2008

NAHUATLATOS Y FAMILIAS DE INTÉRPRETES EN EL MÉXICO COLONIAL
Icíar Alonso, Jesús Baigorri, Gertrudis Payàs

Icíar Alonso y Jesús Baigorri
Departamento de Traducción e Interpretación
Universidad de Salamanca

Gertrudis Payàs
Escuela de Lenguas y Traducción
Universidad Católica de Temuco

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Naguatlato. Esta palabra, con sus variantes nahuatlato, naguatlato, nahuatlato, navatlato la documentamos entre 1531 y 1595 con el significado de «intérprete», pero sólo en México, Nueva Galicia y Yucatán, usándose en otras partes las voces hispanas lengua o intérprete. Por la forma nahuatlato se percibe claramente su significado primitivo de «intérprete del náhuatl», pero por otras citas parece que la voz llegó a aplicarse también a los que interpretaban otras lenguas como el maya, el tarasco, o el totonaca. (1)







Contextualización y situación general

Empieza a ser un lugar común decir que se ha investigado poco sobre historia de la interpretación en general y, en particular, sobre la mediación lingüística y cultural durante el proceso de encuentro o desencuentro entre europeos y mexicanos en los siglos XVI y XVII. Es un hecho incuestionable que la comunicación entre personas que hablan idiomas distintos tiene que hacerse, para que sea fructífera, a través de intermediarios que conozcan los dos idiomas o que posean un idioma común, como pudo ser el náhuatl en amplios territorios del México colonial. También es una obviedad que la investigación del pasado histórico lejano debe apoyarse en documentos que hayan sobrevivido al paso del tiempo. De estas observaciones se deriva un argumento tan sólido como los anteriores: mientras el ser humano sea incapaz de recuperar del éter sideral las emisiones de voz realizadas por nuestros antecesores —empresa harto improbable en el estadio actual de la evolución de la ciencia— sólo podemos tener referencias a los actos de habla del pasado lejano si los ha registrado por escrito el que los protagonizó o alguien que los escuchó. La conversión del formato oral al formato escrito plantea en sí no pocas dificultades, pero el asunto se complica aún más si tenemos en cuenta que buena parte de las fuentes sobre las relaciones orales entre distintos interlocutores son documentos escritos sólo por una de las partes protagonistas de la invasión, conquista y colonización. Llevan por lo tanto el doble sesgo del filtro cultural y social de sus autores junto con el hecho de que son representación escrita de un acto —único e irrepetible, no lo olvidemos— de carácter oral, que contó con la mediación del intérprete. Eso le da un sentido de cierta irrealidad a lo que leemos, que es, en el mejor de los casos, una cita más o menos fiel de lo que el cronista dice que dijo el intérprete o, en todo caso, el resultado abreviado de un proceso complejo. No hay posibilidad de verificar la exactitud de lo dicho, porque normalmente no existe un «tercero» capaz de juzgar si lo que el intérprete dice se corresponde con los mensajes originales de sus principales. Así pues, el acto será todo lo oral que se quiera, pero las únicas referencias que tenemos para su reconstrucción histórica, desde el momento en que desaparecen los protagonistas o los testigos presenciales, son escritas. Esta es una realidad que suele pasarse por alto, cuando lo cierto es que, a lo largo de buena parte de la historia, la información que unos han podido recabar de los otros sería en el mejor de los casos truncada y, en el peor, totalmente errónea.

Al pasar de lo oral a lo escrito se está poniendo de manifiesto una función que no le corresponde al intérprete «puro» de hoy, la de dar testimonio del acto interpretado. En realidad, con frecuencia es el verdadero —y a veces el único— notario de la reunión, aunque no redacte ni firme el acta, como sí tuvieron que hacer otros intérpretes de la historia más reciente. El discurso interpretado constituye la materia prima de las disposiciones de acuerdos y tratados, de la toponimia —metáfora como pocas de las barreras idiomáticas—, de los neologismos en el idioma del colonizador. En la transformación de lo oral a escrito, el cronista habitualmente —las crónicas en este aspecto son «clónicas»— recoge la información del intérprete sin citar la fuente y esa elipsis dificulta aún más la investigación sobre los mediadores de la época, raramente mencionados, con lo que se les priva de audibilidad, por no decir de visibilidad (Alonso y Baigorri, 2004).

