referencia a las numerosas copias hebraicas, descuidadas e indignas de confianza, que debían circular ampliamente en Alejandría.
(16) ¿Quién pudo ser el informante?, se pregunta Zuntz, con bastante sorna.
(17) Cf. además Calabi 1995: 61-2 n. 28: «A sostegno della tesi relativa a traduzioni precedenti alla LXX, alcuni autori […] citano poi un passo di Aristobulo (I metà del II sec. aC.), riportato da Eusebio (Praep. Ev. XIII 12, 1-2; cf. anche Clemente Alessandrino) che parla dell'influenza di alcuni racconti biblici in Pitagora e in Platone. Questo presupporrebbe l'esistenza, a partire almeno del V secolo, di una traduzione greca di almeno alcune parti della Bibbia […] Molti autori, però, […] sostengono che alla base di tale tradizione sta il desiderio da parte giudaica di trovare collegamenti tra pensiero greco e tradizione ebraica e di ipotizzare che i greci abbiano imparato dagli ebrei».
(18) Vide supra, n. 11. Adoptando una posición distinta de la de Bickermann y Zuntz, Pelletier ad loc. mantiene que çeçhvmantai designa aquí el acto de escribir «en relación con la 'caligrafía de la edición”. En otras palabras: se trata, en su opinión, de contraponer un texto hebraico poco cuidadoso a otro de escritura irreprochable; en el pasaje, no se trataría aún de traducción, algo a lo que se alude solamente después (§§ 35-40), en el contexto de la carta del rey. Habría pues un deslizamiento entre la idea di procurarse un texto hebraico garantizado y la de llevar a cabo una traducción. «La trasposizione da un idea all'altra è facilitata dall'ambiguità fra metagrafhv e eJrmeneiva» (Calabi 1995: 62 n. 28; véase también, supra, con las notas 11 y 13 correspondientes). Por nuestra parte, en la n. 11 de la traducción apuntamos, dubitativamente, una posibilidad intermedia: que las versiones anteriores no existieran de hecho, pero que, interesadamente, 'Aristeas' deseara insinuar por lo menos su existencia…
(19) Cf. Estrabón XVII 793-794.
(20) H. I. Marrou, Histoire de l'Education dans l'Antiquité, Paris 1948, p. 261; citado también por Pelletier 1962: 64. (La reedición del trabajo clásico de Marrou que tengo a la vista es la de París, Seuil, 1981, en dos volúmenes). El estudio más detallado sobre la famosa biblioteca sigue siendo, a mi entender, el de E. A. Parsons, The Alexandrian Library, Glory of Hellenic World, Amsterdam-Londres-Nueva York, The Elsevier Press 1952. Parsons no era un clasicista, sino un amateur apasionado, con tendencia a los arrebatos líricos; este hecho —y algunas exageraciones indudables— han perjudicado su reputación entre los especialistas; pero su lectura sigue siendo amena e instructiva. Para una presentación más rigurosa y austera, cf. R. Pfeiffer, History of Classical Scholarship I, Oxford 1968 (existe traducción castellana, Madrid, Gredos, 1981) y Fraser 1972: 305-33. Véase también el muy sugerente trabajo de Luciano Canfora, La biblioteca scomparsa, Palermo, Sellerio, 1986 (profusamente reeditada, y traducida a otras lenguas: al francés, París 1988; al inglés, 1989...).
(21) Cf. Canfora 1993: 19: «Diodoro (Bibl. hist. I 48, 6-49) riferisce le notizie di Ecateo di Abdera sulle rovine del Ramesseum e ricorda che nel tempio-mausoleo di Ramsete II vi era la traccia di una 'biblioteca sacra' a contatto di muro con la sala dove era il soma del defunto faraone».
(22) Demetrio desempeña un papel central en la Carta de Aristeas; vide infra. Sin embargo, como recordamos en la n. 6 a la traducción, sus vinculaciones con Ptolomeo II Filadelfo constituyen un escandaloso anacronismo; en realidad, Demetrio fue consejero áulico del padre del Filadelfo, Ptolomeo I Soter. En cuanto a su papel de inspirador de la Biblioteca (comúnmente aceptado), el gran Rudolf Pfeiffer tendía más bien a disminuirlo; véase la citada n. 6 de nuestra traducción.
(23) Cf. § 302 y mi nota 30, ad loc. La mejor interpretación de esta compleja problemática es, desde luego, la de Zuntz 1972: 126-143.
(24) La edición de referencia habitual para Manetón es la de W. G. Waddell en la Loeb Classical Library (Cambridge, Mass., 1940; varias veces reeditada). Sobre este texto se llevó a cabo la traducción española a cargo de César Vidal Manzanares (Madrid, Alianza Editorial, 1993).
(25) Cf. Clemente de Alejandría, Strom. V 14, 97, 7; Eusebio, Praep. Ev. XIII 12, 1-2; 13, 3.
(26)
Importa recordar aquí que la interpretación alegórica de la Ley alcanza un desarrollo considerable en la Carta de Aristeas: ocupa los §§ 128-171 (que en nuestra traducción hemos omitido). Tal como apunta Pelletier 1962: 166 n. 1, el alegorismo del Pseudo-Aristeas sólo halla un término de comparación adecuado en Filón.