Este problema de las fuentes no se limita a las crónicas, sino que afecta en general a todas las cartas, informes y documentos de uso cotidiano elaborados por los administradores y religiosos, que también eran fruto de la traslación de lo oral a lo escrito y de unos idiomas a otros, con las consiguientes pérdidas.

Las situaciones de interpretación en la colonia requirieron una modalidad de interpretación que era siempre bilateral, en la que el intérprete trabajaba de formna directa e inversa entre los idiomas correspondientes. Aquí se plantea uno de los escollos para entender cuál podría ser la calidad del trabajo realizado por los intérpretes de aquella época. En primer lugar, hay que mencionar el nivel de conocimientos lingüísticos que podían adquirir, muchas veces en un tiempo breve desde los primeros contactos hasta las primeras actuaciones como mediadores. Las Casas alude al poco nivel que podían conseguir los «indios» en su contacto con los españoles, pero no es el único en destacar el hecho de que los habitantes autóctonos se limitaban a un ejercicio de ventrilocuismo, cuando no de psitacismo (Alonso, 2003). Algunos colonizadores, en particular los religiosos, tenían una preparación formal en el aprendizaje de idiomas (pensemos en su obligada formación escolar en latín) y acostumbraban a traducir del latín al idioma vernáculo correspondiente para su comunicación «pastoral» con sus feligreses. Por todo ello fueron muy sensibles respecto a los idiomas con los que se toparon, entre otras razones porque su misión evangelizadora no podía prosperar sin entenderse con sus interlocutores. Los religiosos sistematizaron los idiomas autóctonos con fines didácticos y, de hecho, conforme avanzó el tiempo, muchos religiosos llegaban a América habiendo estudiado ya las gramáticas de los idiomas hablados en los lugares a los que iban destinados. Hubo iniciativas oficiales en pro de la enseñanza del castellano a las comunidades locales, pero hay que pensar en lo arduo que podía resultar el desafío cultural que suponía traducir un «requerimiento» o el «misterio de la Trinidad», piezas textuales difícilmente podían tener correspondencia en culturas tan alejadas entre sí

en 1550, un capítulo de las Leyes de Indias insiste en la necesidad de enseñar el castellano ante la gran variedad de los idiomas nativos. En este sentido, en 1575, el virrey Toledo ordena que «todos hablen la lengua general del lugar y aprendan la española y usen de ella, de manera que en dichas lenguas se les pueda enseñar la doctrina cristiana», la enseñanza debía seguir siendo prioritaria para los hijos de los jefes indios. De esta forma la castellanización de los indígenas se abría paso muy lentamente, como consecuencia de la política lingüística impuesta y sobre todo como una inevitable consecuencia del mestizaje. (Merma Molina, 2005, 176)

Además de la dificultad que suponía adquirir los conocimientos lingüísticos, culturales y temáticos, debemos pensar que los que actuaron como intérpretes lo hicieron en general de forma espontánea, sin preparación previa para hacerlo. De sobra sabemos ahora que conocer dos idiomas no basta para poder traducir o interpretar, aunque la formación lingüística constituya una base imprescindible. Sabemos que existieron escuelas de lenguas en las que se educaron algunos traductores e intérpretes. Juan de Herrera, franciscano instalado en Yucatán a mediados del siglo XVI, fundó el monasterio de Maní. Por los testimonios del comisario Ponce, de la escuela de Herrera salieron traductores, nahuatlatos (Ramos Díaz, 2003, 41) y esa no fue la única institución de enseñanza bilingüe creada en México en el siglo XVI que pudo formar esos profesionales. De la Cuesta cita Santa Cruz de Tlatelolco, San Juan de Letrán y Santa María de Todos los Santos (1992, 34).


Leyes y normativas

Además de estas iniciativas, es interesante evocar, como hacemos en este artículo, los intentos de las autoridades coloniales por regular la profesión de intérprete, suponiendo que ese concepto sea correcto en una época en que todo lo más sería oficio, al estilo de los gremios. Esas iniciativas estuvieron motivadas por varias razones. La primera, la necesidad de la administración de entenderse con sus administrados, lo que denota la modernidad del Estado de los Austrias, cuya representación se plasmó, por ejemplo, en la delegación de poder en las autoridades locales. La inspiración de esta política de relación con los súbditos tiene que ver con el ius gentium. La fluidez de la comunicación dependía de los intermediarios de la misma. Fossa (1992) hace un análisis interesante de una situación de interpretación en la Audiencia de Los Reyes (Lima) que puede servir de ejemplo para otras instancias semejantes.

el hecho de haber incorporado intérpretes a las Audiencias es indicativo, aunque sea formal, de un interés por comprender y conocer las causas que se ventilan en su seno y, quizás, con el objetivo de administrar justicia de la mejor forma posible. (Fossa, 1992, 3-4)

De ahí que el Estado tratara de garantizar la lealtad de los intérpretes al sistema, mediante la tipificación del oficio. Eso explicaría en cierto modo el carácter familiar o dinástico que en algunos casos parece tener la transmisión de las riendas de la interpretación entre padres e hijos, que encajaría bien con el deseo de las autoridades que utilizaban sus servicios de tener una prueba del «oficio» de quienes desempeñaban esa tarea, dejando al criterio de los propios miembros del «gremio» la idoneidad de los seleccionados. La consecuencia indirecta de esa tipificación era cierta garantía de la calidad de la interpretación. Esas iniciativas oficiales encuentran terreno abonado entre los propios intérpretes porque ellos descubren en esa función una forma de ascender en una sociedad sumamente jerarquizada, en la que los indígenas tenían menos oportunidades de éxito que los españoles.

El virreinato de Nueva España vio nacer en las primeras décadas de dominio colonial toda una sucesión de instituciones destinadas a perpetuar la presencia española en las Indias y a ordenar todos los aspectos de la vida cotidiana. A pesar de los tempranos intentos de la Corona por difundir la lengua española entre la población, el castellano fue la lengua administrativa del imperio y de la élite política pero no se implantó de forma inmediata entre los indígenas ni funcionó en la práctica como idioma de uso mayoritario en los siglos XVI y XVII. De ahí la necesidad permanente de contar durante este periodo (y también mucho tiempo después) con intérpretes más o menos profesionales que facilitaran las relaciones de la población con la administración civil y las autoridades encargadas del gobierno. Buena parte de las quejas y reclamaciones de los indígenas, declaraciones judiciales, visitas de inspección o el control de los impuestos, además de las ceremonias de transmisión de poderes a los alcaldes o alguaciles, por ejemplo, requirió servicios de mediación lingüística. Desde este punto de vista, el rosario de cédulas reales e instrucciones destinadas a regular desde España la práctica de este oficio en las Indias —y muy especialmente en las audiencias— es una señal inequívoca de la dificultad con la que se implantó el idioma en los primeros siglos de presencia española.

Las Leyes de Indias recogen, entre otras, todo un repertorio de normas e instrucciones dictadas por Carlos V, Felipe II y Felipe III entre 1529 y 1630 y referidas a las actuaciones de los intérpretes o «lenguas de yndios» en Nueva España. Una de las instituciones indianas más antiguas dotadas de intérpretes fueron las Audiencias, órganos colegiados encargados principalmente de impartir justicia y, durante buena parte del siglo XVI, también de las tareas de gobierno. Junto al presidente y a los magistrados (jueces oidores y visitadores, fiscal y procuradores) contaban con una serie de funcionarios públicos, y entre ellos el lengua o nahuatlato, asignado generalmente al servicio del oidor o del visitador, o de jueces de menor rango ubicados en otras villas y ciudades distintas de la sede. El nahuatlato era literalmente el hablante de la lengua náhuatl. Pero ya en 1537 la legislación carolina aplica este término de un modo más restringido al intérprete destinado en las audiencias o al que acompañaba a los diversos oficiales en sus visitas de inspección, con independencia de las lenguas entre las que trabajara.
(2)

Se dedicaba preferentemente a la traducción oral, poco o nada a la traducción escrita; es posible que ni siquiera dominara la lengua escrita. No obstante, los detalles sobre el trabajo concreto de estos nahuatlatos y las circunstancias en las ejercían el oficio se desprenden con bastante nitidez de la normativa legal que lo regulaba: era un cargo oficial, pues el nahuatlato tenía la consideración de fedatario público, y estaba, por lo tanto, supeditado a un nombramiento oficial con fórmulas de juramento (incluso con la intervención del Rey) y sujeto a un sueldo. No se le permitía recibir ninguna otra remuneración —ni en dinero ni en especie— y, aun siendo un oficial menor, tenía expresamente prohibido compatibilizar su trabajo con otro cargo. Con independencia de que fuera o no respetado, existía un código deontológico de obligado cumplimiento. Estas circunstancias, junto a la proximidad e influencia de las que gozaba el nahuatlato entre los estamentos superiores, otorgaban al intérprete de las audiencias un especial estatus a los ojos de los nativos, con todo lo que ello supone. En teoría, el nahuatlato debía mantenerse neutral ante las partes para garantizar así que en los asuntos de los indios se impartiera justicia como convenía, y las infracciones a este código de comportamiento (abundaban, por ejemplo las denuncias por soborno) eran sancionadas con los correspondientes castigos.