(27) 'Aristeas' cita complacientemente a este importante historiador, que nos es, por desgracia, muy mal conocido; vide infra, § 31, y la nota 13.
(28) Cf. Biblioteca cod. 244 (380a 6-381a 9) Henry = FGrHist 264 F 6 Jacoby.
(29) Más difícil resulta el problema de un largo pasaje de Hecateo abderita citado en el Contra Apión. Flavio Josefo insiste en que cita una obra de Hecateo consagrada íntegramente a los judíos. Allí se habla de un tal Ezequias, Sumo Sacerdote; de la fidelidad de los hebreos a su Ley; de Jerusalén… Si el contenido pertenece a Hecateo (cosa más bien dudosa) ha sido reelaborado a fondo por manos hebraicas, probablemente sacerdotales (Parente 1993: 585).
(30) Cf. Fraser 1972: I 54: «Strabo, a far more reliable witness [que Josefo] does not suggest at any point that the Jews had the status of Macedonians, though he makes it quite clear that they had a status of their own».
(31) Cf. nuestra n. 17-18, a los §§ 36-37.
(32) Cf. Calabi 1995: 13: «In quest'ottica molto utile sarebbe, per una migliore comprensione della Lettera di Aristea e delle eventuali forzature nella rappresentazione delle relazioni con il mondo circostante, una datazione certa dell'opera. Proprio per l'assenza di una forte conflittualità esplicita, io tendo a collocarla piuttosto indietro nel tempo, anche se tale argomento ha indubbiamente delle debolezze».
(33) A propósito del tema, cf. la rápida síntesis de Raurell 2002: 13 n. 17 (que, sin embargo, quizá minimiza demasiado el alcance del episodio).
(34) Cf. § 47 ss.; prudentemente, Flavio Josefo la omite.
(35) Parente 1993: 570: «purtuttavia, anche allora, la lingua parlata dagli Ebrei di Alessandria era esclusivamente il greco, il che giustifica la necessità di una traduzione del Pentateuco in questa lingua, verosimilmente per le necessità del culto sinagogale».
(36) Cf. también F. Parente, «La lettera di Aristea come fonte per la storia del Giudaismo alessandrino durante la prima metà del I sec. a. C.», ASNP 11 (1972), pp. 177-273 y 517-567.
(37) Cf. E. Bickermann, «The Septuagint as a translation”, American Academy for Jewish Research XXVIII (1959), pp. 1-39.
(38) Vide infra, §§ 308-11 y la correspondiente nota 33 a la traducción.
(39) Las explicaciones que da Mn F. Raurell a propósito de esta invención constituyen unas páginas particularmente desafortunadas, en el marco de un trabajo muy meritorio.
(40) Su obra puede consultarse en el Migne, en el volumen XLIII de la Patrologia griega.
(41) Resumo puntos de vista generales, pero expresados con claridad particular en el estudio de Canfora, al que he dedicado una reseña en Erytheia XX (1999), pp. 331-346, de la que retomo incluso algunas expresiones literales. El libro de Canfora va siguiendo los avatares de esta leyenda (sin ceñirse de un modo demasiado estricto a la problemática de la traducción de los LXX) y acaba convirtiéndose así en el esbozo de un singular y erudito tratado de bibliothecis.
(42) Cf. Pelletier 1962: 94: «Faut-il, avec Wendland, identifier ce recueil avec la Lettre même d'Aristée ou admettre l'existence d'une sorte de Corpus de documents gréco-égyptiens?».
(43) Es el manuscrito U (Es el manuscrito U (Seragliensis 8) de los editores modernos, descubierto por Th. Ouspenski. 8) de los editores modernos, descubierto por Th. Ouspenski.
(44) Hemos constatado supra que todavía el Sobre Moisés de Filón y las Antiquitates de Flavio Josefo reconocen en la Carta de Aristeas un documento de grandísimo valor y, en consecuencia, lo extractan generosamente.
(45) Vide supra, n. 8.
(46) Vide supra, n. 9.
(47) La Lettera di Aristea a Filocrate, Nápoles 1931 (non vidi).
(48) Citada en la Bibliografía inicial.
(49) Además, le hemos tomado prestados los títulos de los numerosos párrafos y pasajes que —por carecer de interés directo en el contexto de una historia de la traducción— hemos omitido.
(50) Respecto a la traducción catalana de Mn Frederic Raurell, véase la nota liminar a nuestras 'Referencias bibliográficas'.
(51) En relación con ello, no resisto la tentación de contar una anécdota curiosa. Como el texto griego de la Carta no estaba aún disponible en el Thesaurus de Irvine, se me ocurrió, para abreviar, buscarlo en Internet. No lo encontré, pero sí, y más de una vez, la traducción inglesa de Thackeray. No me pareció, empero, que ello respondiera a intereses de tipo filológico; imagino más bien que para algunas confesiones protestantes (sobre todo americanas), intensamente involucradas en el estudio del Antiguo Testamento (incluyendo sus Apócrifos y textos colaterales), así como para diversos grupos más o menos fundamentalistas, nuestro Pseudo-Aristeas sigue conservando una vigencia, una vitalidad, que yo no sospechaba.


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