Gracias a las instrucciones carolinas recogidas en las Leyes de Indias, conocemos también las tareas encomendadas a estos nahuatlatos y los actos en los que solían intervenir: otorgamiento de escrituras, declaraciones, confesiones y, en general, todo tipo de autos judiciales y extrajudiciales. Así que, desde un punto de vista pragmático, era un trabajo muy cercano al que realizan hoy día los intérpretes jurados en los tribunales de justicia y en las notarías españolas.

Para entender la importancia que tuvo la función del nahuatlato profesional es preciso explicar, además del papel de las instituciones de administración de justicia, el uso que de ellas hizo la población novohispana indígena. Efectivamente, aunque ciertamente sesgada en contra de ellos, los indígenas usaron tanto como les fue posible la justicia colonial para defender derechos y privilegios, demandar a encomenderos y eclesiásticos, y denunciar a las autoridades virreinales. Este uso, que fue tan generalizado y constante en el periodo colonial que se podría calificar de auténtica «afición al pleito», generó y alimentó un aparato administrativo de grandes dimensiones, en el que el papel de los nahuatlatos fue primordial.


Los señores intérpretes

Como es natural suponer en estas circunstancias, los que podían desempeñarse en lenguas indígenas y castellano, y que estaban, ya fuera por su cuna o por su formación, situados en la zona de excepción constituida por el hecho de conocer modos de funcionamiento de ambas culturas, encontraron en la profesión de nahuatlato una ocasión de obtener ventajas o mejoras en su situación individual, familiar o de grupo social, en particular durante el primer siglo de la conquista, el más cruento y el que más habilidades de supervivencia requirió. Fernando de Alva Ixtlilxóchitl y Hernando Alvarado Tezozómoc son algunos de estos nobles intérpretes que han pasado a la historia.(3) En rigor, no han pasado a la historia como intérpretes, aunque el cargo de nahuatlato o intérprete de Indias era de consideración, sino como cronistas. Desde el punto de vista de la historia de la mediación linguistico-cultural, sin embargo, pensamos que la relación entre su ejercicio como mediadores lingüísticos y el interés historiográfico que manifestaron dista de ser arbitraria.

Debemos también decir que sus casos no son excepcionales. El bibliógrafo novohispano Mariano Beristáin de Souza (1947) consigna una veintena de hombres (y una mujer) indígenas o de sangre mestiza que escribieron materia historiográfica ya en alfabeto latino durante el primer siglo de la colonia. Algunos de ellos eran intérpretes de lenguas y también, en un sentido nada metafórico, intérpretes de una cultura que se estaba deshaciendo ante sus propios ojos: además de Fernando Alva Ixtlilxóchitl y Fernando Alvarado Tezozómoc, que fueron quizás los intérpretes civiles más notorios, hubo también intérpretes y traductores cronistas que ejercieron al servicio de la iglesia: Domingo de San Antón Muñón Chilmalpain, Constantino Huitzimengari y Tadeo de Niza son algunos de ellos.

Ixtlilxóchitl y Tezozómoc están presentes en la conciencia histórica de México por su carácter de cronistas. Fueron, que sepamos, los primeros mexicanos de raigambre indígena que hicieron uso del alfabeto para escribir, sea en náhuatl, sea en castellano, las historias de sus antepasados. Nos parece importante poner de relieve la faceta de mediadores linguisticos, ya que creemos que precisamente de ella deriva su faceta de cronistas. Por su calidad de bilingües tenían un margen de actuación mayor al de otros personajes de la sociedad novohispana; como miembros nobles de la comunidad indígena poseían conocimientos de sus culturas como ningún español podía tenerlos; como hombres formados en los conventos franciscanos, su calidad intelectual era superior a la del español medio. Sabían escribir como sólo lo hacían los escribanos, y habían leído los libros de los frailes.

El intérprete Fernando de Alva (4) debería haberse llamado Fernando de Peraleda, ya que ese era el apellido de su padre, el también intérprete español Juan Navas Pérez de Peraleda. Pero por razones que son aún motivo de especulación, decidió reemplazar el apellido plebeyo por dos apellidos nobles: «de Alva», posiblemente por la antigua y nobilísima casa de Alba, en España, e «Ixtlilxóchitl», por su abuela materna, descendiente directa del gran gobernante texcocano, Nezahualcoyotl. Ixtlilchóchitl no es, pues, indio sino castizo, hijo de madre mestiza y de padre español. De hecho, su abuela Francisca se había casado también con un intérprete español, Juan Grande. En Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, cronista de la nación texcocana, intérprete del Juzgado de Indios por los años 1640, y funcionario de la administración indígena, tenemos el caso de una familia de intérpretes, de cuyos primeros exponentes (los criollos Navas y Grande) no tenemos más noticia sino que fueron padre y abuelo, respectivamente, del gran cronista. Además, el hermano menor de Fernando, el bachiller Bartolomé de Alva, sacerdote, escribe un confesionario bilingüe náhuatl-castellano y traduce al náhuatl obras de teatro coetáneas de Calderón de la Barca, Lope de Vega y Mira de Amezcua. Bartolomé era cercano a Horacio Carochi, el gramático jesuita, a quien dedica una de estas traducciones.

Así pues, dos hermanos, hijos y nietos de intérpretes españoles (nacidos ya en la Nueva España), sirven de traductores e intérpretes no sólo para las transacciones diarias de las audiencias o para la evangelización, sino que el uno traduce al castellano la historia de su linaje, y el otro traduce al náhuatl obras de teatro que se estaban escenificando en esos mismos años en España. Es probable que haya habido otras familias de características similares. Sabemos, por ejemplo, que el noble Alonso Axayaca y su hija Barbola escribieron crónicas que luego utilizó Alva Ixtlilxóchitl. También en la familia de los últimos caciques de Texcoco, los Pimentel, varios miembros son citados por Alva como escritores de crónicas. Intermediarios excepcionales, podemos hoy imaginar el importante papel que desempeñaron en una sociedad muy mestizada como lo fue la novohispana estos grupos familiares políglotas. En ellos se da la reconfiguración de ese pasado que se perdía irremisiblemente, y la explicación de un presente confuso y lleno de incertidumbre.

El caso del nahuatlato Hernando de Alvarado Tezozómoc,(5) indio puro, de sangre noble, es otro importante caso de intérprete-cronista. Al comienzo de su Cronica Mexicayotl, escrita en náhuatl, dice:

Y hoy en el año de 1609, yo mismo, Don Hernando de Alvarado Tezozómoc, que soy nieto de la persona que fuera el gran rey Moteuczoma el menor, quien gobernara y rigiera la gran población de México Tenochtitlan, y que proviene de su apreciada hija, de la persona de la princesa, mi amadisima madre, Doña Francisca de Moteuczoma, cuyo conyuge fuera la persona de Don Diego y de Alvarado Huanitzin, padre mío preciadisimo, noble; son ellos quienes me engendraron y en toda verdad soy hijo suyo yo quien aqui me nombro.

En esos años Alvarado Tezozómoc ocupaba el cargo de intérprete de la Real Audiencia de México, y aparece como tal en actas de alegatos llevados a esa corte. También se sabe que, siendo nieto de Moctezuma, se vistió como su abuelo para representarlo en una farsa que se hizo ante el virrey en México en 1600. Intérprete de lenguas para los pleitos entre indígenas y españoles o intérprete teatral para mostrar a los españoles lo que fue su abuelo, el último gobernante azteca, Alvarado Tezozómoc, que escribe en castellano una Crónica Mexicana para que en la nueva lengua quede constancia del pasado, y que escribe en náhuatl una Crónica Mexicayotl, para que en la lengua autóctona no se pierda la genealogía de la nobleza mexica, representa también el período de construcción de la nueva identidad novohispana.


Otros intérpretes de oficio en las Audiencias

Junto a estos nahuatlatos de noble cuna que ocuparon un lugar determinante en la sociedad novohispana de los siglos XVI y XVII, las recién creadas audiencias mexicanas contrataron a numerosos intérpretes cuya huella en la historiografía ha sido bastante más tenue. Las primeras leyes promulgadas contemplaban como requisito de acceso el que estos «interpretes de los Indios tengan las partes y calidades necesarias» (Libro II, título XXIX, ley 1ª), si bien creemos que en su selección primaba más el criterio de fidelidad a la autoridad, la pertenencia al grupo social o a la religión dominante antes que el buen conocimiento de los idiomas («fidelidad, cristiandad y bondad», eran los requisitos básicos establecidos por Felipe II en una real cédula de 1583) y, como ocurría con los nahuatlatos de mayor renombre, no era infrecuente que el cargo pasara de padres a hijos. Su procedencia era muy diversa, aunque los nombres de los que tenemos noticia son principalmente de españoles y mestizos.

Desde mediados del siglo XVI, en los códices indígenas encargados por la administración colonial empieza a ser frecuente ver reflejado a este personaje tanto en el texto como en las pinturas que lo ilustran. A veces las figuras representadas, de gran belleza y plasticidad, llevan también una inscripción con el nombre o cargo correspondiente. Se encuentran por ejemplo este tipo de referencias en el códice Mendocino (ca. 1541), cuya segunda parte parece inspirada en la llamada Matrícula de Tributos (6) y donde se representa al intérprete español Juan González. Su presencia como nahuatlato en la audiencia de México ha sido también confirmada por Zavala (1984, 43 y 493). Varios años después, en el códice de Coyoacán (1553-1554) aparece el retrato de un Juan Ramírez, «nahuatlato de otomí», requerido expresamente para acompañar al oidor en una visita a esta ciudad con el fin de establecer los impuestos correspondientes (Batalla Rosado, 2002). Una década más tarde, en la portada del códice Osuna (1565), una recopilación de documentos jurídicos en los que se incluyen denuncias contra altos cargos de la administración colonial, volvemos a encontrar una figura similar con la indicación «nahuatlato» en el transcurso de la visita de Jerónimo de Valderrama, inspector enviado por Felipe II a las autoridades españolas en México.

Uno de los casos más polémicos estuvo protagonizado por el español García del Pilar, conquistador de Nueva España e intérprete de Hernán Cortés y más tarde nahuatlato en la primera Audiencia de México cuando era presidente Nuño de Guzmán (1528-1530). Este intérprete compareció como testigo de cargo en el juicio de residencia a Cortés y declaró en su contra, por resentimiento personal hacia él y porque pertenecía además al bando de Nuño de Guzmán, a la sazón uno de los enemigos acérrimos del marqués (Zavala, 1984: 376). En las crónicas de Indias encontramos no pocos juicios de valor sobre su persona y sobre su capacitación, en ambos casos bastante desfavorables. Fue acusado por fray Juan de Zumárraga de extorsionar y abusar de los indios, amén de inventar todo tipo de mentiras: aquella lengua había de ser sacada y cortada porque no hablase más con ella las grandes maldades que habla y los robos que cada día inventa (Martínez, 1992, 379). Por si fuera poco, estuvo además encarcelado por haber robado oro (Thomas, 2001, 133). El caso de García del Pilar ilustra uno de los aspectos más controvertidos del ejercicio profesional de la interpretación en las Indias: el uso del cargo como vía de enriquecimiento personal y de ascenso social en una situación de sometimiento colonial donde el conocimiento del idioma es un elemento más de poder. Este tipo de comportamientos no debía de ser una excepción, pues de ello se hacen eco en numerosas ocasiones las cédulas reales que hemos mencionado antes. Entre ellas citaremos aquí una de las más tempranas y también de las más elocuentes:

REAL CÉDULA A LA AUDIENCIA DE NUEVA ESPAÑA
El Emperador D. Carlos y la Reyna Gobernadora en Toledo á 24 de Agosto de 1529.

Mandamos que ningún Intérprete, ó Lengua de los que andan por las Provincias, Ciudades y Pueblos de los Indios á negocios ó diligencias que les ordenen los Gobernadores y Justicias, ó de su propia autoridad, pueda pedir, ni recibir, ni pida, ni reciba de los Indios para sí, ni las Justicias, ni otras personas, joyas, ropas, mantenimientos ni otras ningunas cosas; pena de que el que lo contrario hiciere pierda sus bienes para nuestra Cámara y Fisco, y sea desterrado de la tierra, y los Indios no dén mas de lo que sean obligados á dar las personas que los tienen en encomienda. (Lib. II, título XXIX, ley XIV; tomado de Catelli y Gargatagli, 1998, 126)


Otro de los caballos de batalla fue con toda seguridad el riesgo que suponía para ambos interlocutores ponerse en manos de un mediador que, siendo el único en conocer los dos idiomas en contacto, tenía el poder para aprovecharse de la situación y cometer un fraude en su traducción. Ya fuera en aras de sus propios intereses personales o por su posible malquerencia hacia una de las partes, el lengua o nahuatlato podía faltar a la verdad y trastocar conscientemente las palabras de su principal. Las mentiras de García del Pilar no debieron de ser las únicas si tenemos en cuenta otra normativa legal cuyo objetivo era para poner remedio a esta clase de peligros: en 1530 y 1537 Carlos V dio instrucciones al presidente de la Audiencia de Nueva España para que el indio que hubiere de declarar, pueda llevar otro ladino christiano, que esté presente.


Los mediadores lingüísticos en otras épocas y latitudes

Si las audiencias indianas tuvieron como precedente inmediato a las reales cancillerías castellanas encargadas de la administración de justicia antes de la Reconquista española, los nahuatlatos que ejercieron en estas audiencias durante el periodo hispánico mantienen cierta vinculación con otros mediadores lingüísticos de larga tradición. Nos referimos a los alfaqueques medievales, literalmente «redentores de cautivos». Durante al menos cinco siglos, del XII al XVII, estos alfaqueques se encargaron de negociar el rescate o trueque de cautivos entre los reinos cristianos de Castilla y Aragón y los musulmanes de taifas y de Granada. Eran, sobre todo, buenos conocedores de las lenguas y culturas en contacto, pero en su selección y nombramiento primaba el criterio de lealtad al grupo o a la persona que los contrataba, el ser dignos depositarios de la confianza aunque su origen fuera en muchos casos judío, musulmán o converso.

Su oficio, propio de zonas fronterizas, los vinculaba a ambos bandos y les ofrecía innumerables ocasiones de negocio y enriquecimiento personal —gozaban de salvoconductos para moverse libremente por el territorio— gracias a los contactos y relaciones que el cargo les proporcionaba. Por otra parte, y a diferencia de los nahuatlatos de las audiencias, el alfaqueque combinaba su trabajo con otro tipo de labores, ya fueran por cuenta propia o ajena: comerciante, tratante de joyas, espía, consejero de las autoridades, redactor de cartas, etcétera.(7) A la vista de estas circunstancias, reviste todavía mayor importancia el que, como después ocurriría en México con las Leyes de Indias, existiera en la Península desde el siglo XIII un código legal, Las siete partidas de Alfonso X El Sabio, que regulaba los aspectos más controvertidos del oficio, incluidos los posibles casos de soborno, prevaricación o traición.

También en Castilla el cargo desempeñado por el alfaqueque fue en muchas ocasiones transmitido de padres a hijos, lo que originó verdaderos linajes de intérpretes. Como hemos visto con la extensa familia de Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, la dinastía de los Saavedra en España, que inauguró Juan Arias de Saavedra en 1439, constituye el máximo exponente de este carácter hereditario del cargo entre miembros de una misma familia cristiana de noble cuna. Así ocurrió, por ejemplo, con otros alfaqueques de orígenes más modestos, como los Carrillo en el siglo XV, o con intérpretes al servicio de los jeques y sultanes instalados desde el siglo XVI en el norte de África: los Cansino o los Rute, entre otros.

La existencia de familias de intérpretes entre los alfaqueques medievales y los nahuatlatos de las audiencias recuerda a su vez a los linajes de dragomanes de la Puerta que ejercieron en Constantinopla como intérpretes diplomáticos entre los reinos cristianos y el imperio turco (Balliu, 2005). Todas estas figuras históricas mantienen sus rasgos propios a la vez que exhiben características comunes en algunos aspectos que atañen a su perfil y a su ejercicio profesional. Como personajes de frontera en el Medievo, en el Renacimiento europeo y en el México colonial español, reúnen en ellos las controversias que rodean a los intérpretes allí donde los conflictos generan relaciones de poder asimétricas: la confianza y la traición, la lealtad al grupo y la ambigüedad que genera el rol de intermediario, la imparcialidad y el atractivo del poder...

L’empire était suspicieux. À ses yeux, la connaissance de deux langues induisait une inéluctable possibilité de tromperie et le peuple, dont il était souvent issu, le considérait en ’collaborateur’. On suspecte l’interprète de trahir : les dominés le soupçonnent d’être complice des dominants et les dominants d’être de connivence avec ceux qu’ils assujettissent. De quelque côté qu’il se tourne, l’interprète est accusé d’imposture. (Kadaré, 2003, 13)


Conclusiones

Frente al dilema entre la autotraducción (ser yo quien me traduzco a mí mismo, mediante el aprendizaje de la lengua del otro), que es el enfoque adoptado por algunos de los religiosos de diferentes órdenes, y la heterotraducción, o sea, depender de que otro me traduzca, la administración colonial optó por la segunda, sin dejar de promover, con el paso del tiempo, el aprendizaje del español por los habitantes locales, aunque esta tarea estuvo delegada en gran medida en el clero secular y regular.

Ante la multiplicidad de lenguas, que fue uno de los escollos con los que se toparon los europeos al llegar a las Américas, la administración colonial optó por privilegiar algunos idiomas, los más extendidos o influyentes, para que sirvieran de vehículo de comunicación con los demás.

La reglamentación del oficio de interpretar se apoyó en experiencias anteriores, tales como la de la sociedad multicultural medieval hispana, y en la propia observación por la administración de aspectos que surgían en los encuentros mediados (como, por ejemplo, el hecho de que los «indios» pudieran llevar a otro intérprete como control de calidad). El recurso a la microhistoria, como ha sugerido Zarrouk (2006) para estudiar los casos particulares de algunos intérpretes de los que nos ha quedado alguna documentación permite reconstruir su historia al menos en parte y, de paso, reconstruir también la historia en general.

Estudiar el pasado de los traductores o intérpretes no es sino una manera de replantearse toda una serie de acontecimientos pretéritos que tuvieron lugar en un escenario que se despojó de sus protagonistas, situando al comparsa habitual en el centro de la atención. (Zarrouk, 2006, 12)

Los ejemplos que hemos presentado aquí apuntan hacia la existencia de familias de intérpretes, lo que indica la larga supervivencia del oficio (y por tanto de la demanda de servicios de interpretación), el interés profesional del mismo y su carácter un tanto gremial, en el que se supone que el aprendizaje se realizaría de manera práctica con los maestros más veteranos.

La investigación contemporánea más avanzada sobre la interpretación, realizada esencialmente en inglés, ha pasado en general por alto estas realidades que precedieron en varios siglos a los contextos actuales y que tienen todavía vigencia en las sociedades actuales, caracterizadas por la presencia de personas de diferentes lenguas y culturas.



NOTAS

(1) Boyd-Bowman, «El léxico hispanoamericano del siglo XVI», p. 197.
(2) Véase el libro II, título XXIX («De los intérpretes»), ley XII de la Recopilación de Leyes de Indias.
(3) Remitimos para sus biografías a la obra de Edmundo O’Gorman o José Rubén Romero Galván (2003), entre otros.
(4) La vida y obra de Fernando de Alva Ixtlilxóchitl ha sido extensamente tratada por diversos autores. Una reciente síntesis se encuentra en Romero Galván, Historiografía Novohispana de tradición indígena, pp. 351-366.
(5) Al igual que para el caso de Alva Ixtlilxóchitl, remitimos a la síntesis publicada en Romero Galván, Historiografía Novohispana de tradición indígena, pp. 313-330.
(6) Registro de la época de Moctezuma en el que se establecían las cantidades que cada señorío debía aportar (José Luis Martínez, Hernán Cortés, p. 137). Con respecto al intérprete, podría tratarse del mismo Juan González Ponce de León que había sido mucho años antes espía e intérprete en San Juan de Puerto Rico.
(7) En estos últimos casos, la labor de traducción escrita iba unida a la de la interpretación. Esa coincidencia de tareas, la traducción escrita y la oral, en la misma persona era habitual desde los tiempos de Alfonso X (Clara Foz, Le traducteur, l’Église et le roi) y se mantuvo en la Península durante los siglos XIV y XV entre los intérpretes que ejercían en las diferentes cortes españolas y portuguesas.



BIBLIOGRAFÍA

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